El modelo de propaganda de Noam Chomsky: medios mainstream y control del pensamiento

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El objetivo de este trabajo es ofrecer una panorámica del modelo de propaganda desarrollado por el lingüista y activista político norteamericano Noam Chomsky, con especial incidencia en el análisis realizado por Chomsky y Edward Herman en «Los guardianes de la libertad».

RESUMEN

Recorreremos el mecanismo institucional, la estructura operativa de los medios, los efectos y los presupuestos ideológicos de los que parte el modelo, destacando las aportaciones del modelo chomskyano para el estudio del funcionamiento propagandístico del sistema de medios de comunicación.

Introducción

Está aún por escribirse una historia del periodismo como género propagandístico. Aunque los manuales de Historia de la Comunicación Social suelen dedicar algún que otro capítulo a la instrumentalización publicitaria de la prensa en el periodo que va desde el inicio de la primera guerra mundial hasta el final de la segunda, y a pesar de que textos como la Historia de la propaganda de Pizarroso (1993) pueden leerse como una historia del periodismo (y de los medios de comunicación en general), las Ciencias de la Información precisan todavía de una lectura propagandística del periodismo que trascienda las aproximaciones empírico-descriptivas. Una lectura analítica que medios mainstream y control del pensamiento abstraiga, merced al estudio comparado, los mecanismos operativos esenciales mediante los cuales la prensa (que nació como un medio de vincular la razón intersubjetiva de la Ilustración a través de la opinión pública) aparezca a la luz de su inmersión plena en un fenómeno que ha condicionado toda la historia de la comunicación (especialmente, en el ámbito político): la lucha por el poder, que conforma, desde Maquiavelo y Hobbes, la práctica de nuestros estados modernos (1).

Este trabajo quiere centrarse en uno de los capítulos de esa historia propagandística del periodismo: el modelo de propaganda esbozado por Noam Chomsky y Edward S. Herman en Manufacturing Consent. The Political Economy of the Mass Media. Este texto es la pieza angular de los análisis propagandísticos que Chomsky desarrollaría ulteriormente (en solitario o con otros colaboradores), sobre todo durante los años 80 y principios de los 90. Manufacturing Consent (Los guardianes de la libertad, en la edición española con la que trabajamos) cubre sobre todo el funcionamiento de los grandes medios estadounidenses, como el New York Times o el Washington Post; no obstante, este trabajo estaría incompleto sin referencias a otros trabajos de Chomsky sobre el fenómeno propagandístico (2), como el imprescindible “Ilusiones necesarias. Control del pensamiento en las sociedades democráticas” o las decenas de entrevistas y artículos donde el lingüista norteamericano ha desvelado distintos aspectos de su visión del fenómeno propagandístico (3).

Un mundo filtrado

Para empezar, es necesario apuntar que el modelo de propaganda esbozado en Los guardianes de la libertad (que data de 1988) se centra en el funcionamiento de los medios de comunicación (básicamente, en el ámbito estadounidense, que es el estudiado por los autores) (4), y no en sus efectos. Un funcionamiento que, no obstante, genera necesariamente un producto comunicativo y una cultura determinada (que, esta vez sí, tendrá influencia sobre el público, más allá del mecanismo de control informativo del que parten), y que es apuntado en el primer párrafo del epígrafe “Un modelo de propaganda”:

Los medios de comunicación de masas actúan como sistema de transmisión de mensajes y símbolos para el ciudadano medio. Su función es la de divertir, entretener e informar, así como inculcar a los individuos los valores, creencias y códigos de comportamiento que les harán integrarse en las estructuras institucionales de la sociedad. En un mundo en el que la riqueza está concentrada y en el que existen grandes conflictos de intereses de clase, el cumplimiento de tal papel requiere una propaganda sistemática (Chomsky y Herman, 1990: 21).

El punto de partida es, pues, análogo al de casi todos los textos de Chomsky sobre política y medios de comunicación: la generación de propaganda por las elites corporativas y gubernamentales que constituyen un gobierno mundial de facto. No obstante, tal propaganda viaja a través del constructo informativo y simbólico de los medios de masas y conlleva consecuencias axiológicas, sociales, ideológicas y pragmáticas muy claras. Dicho de otro modo, los medios cultivan una atmósfera de signos y mensajes masivos que inciden en la cosmovisión de los sujetos; en realidad, una noción que implica connotaciones propagandísticas si la inscribimos en la vieja línea de pensamiento que considera los sistemas de información occidentales (que comenzaron a formarse en la segunda mitad del siglo XIX, con las agencias internacionales de noticias bajo control estatal) como un medio novedoso de control de la opinión pública (o control del pensamiento, diría Chomsky).

La premisa básica es que la información (a saber, su control, selección y emisión) es, más que nunca, poder. En las democracias capitalistas contemporáneas, la alianza del poder político y el poder económico desliza propaganda de modo más subrepticio que en regímenes totalitarios o dictatoriales; la pantalla de dicha propaganda radica en la “libertad” informativa y la “independencia” mediática. Tras las cortinas democráticas, la operativa generalizada de los medios de comunicación más importantes se basa en cinco “filtros”, según Chomsky y Herman, que discriminan la información publicable y la que no lo es (discriminan, así, el interés público). Vamos a verlos uno a uno:

1. El primer filtro radica en la “magnitud, propiedad y orientación de los beneficios de los medios de comunicación”; es decir, la configuración empresarial del mercado de los medios. Como consecuencia de la reciente fe neoliberal en el “mecanismo del mercado”, más las desregulaciones y privatizaciones del mundo de la comunicación, el panorama mediático se configura como un ámbito oligopolístico, basado en enormes concentraciones empresariales. El texto de Chomsky y Herman es de 1988; Los medios globales, otro trabajo de Herman en colaboración con Robert McChesney (cfr. 1999), nos muestra el incrementado e imparable proceso de concentración mediática en los años 90, donde apenas diez macroempresas de comunicación controlan el panorama de los medios globales.

