EL PAPEL DE LA PUBLICIDAD EN EL NUEVO CAPITALISMO GLOBALIZADO

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… Pero también nos oculta que el paraíso del consumo está edificado sobre el sufrimiento humano, que los bienes que apenas salen ya en los anuncios esconden unas terribles condiciones de producción y que el feroz proceso de acumulación que tiñe de mugre y de sangre el glamour de las marcas nos necesita para seguir funcionando…
VIVIMOS TIEMPOS EXTRAÑOS

Desde hace unos meses, dos de cada cinco coches con los que me tropiezo llevan colgado en su espejo retrovisor un muñequito de Elvis. Casi ninguno de esos vehículos es un Audi, pero supongo que esto únicamente le importa a la casa que, al fin y al cabo, lo que pretendía era vender automóviles.

El boomerang no es sólo un arma mortal en manos de los aborígenes australianos; también puede serlo en publicidad. Que se lo pregunten a las personas que malviven fabricando zapatillas deportivas en Filipinas o Indonesia. O a esos niños de la calle de Brasil, capaces de matar por colocar en sus pies el símbolo de Nike. Just do it, reza su eslogan corporativo. Sin que importe cómo, debería añadir a tenor de sus mecanismos de producción, que sólo se replantearon tras varias campañas de denuncia a escala internacional.

Hasta que llegó Operación Triunfo, la mejor manera de promocionar un grupo era que uno de sus temas saliera en un anuncio, como ocurrió con la Fundación Tony Manero y la campaña del Mitsubishi Space Star. Naturalmente, Operación Triunfo es en realidad un espectáculo diseñado y concebido en clave publicitaria.
Tradicionalmente, la gente solía canalizar su solidaridad a través de las ONGD; ahora ha descubierto gracias al marketing con causa que también puede contribuir a la lucha contra la pobreza comprando refrescos, ropa, gafas o leche a determinadas marcas.

Hace dos años se estrenó en el cine un corto dirigido por Miguel Bardem, Soberano el Rey Canalla. Para su estreno se utilizaron los mecanismos promocionales propios del medio cinematográfico y se creó una página web. La pasada Navidad se puso a la venta su banda sonora, un CD llamado Bares canallas. Todo ello formaba parte de una novedosa campaña publicitaria de la agencia Sra. Rushmore para la marca Osborne, destinada a reposicionar un producto tan «cosa de hombres» como el Brandy Soberano convirtiéndolo en una bebida joven, desenfadada y noctámbula. De hecho, el corto -que todavía puede verse en plus.es- era un macrospot en el que el producto sólo aparece fugazmente.

Pero Osborne no es la única marca atrevida en esto de innovar en publicidad. Si todos sabíamos que hay productos sin marca (a granel, porque la marca blanca ya se asocia a otras marcas hoy en día), lo que pocos saben es que hay marcas sin producto. Y no se trata de que Nike, Adidas o grandes casas de ropa vaquera carezcan de estructura productiva, hayan «descentralizado la producción» como se dice ahora cuando se trata de reducir costes cerrando fábricas y encargando la elaboración de los productos a terceros con mano de obra barata. Hay marcas que son sólo un estilo de vida con el que sentirse identificado: progresista, solidario, moderno, respetuoso con la naturaleza… Attitudes es una de esas marcas. Desde el propio nombre quedan patentes su identidad y su intención. Actitudes son lo que exhibe y actitudes son lo que quiere crear. Su página web es una declaración de principios que cualquiera de nosotros podríamos suscribir sin problemas: mensajes y reflexiones críticas, campañas en defensa de causas humanitarias, lugares para la comunicación y el encuentro, noticias, financiación de proyectos, … Adhesión, empatía, lazos ideológicos y afectivos que me unen con una marca que me define cuando se define y que encima no me vende nada. Pero Attitudes tiene un padre comercial a la espera de recibir la herencia del hijo: Audi.

A pesar de todo, me siento bien. El vello de mi brazo se eriza en contacto con el viento mientras paseo imaginariamente en un flamante BMW al ritmo envolvente de una música cálida. Definitivamente, me gusta conducir.

