Desde el momento en que el hombre se cree capaz de juzgar la naturaleza de sus acciones, mediante una conciencia escindida de la fuente suprema de autoridad moral, es inevitable que acabe llamando a la noche día.
Cada vez que analizamos las calamidades que afligen nuestro sistema educativo terminamos diciendo -con muy buena intención, que como se sabe es el material con el que está pavimentado el camino al infierno- que es preciso volver a educar en valores; pero lo cierto es que llevamos mucho tiempo educando en valores, y que es precisamente esa educación en valores lo que nos ha conducido a los actuales extremos de postración. Y lo mismo sirve para explicar cualquiera de las lacras que infectan nuestra existencia familiar, social, cultural, política, religiosa: detrás de su descomposición trágica está siempre la hinchazón, la hipertrofia, la plétora de valores. Pues, ¿qué son, en definitiva, los tan cacareados valores? Son acuñaciones culturales, cualidades que se atribuyen a determinadas conductas o actitudes, que en tal o cual época se reputan beneficiosas; y, como todas las acuñaciones culturales, necesariamente cambiantes, pues lo que una época reputa beneficioso la época siguiente lo reputa dañino, o viceversa. El relativismo que anega nuestra época y que la hace impotente al esfuerzo vital es, precisamente, la consecuencia lógica de la exaltación de dichos valores; pues, faltándonos la capacidad para medir el bien conforme a un criterio objetivo, es inevitable que acabemos cifrándolo en aquello que nos conviene o beneficia. Los valores son la versión utilitaria y degradada de las virtudes.
Esta exaltación de los valores, que es la gangrena que hoy corroe a las sociedades occidentales, es el producto natural de la llamada autonomía de juicio. Desde el momento en que el hombre se cree capaz de juzgar la naturaleza de sus acciones, mediante una conciencia escindida de la fuente suprema de autoridad moral, es inevitable que acabe llamando a la noche día. A nadie le gusta reconocer sus propios errores; y, faltando una instancia superior que determine dónde se halla el error, cada uno empieza perdonándose sus propios errores, hasta llegar a amarlos; y, una vez que los ama, desea que tales errores sean reconocidos públicamente como aciertos. Sobre esta pirueta moral puramente utilitaria se funda el mercado de los valores, que acaba imponiendo errores extendidos como falsas virtudes, por una mera adición de conveniencias personales, de conciencias autónomas que establecen y consagran una serie de bienes adventicios a su medida. Este proceso de descomposición de la conciencia, que Henric de Lubac llama el drama del humanismo ateo, adquirirá, tras el error teológico de la Reforma, carta de naturaleza filosófica a partir de Kant, con la sucesivas aportaciones de Feuerbach, Marx, Nietzsche, Comte, etc.; así, hasta llegar a nuestra época, en la que la ley moral ya no obliga a la voluntad -como pretendía el iluso Kant-, sino que la voluntad establece a su capricho la ley moral, que ya no es ley ni moral, sino repertorio de valores ad hoc, tan mutables como conviene al capricho.
Y, entre todo ese cúmulo de valores adventicios, ninguno tan cotizado como la libertad, que desprendido de su fuente originaria (la Verdad que la constituye), se convierte en capacidad discrecional para obrar según nuestros apetitos e intereses, erigidos en criterio legitimador de nuestra conducta. Libertad siempre que no se dañe a terceros, dice muy cínica y bellacamente la mojigatería oficial de nuestra época, saboreando el caramelo de sus valores; pero no puede existir consagración del error sin daño propio y de terceros, por mucho que el error se travista de acierto. Y pruebas de ese daño las tenemos por doquier, aunque pretendamos cerrar los ojos ante la realidad.