En cualquier caso, esto supone una barrera de entrada muy potente: los medios con escaso poder financiero son barridos o ignorados, y hoy hay que hablar de billones de dólares para poder entrar en el juego de la “libertad” informativa (cfr. Herman y McChesney, 1999). Podemos hacernos una idea de la naturaleza de los mensajes generados por estas estructuras, hijas de la globalización neoliberal: básicamente, contenidos proclives a retroalimentar la ideología que les da cobijo, y orientados totalmente hacia el mercado, hacia la rentabilidad, hacia los beneficios. Aparte de los gigantes mediáticos, Chomsky y Herman registran otros elementos de esta configuración institucional como el gobierno, los grupos de presión, los nexos de las empresas mediáticas con otras industrias y poderes financieros, etc.

2. El segundo filtro se basa en el “beneplácito de la publicidad”. Desde el siglo XIX, la publicidad es el determinante por antonomasia de la rentabilidad económica de los periódicos; un hecho que podemos comprobar, un siglo después, trasladado a la saturación publicitaria de la televisión (donde muchos programas, como determinadas teleseries, se hacen para la publicidad). Así exponen Chomsky y Herman esta dictadura secreta del imperativo comercial:

“Con anterioridad al auge de la publicidad, el precio de un periódico debía cubrir todos los costes. Con el crecimiento de ésta, los periódicos que atraían anuncios podían permitirse un precio por ejemplar muy por debajo de los costes de producción. Ello representó una seria desventaja para los periódicos que carecían de anuncios: sus precios tendían a aumentar, reduciendo sus ventas y dejándoles un menor superávit para invertir y mejorar sus posibilidades de promoción (…). Por esta razón, un sistema basado en la publicidad llevaba a la disolución o a la marginación de las empresas y los géneros de comunicación que dependían exclusivamente de los beneficios obtenidos por las ventas. Con la publicidad, el mercado libre no ofrece un sistema neutral en el que finalmente decide el comprador. Las elecciones de los anunciantes son las que influyen en la prosperidad y la supervivencia de los medios” (Chomsky y Herman, 1990: 43).

La publicidad, además de constituir un modo indirecto de censura, ha provocado la obsesión por las audiencias, que tan nefastos resultados culturales genera en la televisión actual. Chomsky y Herman se centran más en la discriminación de la “calidad” de la audiencia, con unos anunciantes a la caza de públicos adinerados, lo cual no tiene mejores resultados democráticos que lo anterior: “La idea de que la consecución de grandes audiencias hace que los medios de comunicación sean «democráticos» sufre así una debilidad inicial, ¡cuyo equivalente político sería un sistema de voto ponderado por la renta!” (1990: 46). Lógicamente, el campo de discusiones y temas, la cultura resultante se caracterizará por “cuestiones secundarias o poco comprometidas” (Chomsky y Herman, 1990: 47), además de, podríamos decir, el reino del entretenimiento fácil y de todo aquello que sea comercial, vendible, alejado de profundidades abstrusas y visiones críticas molestas. Los anunciantes, en consecuencia, suelen apoyar programas que concuerden ideológicamente con ellos (a saber, contenidos que no osen poner en tela de juicio la ideología corporativa dominante): “Las grandes empresas que se anuncian en la televisión”, dicen los autores, “raramente patrocinarán programas que aborden serias críticas a las actividades empresariales” (Chomsky y Herman, 1990: 48). En Ilusiones necesarias, Chomsky cita al Economist londinense, el cual destaca que las “estaciones” y los “canales” han aprendido a llevarse bien con “las simpatías más delicadas de las grandes empresas” (en 1992a: 18). Simplemente: si alguna información (especialmente antiempresarial) agrede a los anunciantes, la información desaparece.

3. El tercer filtro se basa en el suministro de noticias a los medios de comunicación. Básicamente, el modelo de propaganda funciona mediante la información generada por el gobierno, las administraciones públicas, las instituciones burocráticas y las corporaciones (de hecho, la clase empresarial es la única que puede producir información y propaganda al mismo nivel que el estado, y se plasma en sus enormes inversiones en publicidad política y relaciones públicas) (5). La información que reciben los periodistas está cuidadosamente preparada por las burocracias o las empresas, con el fin de “facilitarles” el trabajo, sin contar con las frecuentes subvenciones económicas que reciben los medios. Resultado: información frecuentemente acrítica, y lógicamente al servicio de su fuente primaria. Así, a través de la manipulación de los medios se manipula a los públicos y la información “independiente” que éstos reciben. Propaganda en su estado puro, como propagandística es la financiación de “expertos” que se pronuncian sobre diversos temas. Chomsky y Herman describen a estos “expertos” como intelectuales a sueldo que justifiquen los intereses de las elites y, entre otras cosas, abonen el campo para la credibilidad y penetración de la ideología corporativa:

De acuerdo con esta fórmula, durante los años setenta y a principios de los ochenta se creó una retahíla de instituciones y se reactivaron las ya existentes con el fin de dar publicidad a los puntos de vista empresariales. Varios cientos de intelectuales fueron captados por estas instituciones, que financiaron sus trabajos y diseminaron su producción entre los medios de comunicación mediante un sofisticado esfuerzo propagandístico. La financiación empresarial y la clara finalidad ideológica de este esfuerzo no ha tenido un efecto perceptible sobre la credibilidad de estos intelectuales, sino que, por el contrario, la financiación y la promoción de sus ideas les ha catapultado a la prensa (Chomsky y Herman, 1990: 59-60).

Además de los intelectuales “expertos” están los “expertos” mediáticos promocionados por las propias empresas de comunicación (una clase de líder de opinión críticamente retratado por Guy Debord en sus “Comentarios a la sociedad del espectáculo”), o los antiguos radicales políticos reconvertidos al credo neocapitalista, toda vez han llegado a “ver la luz”, como dicen los autores. De hecho, y a manera de ejemplo ilustrativo, el periodista Luis Ignacio López ha subrayado que la revolución neoconservadora de Reagan fue teorizada por pensadores ex comunistas (cfr. López, 1988: 52-54)

4. El cuarto filtro bascula sobre las críticas a los contenidos de los medios de comunicación; un número heterogéneo de respuestas negativas que son orquestadas por las elites gubernamentales y económicas para acallar cualquier información o emisión que suponga un atentado contra sus intereses. Los autores citan en Los guardianes de la libertad determinadas instituciones norteamericanas dedicadas a velar porque los medios ofrezcan una imagen correcta del mundo empresarial; no por casualidad, tales instituciones están organizadas por la gran empresa.