ALGO MÁS QUE VENTAS

Como ponen de manifiesto los ejemplos anteriores, la publicidad ya no es lo que era; se trata de ventas pero de algo más. De hecho, hay múltiples razones que hacen de ella un fenómeno esencial en nuestras sociedades. Éstas son algunas de las más importantes:

Su significación económica: la publicidad mueve a su alrededor un ingente volumen de negocio. Si echamos un vistazo, por ejemplo, al ranking de anunciantes de nuestro país, observaremos que la inversión publicitaria de los diez primeros (Telefónica móviles, El Corte Inglés, Telefónica, Renault, Procter & Gamble, Volkswagen-Audi, ONCE, Airtel Móvil, Peugeot-Talbot y Danone) superó durante el año 2000 los noventa mil millones de pesetas. Pero es que cuando avanzamos bastante en la lista y llegamos al puesto ciento sesenta y ocho todavía nos seguimos moviendo por encima de los mil millones de gasto anual por empresa. La Administración Central, por su parte, se convierte en el primer anunciante del territorio español con una inversión que alcanzó los 25.574.800.000, dedicando las mayores cantidades a la campaña de reclutamiento para el ejército (2.350 millones), la estrategia de comunicación del Ministerio de Economía y Hacienda (5.400 millones), Deuda Pública y euro (5.330), Turespaña (2.605) y Seguridad Vial (2.200).

Además del dinero que mueve, la publicidad es también una actividad generadora de empleo, tanto directo como indirecto. A los profesionales de las agencias debemos añadir imprentas, productoras, fotógrafos, diseñadores, actores, locutores, estudios de grabación, músicos, empresas de organización de eventos, mensajerías… Y, por supuesto, los medios.
Su ligazón indisoluble con el mercado y con los sistemas de las democracias occidentales, así como su carácter de principal emisaria de la globalización económica y cultural. En nuestras democracias actuales, libertad significa ante todo libertad de mercado, la libertad de elección se centraliza en el lineal de las grandes superficies y la libertad de expresión que más se defiende es la libertad de expresión comercial. De este modo, los ciudadanos nos vemos cada vez en mayor medida reducidos a consumidores que limitan su participación al ámbito de la decisión de compra o al de la adscripción simbólica a una marca, incluyendo en este terreno el propio acto de elegir a nuestros representantes.

Su presencia agobiante, de la que ni siquiera se libran lugares tan ajenos en principio a ella como los centros educativos o los religiosos. De hecho, en Estados Unidos ya se está incluyendo publicidad en los libros de texto y se han comenzado a celebrar bodas con sponsor. En el colmo del surrealismo, Pepsi ha llegado a patrocinar algún viaje del Papa.

Su relevancia para los medios y la industria de la cultura en general, hasta tal extremo que incluso deberíamos preguntarnos si ambos serían posibles hoy sin ella. Pensemos que el volumen de facturación en medios convencionales (prensa, radio, televisión, vallas, Internet) el año pasado alcanzó los 5.331,5 millones de euros (más de ochocientos ochenta y siete mil millones de pesetas) de los cuales el 40% fueron a parar a las televisiones. Y eso que la inversión en 2001 cayó el 5,7% respecto al año anterior.

Cuando entramos en el mundo del cine, los conciertos o el deporte las cosas no cambian demasiado ¿Se habría celebrado una edición de La mar de Músicas tan brillante como la última sin la «benefactora» presencia de Heineken? ¿Existiría el ciclismo como deporte profesional si los equipos no se llamasen Festina, ONCE o Kelme? ¿Cuántas películas de alto presupuesto se rodarían sin el apoyo de las grandes marcas?

Por último, la publicidad se ha convertido en modelo comunicativo para el resto de discursos sociales y está influyendo en todos los ámbitos de nuestra vida, incluyendo las relaciones interindividuales o la propia forma de enseñar.

En consecuencia, estamos hablando de una de las claves de nuestro tiempo y uno de los fenómenos que mejor nos permiten conocerlo y conocernos.

LOS TÍTULOS NUNCA SON INGENUOS

El título de esta reflexión juega con el slogan del conocido anuncio de BMW «mano» (y de toda la comunicación última de la marca) porque éste es en sí mismo una lección sobre la identidad y las características de la publicidad del nuevo milenio, una publicidad diferente porque se dirige a un público harto de ella y muy educado en la decodificación de los mensajes mediáticos, una publicidad que pretende trascender su esencia publicitaria para situarse en los terrenos de la cultura, del arte y -en los casos más extremos- de la denuncia social para así conectar mejor con sus destinatarios. Pero una publicidad que, a fin de cuentas, sigue siendo una herramienta del mercado. ¿Cómo debemos situarnos ante este fenómeno? ¿Qué podemos hacer para entender este nuevo universo publicitario?

