El mejor cliente es el que pide un crédito, jamás devuelve el capital y paga intereses toda la vida

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Pronunciado por el ex-vicepresidente de Bankia José Luis Olivas.

Esta descripción del negocio bancario la formuló José Luis Olivas durante una comida con un grupo de periodistas en Palma. Aquellos que consideran –consideramos– que lo mejor que se puede hacer con una deuda es quitársela de encima cuanto antes son –somos– unos anticuados. Olivas no era un don nadie. Había sido consejero de Hacienda de la Generalitat Valenciana y presidente puente entre Zaplana y Camps. En aquella época lideraba Bancaja y el Banco de Valencia. El futuro le deparaba una vicepresidencia en Bankia junto al gran Rodrigo Rato. Su presente se escribe en los tribunales.

¿Sacan los bancos una alfombra roja y suenan clarines y trompetas cuando un cliente se dispone a ingresar un millón? No. Para nada. El depositante no es rentable. Tendrán que pagarle un 4% de interés por un dinero que el Banco Central Europeo ofrece al 0,5%. El buen cliente firma un seguro de vida, el de la casa y el del coche, además de un crédito que no necesita.

Dos párrafos y ya se ha ido al garete todo aquello que los anticuados entendíamos por negocio bancario: captar dinero de los ahorradores a cambio de un interés modesto y prestárselo a un precio más elevado a un inversor solvente, es decir con capacidad para devolver el capital. Una mentalidad corta de miras, probablemente. Para rebatirla llegaron los nuevos banqueros. Se dedicaron a dar crédito a todo el mundo. No importaba si era hipotecario para un vivienda hipervalorada o personal para el consumo. No preocupaba demasiado si el cliente no era muy de fiar, lo fundamental era que todo el mundo gastara. El banquero moderno ideó el préstamo hipotecario cuyo capital superaba el valor del bien hipotecado. «Para el notario y el coche nuevo».

Si además el ejecutivo pertenecía al mundo de las cajas no solo se debía a sus impositores, también estaba obligado, salvo contadas excepciones, a complacer al poder político que le había aupado al cargo. ¿Cuántas de las obras faraónicas e innecesarias que hoy pesan como una losa sobre la deuda española no se hubieran construido si el presidente de una caja hubiera dicho no? Ponga en la lista aeropuertos como los de Ciudad Real o Castellón, parques temáticos como el de Terra Mítica e inversiones inmobiliarias privadas como las de Grande o por las que el gobernante demostraba un cierto interés. Todo era posible con algo de fantasía, escaso rigor y el aliciente del dinero fácil.

Los resultados de las ideas de los nuevos banqueros y de quienes apostaron por una desregulación total de su actividad son evidentes. España necesita un rescate bancario de 60.000 millones de euros. Entidades con más de un siglo de historia, como Sa Nostra, han quedado diluidas en macrobancos. Y el problema no es de tamaño, la más diminuta, Caixa Colonya, subsiste sin sobresaltos conocidos, mientras que el gigante Bankia solo sobrevive con respiración asistida. Fueron los nuevos banqueros quienes idearon productos infames como las subprime o las participaciones preferentes.

En esencia la nueva banca ha consistido en complicar el negocio para beneficio de unos pocos y a costa del bolsillo de muchos.

Rodrigo Rato y los demás banqueros que han comparecido en el Congreso echaron la culpa a la crisis. Ninguna responsabilidad propia, ningún error reconocido, ninguna irregularidad. Ni siquiera admitieron la equivocación de apostar por el ladrillo hasta límites temerarios.

En la novela «El largo adiós» escrita en 1953 por Raymond Chandler, hay una larga conversación sobre lo que es el capitalismo. Quien habla es Harlan Potter, un millonario, su interlocutor es Philip Marlowe, el detective cínico que protagoniza buena parte de las obras de Chandler. Potter resume lo que piensa en una frase: "Hacemos los mejores embalajes del mundo, señor Marlowe. Pero lo que contienen es, básicamente, basura". Una descripción perfecta de la forma de actuar de una parte de la banca española. Ahora hemos abierto el paquete y pagamos las consecuencias.