5. El quinto filtro se basa en el anticomunismo como mecanismo de control ideológico. Quizá está ya obsoleto tras la caída del muro de Berlín y el colapso de la URSS, pero su operativa (típicamente propagandística, y centrada en la “regla de la simplificación y del enemigo único” de la que habló Domenach hace ya medio siglo: ellos contra nosotros –cfr. Domenach, 1986-) (6) puede extrapolarse fácilmente a casos como el de la guerra del Golfo, mientras que los resabios ideológicos del anticomunismo (básicamente, un escudo para los intereses de los ricos) prosigue en los medios, promocionando el individualismo proempresarial (desde la prensa de derechas a algunas series juveniles de televisión, por citar medios españoles) y el ataque sin cuartel al estado del bienestar (7).

Mainstream media, o la estructura del poder

Como puede esperarse, estos cinco “filtros” reducen notablemente lo que puede transformarse en noticia: las informaciones provenientes de la administración o las grandes corporaciones suelen sortearlos fácilmente, mientras se quedan en el camino las informaciones y opiniones disidentes. Sí pueden darse situaciones de debate alrededor de temas donde la elite presente opiniones divididas, pero siempre dentro de lo que Chomsky ha conceptualizado en Ilusiones necesarias como “límites de lo expresable” (1992a); es decir, límites institucionales del discurso, que focalizan, en la tradición teórica de la agenda setting, los puntos de interés social (en función, esta vez, del interés de los poderosos), de forma que los medios de comunicación estadounidenses no funcionan a la manera del sistema de propaganda de un estado totalitario. Por el contrario, permiten -e incluso fomentan- enérgicos debates, críticas y disidencias, en tanto permanezcan fielmente dentro del sistema de presupuestos y principios que constituyen el consenso de la elite, un sistema tan poderoso que puede ser interiorizado en su mayor parte, sin tener conciencia de ello (Chomsky y Herman, 1990: 348).

La cita anterior conecta el modelo de propaganda de Chomsky con la fértil escuela crítica sobre los medios; por ejemplo, la amarga visión que de la libertad humana nos dan Horkheimer y Adorno en su artículo seminal sobre “La industria cultural”: una sociedad de “desesperados” que ha introyectado los parámetros del sistema que los oprime hasta el punto de creer que pueden elegir (cfr. Horkheimer y Adorno, 1998: 165-212). Chomsky no va tan lejos, pero coincide con los frankfurtianos en la unidireccionalidad y unilateralidad resultantes de las campañas propagandísticas que pueden ser iniciadas por el gobierno o por los propios medios, y que rápidamente se expanden por los canales de comunicación social. Los propios periodistas, en el modelo de Chomsky y Herman, introyectan los valores, y pervive así la ilusión (necesaria) de la “libertad de prensa”. “El resultado es un poderoso sistema de conformidad inducida ante las necesidades de los privilegios y del poder” (Chomsky y Herman, 1990: 353).

El establecimiento de los límites pautados del debate mediático e intelectual es, en esta línea, la técnica más eficiente para cercenar propagandísticamente todo intento de actuar contra el poder económico-estatal y para generar esas “ilusiones necesarias”, en expresión de Reinhold Niebuhr, que mantienen el espejismo de la democracia. Los “límites de lo expresable” son el mecanismo más eficaz para el control del pensamiento, y son descritos pormenorizadamente por Chomsky en “Ilusiones necesarias” (8). Su funcionamiento se basa en la siguiente premisa: los medios de comunicación fijan un debate público que excluye sistemáticamente todo lo que se salga del consenso institucional de las elites; por ejemplo, excluyen todo cuestionamiento de las intenciones “democráticas” estadounidenses. Puede discutirse si la acción X ha sido llevada a cabo con mayor o menor acierto, pero nunca se pondrá en tela de juicio la bondad de la acción X. Más sutil que un sistema de censura totalitaria, este aparato doctrinal-propagandístico persigue ante todo la aquiescencia irracional a las políticas del poder, en el marco de un espectro ideológico limitado “por el consenso de las elites poderosas”, al tiempo que se fomenta “un debate táctico en su interior” (1992a: 79).

Lógicamente, estas fronteras al debate abierto (cuya consecuencia extrema bien puede ser la perversión de la “libertad de prensa”) son más eficientes en las democracias, donde, como ha apuntado Chomsky en alguna ocasión, la propaganda es tan necesaria como el garrote a las dictaduras, pues no se puede silenciar el debate, y de hecho, en un sistema de propaganda que funcione adecuadamente, no debería silenciarse, puesto que si queda constreñido a unos límites adecuados tiene una naturaleza que sirve para reforzar al sistema. Lo que resulta esencial es establecer los límites con firmeza. La controversia puede imperar siempre que se adhiera a los presupuestos que definen el consenso de las elites, y, lo que es más, debería fomentarse dentro de estos límites, colaborando así al establecimiento de estas doctrinas como la condición misma del pensamiento pensable y reforzando al mismo tiempo la creencia de que reina la libertad (Chomsky, 1992a: 65).

La estructura institucional de los medios y la estipulación de límites del discurso no son los únicos mecanismos de propaganda en la visión chomskyana, pero sí son absolutamente determinantes. Existen otros vectores, como el “patriotismo” o la mera obediencia, que conducen a una aceptación acrítica de la ideología dominante. También pueden añadirse ciertos elementos formales de la comunicación de masas, como la cualidad fragmentaria de la televisión, que anula todo análisis profundo. Así lo ven los autores:

“La estructura técnica de los medios de comunicación prácticamente exige la adhesión a los pensamientos convencionales, no otra cosa puede expresarse entre dos anuncios, o en setecientas palabras, sin la apariencia de absurdidad que resulta difícil de evitar cuando se desafían las doctrinas familiares sin oportunidad de desarrollar los hechos o los razonamientos” (Chomsky y Herman, 1990: 353).