Desde mi punto de vista, cualquier reflexión sobre la publicidad debe plantearse en los siguientes términos:
Debe ser una reflexión crítica, que ofrezca instrumentos para comprenderla en toda su complejidad.

Debe servirnos para poner distancia, aun sabiendo que la huida es prácticamente imposible.

Debe ser una reflexión realista, que entienda la importancia económica, social y cultural de la publicidad y que deje claro que la solución no es decir «Yo no veo anuncios», que ésa es una visión miope y sobre todo ineficaz. Primero, porque no se puede permanecer ajeno a algo que está tejiendo las redes sociales de nuestro planeta, igual que no se puede permanecer ajeno al mercado o a la globalización. Segundo, porque si intentamos hacerlo estaremos imposibilitando una reflexión sobre la sociedad actual, perdiendo capacidad para entenderla y transformarla. Tercero, porque las claves de acercamiento a las generaciones más jóvenes deben partir de sus códigos de comunicación y éstos hoy son fundamentalmente publicitarios.

Debe trascender la visión de la «gran conspiración». Los publicistas no somos en general «maquiavelos» ni más o menos indeseables que otros profesionales de sectores muy relacionados con el corazón del mercado. El spot de BMW que ha inspirado el título de estas páginas no es ni engañoso ni malintencionado. Por otro lado, los ciudadanos tampoco somos masas descerebradas esperando a que nos llenen la cabeza de mensajes sin capacidad o posibilidad de digerirlos. El problema es de orden estructural, de funcionamiento de un sistema en el que todos estamos inmersos y los publicitarios de forma particular, ya que nos dedicamos a reforzar y naturalizar las bases ideológicas que le permiten seguir funcionando, ayudándole a neutralizar las contradicciones y a integrar los elementos discordantes.

Tiene, por último, que superar la visión simplista de «tal anuncio es engañoso» o tal anuncio «es políticamente incorrecto», situando el problema real de los efectos sociales de la publicidad en otro terreno más complejo, menos conocido y, sobre todo, menos manejable. Como señalaba acertadamente Armand Mattelart hace una década:

» (…) numerosos debates alrededor de los «efectos de la publicidad» -como en otro lugar a propósito de los «efectos de los medios»- sobre la sociedad, están manchados por un serio vicio de fondo: siguen manteniendo la nariz pegada a la relación individual mensaje publicitario/consumidor, mientras que nuestras sociedades viven enteras según el modelo publicitario. Un modo de comunicación que, quiérase o no, estructura unas elecciones que fijan un horizonte de prioridades y de jerarquías sociales en el uso que hacen nuestras sociedades de sus recursos colectivos y de los de cada individuo, a la vez consumidor y ciudadano».

RETRATO ROBOT DE LA NUEVA PUBLICIDAD

I. La ausencia omnipresente: como he señalado anteriormente, la publicidad está hoy en todas partes. Está en el logotipo de nuestros vaqueros, camisetas o deportivos favoritos, en la caja de cereales o pan tostado del desayuno, en las paradas de los autobuses urbanos entreteniendo nuestra espera, invadiendo nuestro hogar en forma de folletos o de marketing telefónico, en el escenario donde actúa nuestro grupo predilecto, en la final de la Liga ACB, en la receta de cocina que recortamos del suplemento fin de semana. En realidad, resulta complicado encontrar un resquicio de aire no publicitario en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, y en una relación un tanto contradictoria con esta omnipresencia, la nueva publicidad es en ocasiones muy difícil de identificar. Tal vez porque se ha convertido en algo tan arraigado en nuestro paisaje urbano que ya ni llegamos a percibirla. O tal vez porque ha aprendido a camuflarse, a disfrazarse de otra cosa para que el público experto en reconocerla no lo consiga a simple vista o, si la reconoce, lo haga con complicidad. Personalmente creo que también se camufla porque tanto anunciantes como agencias pretenden huir de su identidad comercial para posicionarse como signos culturales redefiniendo sus roles sociales ¿Para devolver lo que la sociedad les da, como parecen hacer las entidades financieras a través de sus obras sociales o empresas como Audi poniendo en marcha fundaciones? ¿Para afianzar la relación con sus clientes y seguir vendiendo cada vez más en un mundo en el que dejar de crecer es decrecer y dejar de ganar es perder? ¿Por una especie de prepotencia y un deseo de que el poder económico trascienda esos límites y se convierta en poder simbólico, en poder para «crear sentido»? Probablemente por todo ello junto.

