«En 1936, el Führer dijo: «Si los Urales y el Cáucaso, con su incalculable riqueza de materias primas, los ricos bosques de Siberia y los interminables trigales de Ucrania, estuvieran a las órdenes de Alemania bajo el liderazgo del nacional-socialismo, el país (Alemania) nadaría en la abundancia».» David Tutaeff, «El Cáucaso soviético». En «Las montañas de Alá. La batalla por Chechenia» (Destino), el periodista Sebastian Smith hace una crónica sobre el terreno de uno de los más sangrientos conflictos bélicos de los últimos años y analiza las causas de la guerra chechena en el contexto de la turbulenta zona del Cáucaso, un polvorín étnico, religioso y político en el que el petróleo es un elemento clave. El poder ruso es como una muñeca «matrioshka», de las que se venden en las calles de Moscú a los turistas junto a sombreros de piel y cajas laqueadas. Cada vez que se saca una capa, la misma muñeca aparece debajo, aunque más pequeña. El Estado zarista dio paso al Imperio de la URSS geográficamente similar. Con su hundimiento, en diciembre de 1991, muchas de las colonias se separaron, con 14 antiguas repúblicas soviéticas, desde Estonia hasta Kirguizistán, y se independizaron. Pero en su interior había otra reproducción de la muñeca original: las 89 regiones y repúblicas autónomas de la Federación Rusa.
Un páramo político en época soviética, el Cáucaso norte de pronto se convirtió en la frontera de la nueva Rusia con las independientes Georgia, Armenia y Azerbaiyán, la Turquía islámica miembro de la OTAN y el Irán musulmán. Para Moscú, el foco inicial se halla en Transcaucasia, donde la humillación de la pérdida de influencia se vio realzada por la renovación de la secular preocupación por la expansión islámica y turca a lo largo del estratégico flanco meridional. De Turquía, que en 1992 celebró en Ankara una cumbre de países turcófonos, se recelaba que intentara reconstruir los lazos con el cinturón de 120 millones de musulmanes de habla turca, entre ellos los azeríes asentados desde Estambul hasta Almaty, en Kazajstán.
La pérdida de Transcaucasia provocó serios reveses económicos a Moscú. La planificación soviética había dejado lejos ya de las fronteras rusas infraestructuras de producción, entre ellas el equipo vital para las plataformas de perforación petrolera en Azerbaiyán y la fábrica de aviones de guerra Suchoi-25 en Georgia. Más mortificante fue la pérdida de los campos de petróleo del mar Caspio, en otros tiempos parte de los fondos del Tesoro soviético, que en ese momento se encontraban en las aguas de la costa de Azerbaiyán y sólo los reivindicaba el Gobierno en Bakú. También había enormes campos de petróleo y gas natural en las recientemente independizadas Kazajstán y Turkmenistán, al otro lado del Caspio.
En los primeros momentos no hubo política. Moscú se apresuraba a enviar sus tropas o sus diplomáticos como bomberos de una crisis a otra en un intento por mantener la calma y, por esa razón, su propia influencia. En 1993, la caótica y a veces sangrienta búsqueda de una estrategia endureció su política exterior y la hizo más coordinada y agresiva. La idea que Rusia tenía de ser una gran potencia, una «velikaya derzhava», había vuelto a despertarse y los reformadores democráticos prooccidentales de Moscú dieron paso a un antiguo régimen modernizado constituido por neoimperialistas y defensores de «Realpolitik». El ejército estaba hecho jirones, el Estado policíaco agotado y, de la noche a la mañana, Moscú había perdido el control de inmensos territorios, algo hasta entonces inimaginable, desde Estonia hasta Kirguizistán. Pero el sueño imperial sobrevivía a la crisis de confianza a principios de la década de 1990, como lo hacían las estrellas rojas que remataban las torres del Kremlin, haciendo un guiño a la nueva y dorada águila imperial y bicéfala colocada sobre el edificio del gobierno al otro lado de la ciudad.
Aquel año el Kremlin restableció parte de su influencia perdida en Transcaucasia, al incluir a tres nuevos países recién independizados en la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que dominaban los rusos. Georgia entró en vereda después de rebeliones internas y guerras separatistas apoyadas por los rusos que sostuvieron a abjasios y a osetios del sur, sólo minorías, logrando debilitar al líder georgiano, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de la URSS con Gorbachev, Eduard Shevardnadze, que al final no tuvo más opción que pedir ayuda a Moscú. Hubo sospechas de juego sucio en Azerbaiyán, donde la mano de Moscú se había hecho evidente en el golpe de Estado de 1993 con el cual se reemplazó al presidente nacionalista Abulfaz Elchibei por el más sumiso, al menos temporalmente, Geidar Aliiev, una reliquia del Politburó de Breznev. Rusia también reclamaba su papel de potencia durante la guerra de 1988-1994 entre Azerbaiyán y los separatistas armenios que vivían en el enclave del Alto Karabaj. Moscú no sólo respaldó en general -aunque no de manera oficial- a los armenios cristianos, sino que mantuvo firmemente a Turquía fuera del juego, advirtiendo, en 1992, que se produciría una guerra mundial si Ankara intervenía en nombre de los azeríes en apuros. Rusia también mejoró de manera notable las relaciones con Irán, el antiguo tercer imperio de la región, que compartía el objetivo de Moscú de minimizar la influencia de EE.UU. en el Caspio.