De este modo, es la propia estructura discursiva y técnica (contenidos controlados y banales a través de formatos que imposibilitan el análisis racional) lo que condiciona la “libertad” de unos medios de comunicación entregados, más que nunca, a manufacturar el consenso.

En resumen, los medios de comunicación de masas de los Estados Unidos son instituciones ideológicas efectivas y poderosas, que llevan a cabo una función propagandística de apoyo al sistema mediante su dependencia de las fuerzas del mercado, los supuestos interiorizados y la autocensura, y sin una coerción abierta significativa. Este sistema de propaganda se ha ido haciendo cada vez más eficiente en las décadas recientes, con el desarrollo de las redes nacionales de televisión, la mayor concentración de los medios de comunicación de masas, las presiones de la derecha en la radio y televisión públicas, y el crecimiento en el alcance y sofisticación de las relaciones públicas y el tratamiento de noticias (Chomsky y Herman, 1990: 353).

La cuestión de la estructura de los medios y sus relaciones con el poder y el control de la opinión ha quedado dilucidada por Chomsky en el artículo “What Makes Mainstream Media Mainstream” (1997), donde el lingüista norteamericano fija las bases científicas de su aproximación al estudio de los medios de comunicación, así como el objetivo de la misma:

“Trying to study carefully just what the media product is and whether it conforms to obvious assumptions about the nature and structure of the media” (1997: 1). De entrada, Chomsky distingue dos tipos básicos de medios de comunicación en función de sus audiencias: medios de masas (como las películas de entretenimiento, las teleseries o la mayoría de los periódicos) y medios mainstream (9). Los segundos son el objetivo principal del modelo chomskyano, y se describen así:

“There is another sector of the media, the elite media, sometimes called the agenda-setting media because they are the ones with the big resources, they set the framework in which everyone else operates. The New York Times and CBS, that kind of thing. Their audience is mostly privileged people. The people who read the New York Times –people who are wealthy or part of what is sometimes called the political class- they are actually involved in the political system in an ongoing fashion. They are basically managers of one sort or another. They can be political managers, business managers (like corporate executives or that sort of thing), doctoral managers (like university professors), or other journalists who are involved in organizing the way people think and look at things” (Chomsky, 1997: 2).

Las consecuencias son evidentes. Esta estructura mediática, aparte de estar en la base de la teoría de la agenda setting, incardina directamente los periódicos y televisiones mainstream en los centros de poder político, económico, académico y comunicacional (son el mismo tipo de medios que establecen los cinco filtros vistos anteriormente). Sus contenidos suponen la materia prima de otros medios de menor envergadura, y sus públicos son gente de alto nivel, ubicada en las estructuras de poder; gente que, mientras los medios de masas divierten a la mayoría de la población, dictan lo que debe hacerse (“run the show”, dice Chomsky).

Esta es la primera evidencia propagandística que podemos extraer; la segunda es de tipo institucional: los medios mainstream están ligados a estructuras de poder económico y corporaciones de enorme envergadura, e interactúan con otros centros de poder, como los gobiernos, las universidades u otras corporaciones. Todo ello supone un “sistema doctrinal” que implica, de hecho, la introyección ideológica de las necesidades del poder político-corporativo y la eliminación del pensamiento disidente: la gente que trabaja en los centros intelectuales y mediáticos acaba aceptando e incluso creyendo los parámetros doctrinales: “It is kind of a filtering device which ends up with people who really honestly (they aren´t lying) internalize the framework of belief and attitudes of the surrounding power system in the society” (Chomsky, 1997: 2); un sistema de socialización donde no existe presión explícita interna: es, simplemente, un reflejo de la estructura sistémica. Lo que venden estos medios mainstream, dice Chomsky, son audiencias; el mercado al que se venden son los anunciantes. Las audiencias de los medios mainstream son la gente que toma las decisiones en la sociedad, el mundo de los negocios, etc., con lo que tenemos corporaciones (los medios) vendiéndole audiencias adineradas a otras corporaciones (los anunciantes). Un contexto que, como puede esperarse, se basa simplemente en que hay cosas que no entran en la discusión (los “límites de lo expresable”), cosas sobre las que los que trabajan en dicha industria no pueden siquiera pensar.

Acaso el hecho más inquietante de esta configuración periodística sea que ya no es preciso ningún Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda ni ningún decreto napoleónico para cercenar la prensa disidente: los propios medios, en “democracia”, introyectan el hecho de que hay temas prohibidos. Al respecto, Chomsky ha citado en alguna ocasión unas reflexiones de George Orwell sobre la censura literaria en Inglaterra, referidas a que en las sociedades más libres, los controles del estado rara vez se ejercen directamente. “El aspecto más siniestro de la censura literaria en Inglaterra –escribió George Orwell- es que es en gran parte voluntaria. Las ideas impopulares pueden silenciarse, y los hechos inconvenientes mantenerse en la oscuridad, pero sin ninguna necesidad de una prohibición oficial”. El resultado apetecido se consigue, en parte, gracias al “acuerdo tácito general en que «no hay» que mencionar este hecho concreto” y, en parte, como simple consecuencia de la centralización de la prensa en manos de “hombres poderosos que tienen todos los motivos para ser deshonestos con determinados temas importantes”. A consecuencia de ello, “cualquiera que desafíe la ortodoxia imperante se ve silenciado con sorprendente efectividad” (Chomsky, 1996: 116).

La cita de Orwell no es gratuita, pues Chomsky ha sostenido en más de una ocasión que nuestro mundo ya es orwelliano (10) (cfr. 1995: 23-28), como si, aparte de haber establecido unos límites rígidos en el discurso público-mediático, el mundo del periodismo estuviese plagado de Winstons (11) que acaban comulgando con el poder.