II. El vampiro publicitario: la publicidad se apropia de otros discursos, de sus estrategias y atributos inherentes para la elaboración del suyo propio. El corto Soberano El Rey canalla lleva al extremo una tendencia que podemos encontrar de forma menos sofisticada cuando Carlitos y Snoopy nos venden los Seguros Génesis, cuando Silvester Stallone protagoniza una persecución «de película» para lucir los trajes de Emidio Tucci en El Corte Inglés, cuando La Gioconda cuelga en el Louvre al lado de unos auténticos Levi´s 501 o cuando Woody Allen dirige un anuncio de pasta en Italia. Porque en Soberano es el propio cine como discurso el que se hace publicidad y sigue vampirizando otras referencias intertextuales (Kafka, Titanic, El Club de la lucha, Full Monty).

Fuera de la tradicional crítica que pone el acento en la banalización y mercantilización de la cultura y el arte -crítica un tanto ingenua, que atiende a la manifestación más obvia de las relaciones entre arte, cultura y publicidad- ¿cómo afecta esta adopción y mezcla de géneros a otros terrenos? ¿Podemos hablar hoy de límites entre publicidad e información? ¿Qué pasa cuando la publicidad adopta el género periodístico y se convierte en publirreportaje o en noticia a través de lo que se conoce como publicidad blanca? ¿Y cuando utiliza a un periodista para «informarte» sobre las ventajas del producto «X»? ¿Qué ocurre cuando los productos y marcas forman parte del escenario informativo, cultural o de ficción mediante patrocinios o mediante la estrategia denominada «emplazamiento de producto», tan común en nuestras series de producción propia (Periodistas, Compañeros, Al salir de clase, …)?

III. «Yo soy la ley»: la publicidad es un discurso avasallador que no sólo absorbe, también extiende sus estructuras y estilos al resto de discursos mediáticos, públicos e incluso al terreno interindividual y cotidiano. Lo importante en este nivel no es que dentro de los programas se haga publicidad (por ejemplo en El Informal) o que sean los mismos personajes de ficción los que nos venden pizzas de Casa Tarradellas en las telepromociones. Lo realmente significativo es que los rasgos estructurales del discurso publicitario están configurando el resto de los discursos sociales y nuestra propia percepción de la realidad, incluyendo nuestras formas de comunicarnos con los demás. Veamos algunos ejemplos sencillos:

En 1990, una de las exposiciones de Arco giraba alrededor de la publicidad, no porque se expusieran anuncios «artísticos» sino porque ésta se convertía en inspiración para el arte, siguiendo la estela de Andy Warhol. En programas culturales de La 2 (Metrópolis) o de Canal Plus hay especiales sobre publicidad en los que se proyectan los anuncios premiados en festivales que ya tienen el aura de los cinematográficos y que incluso se celebran en las mismas ciudades (Cannes, San Sebastián).

Las retransmisiones deportivas y los conciertos adoptan cada vez más las pautas de una gran acción publicitaria donde el juego o la música acaban siendo un mero pretexto.

El lenguaje cotidiano hace suyas expresiones nacidas en la publicidad:
«cuerpo danone», «hola, soy Edu», «jasp», «what´s uuuuuup!»

Nueve semanas y media o, si nos gusta el buen cine, Blade Runner nacieron ya como películas publicitarias; de hecho, tanto Adrian Lynne como Ridley Scott son prestigiosos realizadores publicitarios, al igual que uno de nuestros directores de culto, Víctor Erice. Y esto no es sólo por la omnipresencia de Coca Cola o Sony entre las luces de ese futuro oscuro y lluvioso en el que los androides reivindican su humanidad recordándonos que sus sueños no están poblados de ovejas mecánicas; ambas películas son publicitarias por su propia estructura narrativa. Este último ejemplo es el que nos sitúa en la perspectiva que realmente nos interesa: ¿qué rasgos y estructuras está trasvasando el discurso publicitario a los demás y a nuestra forma de conocer la realidad?

Fragmentación: en la publicidad casi nunca se ofrecen visiones globales. Vemos cuerpos a trozos, oímos voces que no tienen cara, los planos son en su mayor parte muy cercanos y de corta duración, los personajes y lugares se reconocen por un solo rasgo predominante (en el caso de K, protagonista de Soberano el Rey Canalla, por ejemplo, la chaqueta).