El telón de fondo en esta lucha por el poder era el petróleo, muchísimo petróleo; las estimaciones varían mucho: entre 25.000 millones y bastante más de 100.000 millones de barriles del total de reservas extraíbles, pero la región será de hecho una importante fuente de energía mundial en el futuro. Los gigantes del petróleo occidentales, con su influencia financiera y técnica, cerraron filas en la década de 1990 ante la posibilidad de transformar la decrépita infraestructura soviética y obligando al enfurecido gobierno de Rusia a hacer malabarismos para ponerse a la cola.
Rusia disputó a Azerbaiyán la reivindicación de la soberanía sobre los campos en el litoral, argumentando que el Caspio era un lago, no un mar, y, en consecuencia, que los cinco países con litoral debían compartir recursos. Azerbaiyán, sabiendo que tener la posesión era como dictar nueve décimas partes de la ley, se mantuvo en sus trece y, a corto plazo, fue poco lo que Moscú podía hacer.
El acuerdo del siglo
En septiembre de 1994, finalmente un consorcio integrado por nueve miembros petroleros principales firmó el «acuerdo del siglo» por el que se invertirían 8.000 millones de dólares en la explotación de tres campos petrolíferos de los azerbaijanos de los cuales se afirmaba que podían producir 3.800 millones de barriles de crudo. El consorcio, la Azerbaiyan International Operating Company (AIOC), en la cual las compañías norteamericanas tenían más de un tercio de las participaciones, esperaba extraer petróleo «primario» de bajo volumen en 1997 y, luego, subir hasta alcanzar los 700.000 barriles al día de petróleo «principal» para 2010. A Moscú le ayudó la salida del poder de Elchibei, cuya política había sido muy proturca, así como que fuera reemplazado por Aliiev. Aunque lejos de ser de los que dicen amén a todo. Aliiev estaba presionado debido a la guerra del Alto Karabaj, de modo que la LUKoil de Rusia, como se preveía, se hizo con el 10% de las participaciones de la AIOC. En seguida, el consorcio aumentó a doce miembros, siendo sus principales accionistas la British Petroleum y Amoco, que tenían el 17,1 y el 17%, respectivamente, y cuya tasa de inversión se expandía sin cesar. En 1996 y 1997, la AIOC y nuevos consorcios constituyeron nuevos acuerdos para desarrollar más campos en las aguas profundas del Caspio.
Una oportunidad clave para que Rusia siguiera presente en la gran fiebre del petróleo y continuara siendo un actor importante en la región Transcaucásica era la posesión del único oleoducto por entonces viable para transportar el petróleo desde Azerbaiyán hasta los mercados mundiales. Además, contaba con la mejor vía para transportar el petróleo de los inmensos campos de Tengiz, en Kazajstán. No obstante, esta ruta de caravanas del oro negro, serpenteando por el Cáucaso septentrional y la región meridional de Rusia hasta el puerto de Novorossiisk en el mar Negro, pronto encontraría una dura competencia. Georgia quería mejorar la calidad de un oleoducto ya existente que iba desde Bakú hasta la terminal de Supsa, en el mar Negro. Había ideas de que el oleoducto llegara a través de Azerbaiján y Armenia hasta Turquía, o que se abriera camino por el norte de Irán hasta Turquía. Todas las alternativas tenían un recorrido más corto que el serpenteante oleoducto ruso, aunque, como le convenía a Moscú, todas aquellas alternativas tenían defectos: la guerra de Abjasia en Georgia, la guerra del Alto Karabaj en Azerbaiyán y las sanciones económicas de EE.UU. contra Irán.
El debate sobre la ruta del oleoducto fue propuesto en 1995 mediante un compromiso temporal: tanto la opción rusa de Novorossiisk como el oleoducto a través de Georgia hasta el puerto de Supsa podría usarse para el petróleo «primario». Las petroleras dejaron claro que a largo plazo preferían que el gran flujo de petróleo del siglo XXI circulara vía Georgia, para llegar a Ceyhan, en la costa meridional de Turquía. Una opción que potencialmente liberaría a Azerbaiyán de depender de Rusia. Existían también ideas ambiciosas para conectar Tengiz directamente con Bakú por el Caspio, lo que significaba que incluso Asia Central sortearía a Rusia.