Propaganda, discurso periodístico y construcción ideológica

“Toda publicidad”, dijo Roland Barthes, “es un mensaje: (…) comporta una fuente de emisión, que es la firma a la que pertenece el producto lanzado (y alabado), un punto de recepción, que es el público, y un canal de transmisión, que es precisamente lo que se denomina el soporte publicitario” (1990: 237). El modelo de propaganda aquí estudiado supone la producción de publicidad política (entendida como ideología), un “producto” lanzado por las clases empresariales y gubernamentales (y alabado por “expertos”, intelectuales mediáticos, académicos, etc.) a un público mediante un canal de transmisión que son los medios de comunicación. Las ideas de Barthes sobre la naturalización de la comunicación publicitaria (intentando restarle al mensaje “su finalidad interesada, la gratuidad de su afirmación, la rigidez de su conminación” -1990: 242-) pueden aplicarse a la neopropaganda que viaja en las páginas de los periódicos o las emisiones televisivas: el mito de la independencia y la “libertad” de prensa aseguran que lo que son mensajes de empresas privadas aparezcan sin finalidad “interesada”.

¿Qué consecuencias pueden apuntarse, desde una perspectiva atenta al discurso ofrecido por este aparato de propaganda? El resultado es que “la interpretación que los medios de comunicación dan del mundo” refleja “los intereses y las preocupaciones de los vendedores, los compradores y las instituciones gubernamentales y privadas dominadas por estos grupos” (Chomsky y Herman, 1990: 349), según la pauta que desvela el análisis estructural de los medios (cfr. Chomsky, 1997). A la imposición de una manera de ver del mundo, de una sola lectura hegemónica, se añade la relativización de la axiología que las circunstancias políticas imponen en cada caso: las premisas y los juicios de valor se cambiarán según afecte o no a los intereses (Chomsky y Herman hablan, por ejemplo, de víctimas “dignas” e “indignas”); las cosas son o no son lo mismo, según convenga o no. Un ejemplo de esta tergiversación interesada, que Chomsky y Herman ven como “un sistema casi perfecto de doble pensamiento a la manera de Orwell” (1990: 160), y que emplea determinados criterios sólo cuando conviene, puede verse en las elecciones “patrocinadas” por Estados Unidos en el Tercer Mundo, donde usualmente se manipulan símbolos para dar una imagen positiva (cfr. Chomsky y Herman, 1990: 156), y las palabras “democracia” o “paz” son relativizados o meramente distorsionados (12).

Aún más orwelliano es otro efecto: el del silenciamiento y, frecuentemente, olvido de toda disidencia; un hecho que tiene relaciones directas con la idea de construcción de la cultura. En Semiótica de la cultura, Lotman y Uspenskij, considerando los modos mediante los cuales se dota de contenido histórico a una cultura, apuntan que la transformación en texto de una cadena de hechos va acompañada inevitablemente por la selección, esto es, por la fijación de determinados acontecimientos, que se traducen en elementos del texto, y por el olvido de otros, declarados inexistentes (en Lotman y Escuela de Tartu, 1979: 74).

Traslademos este esquema a la selección informativa de los medios y, según el modelo de Chomsky y Herman, comprobaremos que los contenidos de la comunicación de masas, los textos, también se producen “olvidando” o declarando “inexistente” la mayoría de la disidencia ideológica. Un sistema, en suma, propagandístico (imposición de una ideología determinada) y contrapropagandístico al mismo tiempo (eliminación de la disidencia, filtro anticomunista (13), etc.).

Una lectura ideológica del modelo de propaganda nos ofrece una cosmovisión prácticamente unilateral (14); una fuente de persuasión política basada en la selección/reducción propagandística de la información, que, en última instancia, produce un mensaje paradójico: hay que desentenderse de toda acción política, pues estamos en buenas manos, la democracia de mercado (sobre todo, de mercado) funciona, y la publicidad se ocupa de nuestras necesidades. Los efectos culturales añadidos son obvios, como la eliminación del cuestionamiento crítico desde los medios, por no hablar del debilitamiento de la izquierda, que fue apuntado por el propio Edward Herman cuando revisó el modelo de propaganda. Herman dijo que “la izquierda está en una enorme desventaja en el campo de batalla de las ideas y de los símbolos” (1998: 106); ideas y símbolos que conforman un tejido cultural ajustado a las necesidades del establishment. “El control sobre las definiciones de la realidad”, dice Herman, “la agenda sobre aquello que la gente tiene permitido pensar, la capacidad de reiterar mensajes y manipular símbolos son ingredientes básicos de poder” (1998: 106). Creemos que no es aventurado, en este contexto, pensar que para los autores del modelo de propaganda las consecuencias ideológicas eran considerables.

En consecuencia, el modelo de propaganda de Chomsky y Herman nos pone al borde de una esfera pública políticamente manipulada e ideológicamente limitada al imperativo comercial, los programas de entretenimiento barato o la telebasura (15). En palabras de Chomsky, asistimos a una ideología que considera que los individuos deberían (…) sentarse solos enfrente de la televisión, y someterse a la repetición sobre sus cabezas del mensaje que reza: El único valor en la vida es poseer más mercancías o vivir como la familia rica de clase media que estás viendo ahora mismo en la tele (…). Eso es todo lo que puede dar la vida. Puedes pensar dentro de tu propia cabeza que debería haber algo más que eso en la vida, pero como estás tú solo delante del tubo de rayos catódicos, enseguida lo asumes: debo estar loco, porque las cosas son como son. Y como no se permite ningún tipo de organización –eso es absolutamente crucial- nunca podrás encontrar una forma de comprobar si está loco o no, y tú lo asumes, simplemente, porque es una cosa muy natural de asumir (Chomsky, 1995: 9)(16).