Atemporalidad y disolución en el presente eterno: cuando vemos Blade Runner sabemos que estamos en un futuro que todavía quedaba lejano desde la perspectiva de los primeros años ochenta y en Soberano sabemos que es de noche y fin de semana, pero en la mayoría de los anuncios es difícil establecer una localización temporal y mucho menos percibir un transcurso secuencial. Casi siempre es «este momento», casi siempre es ese «ahora» postmoderno en el que no hay antes ni después, pasado ni futuro. En el tiempo publicitario no hay perspectiva histórica bien porque siempre está en movimiento, bien porque no avanza.
La reducción del tiempo al momento vivido establece igualmente un modelo de comunicación impaciente, donde prevalece el impacto sobre la argumentación y el estereotipo como forma de conocimiento en detrimento de una complejidad que requiere una cierta lentitud para comprenderla. Nuestro saber acerca de la realidad es cada vez más tópico.

No time, no space: el espacio se restringe al igual que el tiempo, pero casi nunca es «aquí» porque «aquí» nos alejaría de ese espacio mítico y sin contradicciones que nos propone la publicidad. Por eso se presenta siempre parcelado, irreal (ocurre mucho en los anuncios de perfume), cerrado o simplemente deja de existir para convertirse en un fondo neutro sobre el que se exhiben el producto, la marca o su consumidor modelo.
Lógicamente, en este tratamiento del tiempo y el espacio tienen mucho que ver las limitaciones de segundos y de presupuesto. El spot más común ronda los 30 segundos y a pesar de que muchos tienen un enorme presupuesto no todos pueden moverse en grandes escenarios. Pero es evidente que esos condicionantes «físicos» afectan a nuestras formas de conceptualizar estas dos categorías.

La duda ha muerto: aunque la publicidad actual haga uso de modalidades interrogativas y eluda cada vez más las asertivas, lo cierto es que todo anuncio, explícita o implícitamente, es una orden de compra, una descripción laudatoria de la marca o una promesa ligada a ésta. Por eso las preguntas son casi siempre preguntas retóricas (¿Te gusta conducir? BMW) y los mensajes de libertad se expresan a través de mandatos («Be free» o «Be yourself», nos dice Beefeter. «Sé tú misma», dice Yves Rocher).

El paraíso de los eclécticos: la publicidad no es sólo crisol de formas, también lo es de valores. En ella encontramos revueltos desde el más feroz egoísmo o envidia (la que lleva al presidente a pinchar las ruedas del coche del director general en el anuncio del Mitsubishi Galant) a la solidaridad o la crítica social (Ram, Benetton, Audi). Todos estos valores se dan cita en un discurso cuya principal función es la naturalización del sistema dominante. Esta anulación de las contradicciones bajo el signo del todo vale la podemos encontrar en la adopción como eslogan del legendario «No nos mires, únete» en la campaña de Vía Digital o en el uso de imágenes históricas de la revolución castrista para promocionar el portal de Internet mercadolibre.com.

¿Qué consecuencias sociales tiene el trasvase de este modelo discursivo a los ámbitos de la información, de la cultura, de la enseñanza, del trabajo solidario?¿Qué pasa cuándo la noticia se limita a mostrar la imagen, sin más comentarios y ocultando que la cámara también tiene punto de vista? ¿Qué ocurre cuando se trata de convencer a la gente de que comprar leche Ram es combatir el hambre en el Tercer Mundo? ¿Votamos partidos o marcas? ¿Tendrían las ONGD el reconocimiento y apoyo que están teniendo si no hubieran recurrido a la publicidad? ¿Cómo tiene que ser la educación en este contexto?