No obstante, la mayor parte de los oleoductos que sortean el territorio ruso no han pasado aún del croquis en el tablero de dibujo, y Moscú está decidido a jugar a fondo. Hasta la fecha ha habido varios intentos de desgastar a Geidar Aliiev, intrigas de las cuales los azaríes culpan a Rusia; teniendo en cuenta que era ya septuagenario al llegar a la presidencia, se abre un cúmulo de interrogantes graves acerca de qué sucederá cuando desaparezca. La muerte de Aliiev podría desencadenar de nuevo la lucha por el Alto Karabaj o abrir un periodo de inestabilidad política en el interior de Azerbaiyán, lo cual, de nuevo, daría a Moscú una excusa para intervenir. Además, sobre el conjunto del «acuerdo del siglo» como un invitado molesto, pende la amenazadora, aunque hasta ahora inefectiva, reclamación por Moscú de la territorialidad rusa sobre el mar Caspio. A todas luces, mientras la batalla diplomática por la ruta de la exportación del petróleo no concluya, el Cáucaso estará bajo la amenaza de nuevas guerras.
La atención cambió inevitablemente al norte de las montañas. Empujado al centro del escenario a causa del oleoducto y debido a que era a partir de entonces una zona de frontera, el Cáucaso norte primero experimentó distintas sacudidas y empezó a desintegrarse. En 1991 Chechenia conmocionaría a Moscú declarando su independencia; en 1992 Osetia del Norte e Ingushetia libraban una guerra por una estrecha franja de tierra, y otra docena de pueblos exigía mayor autonomía y que se destripara el mapa de Stalin. La situación era peligrosa. Si el castillo de naipes se derrumbaba en Karachaevo-Cherkesia y Kabardino-Balkaria, o si Ingushetia se unía a la rebelión separatista, la región entera podía balcanizarse en conflictos muy difíciles de controlar. Al fin y al cabo, el oleoducto cruzaba Daguestán, Chechenia, Ingushetia, Osetia del Norte, Kabardino-Balkaria y Karachaevo-Cherkesia. Incluso los graneros de Krasnodar y Stavropol, las famosas provincias de fértiles tierras negras de la Rusia meridional, podrían acabar viéndose amenazados. Y si Rusia no podía dominar el norte de las montañas, su influencia y sus vínculos económicos con Transcaucasia también se agotarían. El Cáucaso norte era sólo una de las muñecas «matrioshka» de las que Rusia no tenía la intención de deshacerse a ningún precio.
Piatigorsk
En el Cáucaso norte con sólo decir «nefteprovod», o «el oleoducto», todo el mundo sabe qué se quiere decir. No son muchos los que lo han visto o saben en realidad dónde se halla exactamente, pero no hay confusión sobre de qué oleoducto se habla. El oleoducto Bakú-Novorossiisk tiene su propia presencia, como las montañas, y cuando la gente considera la guerra en Chechenia, piensa en el oleoducto.
Estoy decidido a visitar el oleoducto, he pensado mucho en ello mientras estaba en Chechenia, donde las columnas de humo de las instalaciones petroleras destruidas por las bombas se extienden kilómetros a lo largo del horizonte llegando a veces a oscurecer el sol. En Chechenia, la gente no habla del oro negro, contrato del siglo ni fiebre del petróleo. Un decrépito taxi Lada me saca de la ciudad balneario de Piatigorsk y me lleva al campo, donde la niebla y la nieve recubre la negra tierra de Stavropol. No hay señales del oleoducto y compruebo mi mapa por enésima vez. Avanzamos por un accidentado camino de barro helado, y, entonces, de repente, aparece un letrero blanco de letras rojas y negras: «¡Atención! Oleoducto. Alta tensión. Zona protegida».
»¡Alto!» Esto es. Bajo mis pies se encuentra el oleoducto, de este a oeste. Éste es el hilo de oro del tejido hecho jirones del flanco meridional de Rusia. Su bendición y la maldición.
Cerca de allí hay una solitaria granja colectiva. Parece abandonada salvo por una jauría de perros hambrientos que intentan morder y algunas herramientas oxidadas. Encuentro a un anciano dentro de una cabaña de una sola habitación que no deja de mirar fijamente. He aquí un hombre que vive casi en la cima de uno de los grandes intereses estratégicos de la nueva Rusia, una de las razones de la guerra en Chechenia, de la muerte de decenas de miles de personas. De algún modo espero una especie de oráculo, un anciano que vive solo en el origen, un hombre sencillo que comprende las grandes verdades. Incluso mientras hablamos en su cálida cabaña, la guerra causa estragos a unos 200 kilómetros al este. Le pido su opinión.
Resulta ser que el hombre no sabe que trabaja cerca del oleoducto y que evidentemente no comprende por qué, de repente, un extranjero se ha dejado caer por este lugar. «No entiendo de política y todas esas cosas -afirma-. No quiero aparecer en ningún periódico.» Insisto, debe de tener una opinión sobre Chechenia. Y sí, la tiene. «Primero Stalin los deportó hasta el último hombre. Después, aquel Kruschev dejó que todos se fueran. Y ahora, mire.»