Los orígenes de esta idea se sitúan en un marco que imbrican, de nuevo, el sistema de comunicaciones y el poder político. En “What Makes Mainstream Media Mainstream”, Chomsky traza el último punto de su análisis del sistema de propaganda mediática: la estructura doctrinal de la que proceden los mensajes (cfr. 1997: 5-8), que es, en última instancia, el modelo de pensamiento favorecido por el sistema de propaganda y sus efectos. En realidad, la matriz ideológica que se esconde detrás de las elites descritas por el modelo, y, consecuentemente, detrás de los media y su manipulación, es tan antigua como la propia democracia moderna. Al menos desde la revolución inglesa del siglo XVII, las elites han percibido la necesidad de refrenar a la “Gran Bestia”, es decir, el pueblo y sus esperanzas democráticas, según la expresión del federalista norteamericano Alexander Hamilton, cuya visión opuesta a la más democrática de Thomas Jefferson ha sido constatada en varias ocasiones por nuestro autor (17). Para Chomsky, la tensión entre una visión política de defensa de los intereses de las elites y otra que lucha por ampliar los derechos democráticos en general ha sido constante en los últimos siglos; la propaganda, huelga acaso decirlo, ha sido uno de los principales instrumentos (y tal idea trasciende el modelo chomskyano y se integra en la pura esencia de lo propagandístico) para asegurar que los intereses de las clases privilegiadas quedaran intactos (18).

En el caso de la propaganda contemporánea que nos ocupa, la versión hamiltoniana de esta controversia reaparece en el citado concepto de “ilusiones necesarias” de Reinhold Niebuhr, para quien “la racionalidad pertenece a los observadores fríos”, mientras que el “proletario”, irracional, sólo sigue “ilusiones” necesarias; tan necesarias como esas “simplificaciones excesivas con poder emocional” prescritas por Niebuhr, y hechas a la medida de “la estupidez del hombre medio” (citado en Chomsky, 1992a: 29) (19). Chomsky ha referido en varias ocasiones la fórmula de la “democracia del espectador” y la “fabricación del consenso”, aportadas por el decano del periodismo estadounidense, Walter Lippmann, en Public Opinion (1922). La idea nace en un contexto, los años 20, donde la propaganda se ha transformado en un “órgano regular del gobierno popular” (Lippmann, citado en Chomsky y Herman, 1990: 13), y su complejidad técnica e importancia aumentaban sin cesar (probablemente, apuntaríamos, tras la explosión propagandística que se había producido en la primera guerra mundial, con el nacimiento de la propaganda científica). Lippmann pensaba que los “intereses comunes en gran parte eluden a toda la opinión pública, y sólo pueden ser dirigidos por una clase especializada cuyos intereses personales trasciendan lo meramente local” (Lippmann, citado en Chomsky y Herman, 1990: 13); además, respaldó esta noción con una peculiar “teoría de la democracia”:

“Defendía que en las democracias que funcionan bien hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, tenemos la clase de los ciudadanos que deben jugar un papel activo en la gestión de los asuntos generales. Es la clase especializada. Es la gente que analiza, ejecuta, adopta decisiones, y saca las cosas adelante en los sistemas económico, político e ideológico. Es un porcentaje pequeño de la población (…). Esos otros que están fuera del pequeño grupo, la gran mayoría de la población, son lo que Lippmann llama “las hordas asalvajadas” (Chomsky, 1995a: 5).

Es evidente que la clase dirigente estadounidense, con el precedente de la primera guerra mundial, se percató pronto del enorme poder de la propaganda para el control del pensamiento y el mantenimiento a raya de las “hordas asalvajadas”. Otro de los formuladores de la importancia de este poder fue uno de los primeros y más importantes estudiosos del fenómeno propagandístico, por no hablar de sus aportaciones en ciencias políticas y teoría de la comunicación: Harold D. Lasswell, autor que, según escribe Chomsky en “El nuevo orden mundial”,

“… reconoció que la propaganda era más importante en las sociedades más libres y democráticas, en las que el público no se podía mantener a raya a base de latigazos. Ajustándose a las normas imperantes, Lasswell preconizaba un uso más sofisticado de esta “nueva técnica de control” del público en general, que representaba una amenaza para el orden debido a la “ignorancia y a la superchería [de]… las masas”. Según explicó en la Encyclopaedia of the Social Sciences, no debemos sucumbir a “los dogmatismos democráticos según los cuales los hombres son los mejores jueces de sus propios intereses”. No lo son; los mejores jueces son las elites, los hombres ricos de las “naciones ricas” de Churchill, que deben asegurar los medios para imponer su voluntad, para el bien común” (1996: 112-113).

Como Lippmann, el pionero de las relaciones públicas Edward Bernays salió del Committee on Public Information (CPI) dirigido por George Creel, la agencia propagandística creada por el presidente Wilson para convencer al pueblo estadounidense de la necesidad de entrar en la primera guerra mundial. Uno de los triunfos del CPI fue transformar a un pueblo antiintervencionista en una masa histérica deseosa de aplastar todo lo que fuese alemán; según Chomsky, otro de sus logros fue generar, con Bernays a la cabeza, la industria de las relaciones públicas empresariales en Estados Unidos. Una poderosa industria de propaganda que aplicó las técnicas de la Psychological Warfare (propaganda de guerra) del conflicto de 1914-1918 al control del pensamiento (cfr. Chomsky, 1997: 7).

En última instancia, lo que comenzó como una teoría política antidemocrática acaba cerrando el círculo con la propaganda corporativa, y con el sistema de medios mainstream: las enormes inversiones de la clase empresarial americana, además de esforzarse históricamente en identificar “americanismo” y “libre empresa”, dedican considerables recursos a influir sobre los líderes de opinión y los intelectuales (en esencia, la misma metodología que vimos anteriormente) (cfr. Chomsky, 1996: 110-123).