IV.- Cuando el producto es la marca: en su libro La publicidad que vivimos (1994), Antonio Caro distingue entre publicidad referencial (la construida alrededor del producto) y publicidad estructural (aquella en la que el producto pasa a un lugar secundario porque lo que se comunica es la marca). Esta publicidad de la marca es la que reina actualmente en nuestros mercados, empeñados en ocultar cualquier relación con el universo productivo. Y, en este contexto, construir marca es algo más que diseñar un logotipo o pensar un tag line; implica establecer con los consumidores una conexión afectiva, entrar a formar parte de su vida creando modelos de identificación. De hecho, como expone Marcel Moliné en Malicia para vender con marca, la marca es en realidad el principal activo de las grandes empresas. Coca Cola lo sabe, Absolut lo sabe, BMW lo sabe, El Corte Inglés lo sabe, por eso se define como alguien «especialista en ti». Y también por eso la última moda en publicidad es hablar de lovemarks:

«Las lovemarks son marcas que despiertan apego. El apego a ellas determina una experiencia vital de la que se deriva una proyección más íntima. Los objetos interactúan con los sujetos en una relación que afecta más allá del consumo instrumental (…) Cuando una marca adquiere la condición de lovemark puede decirse que ha ingresado en la lista de emisores morales. Por su fantasía directa, por su relación con causas éticas, por la producción de experiencias, la marca pertenece a los que llama un value factor, una productora de valor dentro de esta economía inmaterial, cada vez menos física»

V. La interacción asimétrica: a pesar de que los ciudadanos somos cada vez más conscientes de los mecanismos que pone en juego la publicidad, el escenario de comunicación que se plantea sigue siendo desigual. El anunciante dispone de una amplia gama de recursos para conocer a su público y para ofrecerle la imagen de sí mismo que a éste más le puede gustar. Sabe dónde puede localizarlo (y cada vez más, con las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías). Además, es el que toma casi siempre la iniciativa en la comunicación. Los consumidores, por nuestra parte, tenemos pocas posibilidades de establecer una comunicación directa (salvo en nuevos medios como Internet) y estamos limitados a los cauces abiertos por las empresas. No obstante, esta asimetría no nos ata las manos para investigar rutas alternativas que se salten los caminos oficiales previstos por ellos. Al fin y a la postre, dos siglos y pico de publicidad nos han proporcionado una amplia competencia mediática.

VI. La identidad en venta: los consumidores ricos del nuevo milenio hemos dejado de comprar cosas por su utilidad. En realidad, y como ya he señalado unas líneas más arriba, lo que consumimos es nuestra propia identidad tal y como nos la ofrecen las marcas proponiéndonos modelos, estilos e imágenes sociales de quiénes debemos o queremos ser. Soberano el rey canalla no nos vende brandy; nos vende al joven que a los jóvenes les gustaría ser. Y, sobre todo, hace depender el logro de esa identidad del consumo de un producto o más bien del hecho de consumir a secas.

VII. Comienza el espectáculo: en nuestra sociedad del hartazgo, la publicidad ha dejado el campo de las necesidades para entrar en el del ocio, proponiéndose cada vez en mayor medida como una experiencia lúdica y estética que ofrece su disfrute como objeto de entretenimiento y como obra de arte. La Gala de la Publicidad de Telecinco, celebrada el pasado 26 de febrero de 2002, es un buen ejemplo de ello. Y en este camino, la publicidad ha dejado de necesitar a los productos porque ella es el producto. De ser un discurso sobre las mercancías ha pasado a ser ella misma una mercancía, un objeto de consumo. Sólo algunas personas se comprarán un Audi o un BMW, pero somos muchas las que disfrutamos cada vez que vemos el anuncio de Elvis o el de la mano. Dando un paso más adelante, la publicidad es también un discurso cada vez más autorreferente, que ha entrado de pleno en el terreno de la glosa y de la parodia como la gran mayoría de discursos en sus fases de mayor desarrollo y perfección formal. Los anuncios de coches parecen anunciar casi todos el mismo coche. La distinción entre portales y plataformas digitales es prácticamente una misión imposible. Caster Jeans crea los «Caster enrollaos» y parodia el anuncio de Levi´s de los jóvenes contorsionistas. El nuevo universo publicitario, una vez que ha fagocitado al resto de discursos sociales, se pliega sobre sí mismo ¿Y qué es lo que nos transmite esta nueva publicidad, con sus nuevos modos y su grandeza técnica? Pues en resumen algo bastante sencillo: que el sistema que la sustenta es el bueno y el único posible. Que su realidad es la realidad (o no, porque es imposible conocerla y al fin y al cabo tampoco importa demasiado).

Pero también nos oculta que el paraíso del consumo está edificado sobre el sufrimiento humano, que los bienes que apenas salen ya en los anuncios esconden unas terribles condiciones de producción y que el feroz proceso de acumulación que tiñe de mugre y de sangre el glamour de las marcas nos necesita para seguir funcionando.

Por MARÍA JOSÉ LUCERGA