Final

Creemos que la progresiva penetración ideológica de los intereses dominantes (básicamente, intereses corporativos) ha venido a dar la razón al modelo de propaganda de Chomsky y Herman. Los significados sociales y políticos se limitan progresivamente, al amparo del pensamiento único, a los nuevos estilos de vida generados por la publicidad comercial y los mensajes corporativos. En este contexto, el conservadurismo cultural y político es otra consecuencia, y muy esperable en estos tiempos de ataques sistemáticos a las nociones ilustradas de progreso y de invectivas “postmodernas” contra todo intento de clarificación racional. Chomsky, que se considera a sí mismo un hijo de la Ilustración, ha criticado en alguna ocasión las corrientes de pensamiento postestructuralista y postmoderno, al juzgar que su efecto “suele ser el de confundir, intimidar, distraer la atención y el esfuerzo de las preocupaciones serias, y reforzar algunos aspectos negativos de la cultura y la sociedad de mercado”, según declaraba en una entrevista (Cromby, 1998: 183), aún reconociendo que puede haber trabajos serios en dichos sectores intelectuales. La comunicación y el mercado, los dos nuevos “paradigmas” que, según Ignacio Ramonet reemplazan a los ideales ilustrados de progreso y cohesión social (cfr. 1997: 87-89), son los ideologemas que se funden en la visión de Chomsky y Herman, orquestados por los nuevos amos del mundo (20): las transnacionales como gobierno mundial de facto (cfr. Chomsky, 1996).

Las proclamas sobre el fin de las ideologías o los eslóganes tipo “TINA” (“There Is No Alternative”(21) son síntomas claros de que, según el consenso de elite, hemos llegado al mejor de los mundos posibles. Lógico: ¿para qué debe preocuparse la gente por abstrusas ideologías, por la política o por la veracidad de la comunicación si nos persuaden de que estamos en buenas manos? Todo actúa como un reflejo de la “democracia del espectador” lippmaniana. Acaso pensamos ya como esos individuos enfrentados al tubo de rayos catódicos de los que hablaba Chomsky. Cabe pensar que, si para la ideología dominante ya no hay ideologías, nos aguarda un futuro de cosmovisiones light generadas por la publicidad y demás espectáculos diseñados para las “hordas asalvajadas”, más allá de todo cuestionamiento racional. En la línea clásica de la propaganda totalitaria, el análisis ético y racional (precisamente el que hacen Chomsky y Herman) es el enemigo declarado de ese nuevo tipo de persuasión política (por no hablar de toda la sociedad del espectáculo (22), que nos bombardea con el “qué”, con el dato, con el hecho, con el producto, sin darnos el “por qué”.

En general, las consecuencias del modelo de propaganda institucional esbozado por Noam Chomsky nos ponen al borde de un mundo orwelliano, de un nuevo totalitarismo que ha adoptado formas más subrepticias que las anteriores fórmulas de dominación. Acaso el planteamiento del lingüista norteamericano y de Edward Herman tienda excesivamente a la simplificación, pero, como ha apuntado Chomsky ante estas reservas, su modo de pensamiento y trabajo tiende a aislar los factores generales de cada situación, las causas, sin entrar en una vorágine de detalles y hechos que imposibilitaría entender nada (cfr. Jones, 1990). La cuestión es que, en cierto modo, el pensamiento de Chomsky se incardina en la larga tradición de las teorías críticas sobre los medios de comunicación (aunque sin el componente freudomarxista de la Escuela Crítica, por ejemplo (23), y nos ofrece una lectura de los presupuestos ideológicos y operativos de las instituciones y focos de poder del ámbito estadounidense; instituciones y focos cuya influencia se extiende paulatinamente, como un modelo a seguir, a los sistemas informativos, políticos y hasta culturales más diversos del planeta (24).

En cualquier caso, valga este trabajo como un intento de contribuir a los estudios de propaganda y control ideológico en una época de (aparente) fin de las ideologías, y en un medio, el periodismo, que (aparentemente) proclama su “independencia”. Si algo distingue a la propaganda es la búsqueda de influencia ideológica de unos pocos, mientras los muchos (los influidos) se sientan felizmente pensando que esos pocos son sabios rectores de sus destinos (eso ocurría con Bonaparte, con Lenin, con Hitler); hoy, según el modelo chomskyano, los pocos siguen convenciendo a los muchos de lo mismo, según las fórmulas de las “hordas asalvajadas” de Walter Lippmann o Harold Lasswell, o, incluso, de que los pocos no existen, mientras los informes de Naciones Unidas revelan que 358 personas acumulan una riqueza equivalente a la mitad de la población mundial (25) y los medios de comunicación se integran progresivamente en estructura oligopolísticas.

Bibliografía:

– BARTHES, Roland (1990): La aventura semiológica. Paidós, Barcelona.
– CHOMSKY, Noam (1992a): Ilusiones necesarias. Control del pensamiento en las sociedades democráticas. Traducción de Loreto Bravo de Urquía y Juan José Saavedra Esteban. Libertarias, Madrid.
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– CHOMSKY, Noam (1995): Lo libertario está vivo. Movimiento Cultural Cristiano, Madrid.
– CHOMSKY, Noam (1996): El nuevo orden mundial (y el viejo). Traducción de Carme Castells. Crítica, Barcelona.
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– RAMONET, Ignacio (1997): Un mundo sin rumbo. Debate, Madrid.
– VERDÚ, Vicente (1996): El planeta americano. Anagrama, Barcelona.
(Recibido el 26-3-2001, aceptado el 16-4-2001)

NOTAS:

(1) “The early history of the printing press”, apunta Denis McQuail, “makes it unsurprising that the newspaper should have been used as an instrument for party advantages and political propaganda. The degree to which this happened and the forms it has taken are highly varied” (1987: 11). Desde las publicaciones panfletario-revolucionarias del siglo XVIII a las “guerras de información” del siglo XX, pasando por la prensa política del siglo XIX, el periodismo y la propaganda han demostrado ser inseparables compañeros de viaje.
(2) Por este motivo hemos titulado este trabajo “El modelo de propaganda de Noam Chomsky”. Herman se ha aproximado en otros textos al fenómeno propagandístico, desde otros ángulos (cfr. 1999), pero es Chomsky el que nos proporciona una visión clara de la propaganda estatal-empresarial de manera constante en su pensamiento político.
(3) Un sucinto recorrido de la historia de la propaganda contemporánea en la lectura de Chomsky puede consultarse en el recientemente publicado en España Actos de agresión (2000), editado por Crítica.
(4) El modelo se centra sobre todo en Estados Unidos, pero, dada la imparable irradiación del evangelio neoliberal desde dicho país (evangelio que cuenta con el funcionamiento de la prensa como herramienta básica), creemos que el mecanismo propagandístico puede aplicarse al mundo occidental en general, si bien con los matices inherentes a cada nación en lo relativo a la relación empresa-estado.
(5) El hecho de la propaganda empresarial es también un fenómeno más evidente en Estados Unidos que en otros países, al tratarse de una nación donde, según el propio Chomsky, el mundo empresarial posee una “conciencia de clase” mucho mayor que en otros sitios. No obstante, el esquema puede ser parcialmente extrapolado a prácticamente todo el orbe occidental, dada la rápida propagación de la cultura del “libre mercado” en los medios de comunicación.
(6) Curiosamente, Jean-Marie Domenach también señaló hace décadas la “estrategia de la opinión” (1986: 63) como técnica de propaganda, basada en el control total y el servilismo de la prensa, a través, por ejemplo, de la existencia de distintos medios para dar la sensación de que existen distintas fuentes. El modelo de Chomsky y Herman gira sobre la misma noción.
(7) Revisando el modelo de propaganda en 1996, Edward Herman apuntaba que el quinto filtro “ha sido cómodamente compensado por la mayor fuerza ideológica de la creencia en el ‘milagro del mercado’ (Reagan). Ahora existe una fe casi religiosa en el mercado, al menos entre las elites, de modo que haciendo caso omiso de las evidencias, se supone que los mercados siempre son benévolos y que los mecanismos de no-mercado resultan sospechosos” (Herman, 1998: 23).
(8) La descripción de Chomsky se ciñe, como en Los guardianes de la libertad, a los medios de elite estadounidenses.
(9) Mainstream puede traducirse como “corriente principal”. Aplicado a los medios, el adjetivo califica aquellos que dictan las tendencias informativas generales. Es lógico que el modelo de Chomsky pivote sobre esta clase de medios de comunicación, dada la aproximación racionalista del autor, que tiende a aislar y analizar los factores generales del funcionamiento del sistema de información y propaganda.
(10) El premio Nobel de Literatura de 1998 José Saramago apuntaba recientemente en una conferencia en Sevilla (enero de 2001) que los sistemas de información (y control de la información) de nuestra época han llegado a un punto tal que hacen del sistema de 1984 un juego de niños. Huelga decir que, al igual que Chomsky, Saramago es un crítico incansable de la globalización económica y el neoliberalismo.
(11) Winston Smith es el protagonista de 1984, la terrible novela de George Orwell.
(12) Cfr. Chomsky, 1992a y Chomsky y Herman, 1990 para un análisis exhaustivo de este ejemplo histórico.
(13) La idea del anticomunismo o, en la actualidad, el ataque constante a todo cuestionamiento del mercado se ajustan perfectamente a la idea de contrapropaganda: combatir la tesis del adversario (Cfr. Domenach, 1986: 81-86).
(14) Unilateral y hasta ciega a la realidad en el sentido que le da Karl Mannheim, al hablar de ideología cuando “los grupos dominantes pueden estar tan ligados en su pensamiento a los intereses de una situación que, sencillamente, son incapaces de percibir ciertos hechos que vendrían a destruir su sentido de dominación”, de modo que “lo inconsciente colectivo de ciertos grupos obscurece el verdadero estado de la sociedad, tanto para esos grupos como para los demás (…)” (1987: 35).
(15) Consecuencias culturales exploradas en el citado texto de Herman y McChesney, Los medios globales (1999).
(16) La repetición machacona de los mismos mensajes, aunque con formas diferentes, fue una de las aportaciones refinadas de Joseph Goebbels, mago de la propaganda nazi. No por casualidad, Chomsky ha apuntado en diversas ocasiones que los nazis quedaron fascinados por los logros y mecanismos de la propaganda angloestadounidense durante la primera guerra mundial, con lo que el círculo se cierra (cfr. Chomsky, 1997b). Una lectura superficial de los capítulos del Mein Kampf de Hitler dedicados a la propaganda corrobora esta idea. Ignacio Ramonet, acuñador de la expresión “pensamiento único”, confirma la validez actual del concepto a través de las reiteraciones ideológicas orquestadas en los medios, pues los propagandistas del sistema que salió de Bretón Woods saben que “en nuestras sociedades mediáticas, repetición equivale a demostración” (1997: 112).
(17) Para un desarrollo amplio de esta dicotomía ideológica, cfr. Chomsky, 1992a. Para el modelo jeffersoniano que sigue Chomsky y las implicaciones éticas y políticas del mismo, cfr. Chomsky y Dieterich, 1997a: 43-44, y el libro de entrevistas con David Barsamian Lucha de clases (Chomsky, 1997b).
(18) La idea de la propaganda como técnica de comunicación que persigue la satisfacción de los intereses del emisor y no necesariamente los del receptor ha sido explorada por Jowett y O´Donnell en Propaganda and persuasion (cfr. 1986).
(19) Para un estudio breve de las raíces de esta noción entre las elites leninistas y liberales del siglo XX, cfr. Chomsky, 1992a: 61-64.
(20) Ramonet habla de los mercados financieros y sus herramientas, las redes de información (cfr. 1997).
(21) Acuñado por Margaret Thatcher. “La idea de que no hay alternativa”, escribe Chomsky, “es el eslogan habitual en la versión empresarial de la globalización” (2000b: 13).
(22) Guy Debord ya observó que una de las consecuencias palpables de la “sociedad del espectáculo” era la disolución total de la lógica.
(23) A la hora de caracterizar su ubicación en el espectro del pensamiento político, Chomsky ha rechazado la línea marxista-leninista en favor de un pensamiento anarquista o “socialista libertario”, además de su simpatía hacia socialistas democráticos como Bertrand Russell e incluso el Marx temprano, inscrito en la Ilustración.
(24) El ensayista Vicente Verdú nos ofreció en 1996 una visión amplia de esta (a)culturización americana de Europa en El planeta americano (Anagrama, Barcelona).
(25) Abc, Sevilla, 12 de julio de 1999, página 44.