El pianista y el aburrimiento

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La España en la que vivimos debería ser plural en historias y en paisajes y en idiomas -así es, en realidad, el país que discurre por la calle- y no confundirse, como de un tiempo aquí se viene haciendo, con una yuxtaposición de colectividades homogéneas -de lengua, de religión, de origen…- a las que siempre ha aspirado el nacionalismo

Por Fernando García de Cortázar. Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto


HACE tiempo que ronda por mi escritorio la historia del músico de cine Istvan Nagy, un humilde pianista que en 1922 sufrió una repentina enajenación mental después de interpretar cincuenta tardes seguidas la Sinfonía en Si menor de Schubert. De pronto el cerebro se le rebeló contra el abuso de dedos inconscientes, teclas dóciles y eternas melodías. El drama de Istvan Nagy no resulta difícil de imaginar. Corre la época del cine mudo. Sentado en la oscuridad, el anónimo y pobre maestro acompaña movimientos con sombras de melodía. Clavados los ojos en las viejas teclas, adivina lo que pasa en la pantalla, sin verlo. Sabe de antemano, por ejemplo, que al final del tercer acto el héroe reaparece tras una ausencia de acto y medio. Un día, Istvan comienza a esperar que, por una vez, el héroe quizá entre en pantalla antes y acaso entonces pueda tocar un vals de Strauss en lugar de la Sinfonía en Si menor de Schubert. Pero espera en vano. Todo sigue exactamente igual que ayer, anteayer y hace tres semanas… Hasta que, en fin, enloquece de aburrimiento: la película era muy rentable.


Tan rentable, quizá, como electoralmente lo es hoy, en ciertas partes de España, el nacionalismo, cuyo coro de almas ha terminado convirtiéndonos a todos, y en especial a nuestros políticos de la izquierda, en ese resignado pianista del que les acabo de hablar. Porque, se quiera o no decir, aquí vivimos muchos Istvanes, obligados a martillear, o más bien, a que nos martilleen en los oídos, la misma y anacrónica melodía que tocaban nuestros abuelos. Cada vez más cansados, damos rodeos, nos creamos ilusiones, arbitramos mil medios teóricos e imaginativos para salir de esta vieja partitura escrita a finales del siglo XIX, pero a la postre siempre vamos a parar a lo mismo.


Desde sus autonomías, los nacionalistas periféricos reclaman competencias, transferencias y poderes, mientras el Gobierno central cede competencias, transferencias y poderes hasta hacer del Estado un viejo y raquítico señor al que todos exigen y ninguno quiere servir. Los nacionalistas exhiben sus símbolos particulares una y otra y otra vez mientras los demás aceptamos con sonámbula naturalidad que los símbolos comunes, por ejemplo, no se exhiban para no molestar, o terminamos creyendo que hay que ser catalán, vasco, gallego, andaluz, leonés, canario, cántabro, cualquier cosa oprimida y ancestral, dotada de los pertinentes enemigos igual de ancestrales: los españoles.


¿Qué dirían esos nacionalistas si el Gobierno impusiera en las escuelas el himno español, como Pujol hizo con Els Segadors en Cataluña? ¿Y si los dirigentes del Partido Popular y del Partido Socialista identificaran a España toda con su partido, como los nacionalistas vascos han identificado a sus votantes con la totalidad vasca? Hagamos una prueba. Cójase los discursos de Ibarretxe, Imaz y compañía durante el día de la patria vasca y donde pone Euskadi, póngase España. No habría razón ni estómago que lo resistiera… Largos párrafos de capa y espada; frases que cortan el cielo como crepúsculos de Schubert; palabras que hinchan el pecho y marchan hacia el futuro al compás de una idea romántica, mágica, irreal e indefinida de la nación: un, dos, un, dos…


La España en la que vivimos debería ser plural en historias y en paisajes y en idiomas -así es, en realidad, el país que discurre por la calle- y no confundirse, como de un tiempo aquí se viene haciendo, con una yuxtaposición de colectividades homogéneas -de lengua, de religión, de origen…- a las que siempre ha aspirado el nacionalismo. Tan inviable y anacrónica resulta en el siglo XXI la España plateresca y uniformizada de Franco como la monolítica Euskadi de Ibarretxe o la monolítica Cataluña de Maragall. Por no hablar de los tristes remedos de estos últimos que pueden adivinarse ya en otras autonomías. Dos ejemplos: el esfuerzo y la palabrería que se gastan ahora en exaltar la ficción nacional de Andalucía o en inventar la canaria.


Porque cabe preguntarse qué puede aportar la melancolía nacionalista y el exotismo de la diferencia a unos ciudadanos que cada día viajan más, que han sustituido antiguos por nuevos intereses y aspiran a una vida de perfecta modernidad, más ágil y más amplia que la prometida por los juglares de los derechos históricos. Cabe preguntarse, después de todo, si el Gobierno actual es un ensayo de organizar el futuro de España para una convivencia abierta, plural y desprejuiciada, o significa, por el contrario, un ensayo para abrir nuevas formas de autismo divergente, cuando no de onanismo interestatal.


La mirada de Zapatero parece gravitar sobre la segunda opción. La experiencia catalana, que lleva su sello, así lo indica al debilitar el Estado en beneficio del autogobierno de los territorios y convertir la burocracia en una máquina de propaganda caliente y adaptable al esqueleto del individuo. Lo cual, si se tiene en cuenta que los funcionarios están capacitados para investigar la lengua del ciudadano y para supervisar la información que llega a sus hogares, no debe resultar muy agradable.


Pero si malo es que el Parlamento haga autonomías con maquinarias cada vez mayores y ciudadanos cada vez más minúsculos, resulta peor aún que el Gobierno altere el pasado y nos deslice hacia la mitología, como ha ocurrido desde que la banda terrorista ETA anunciara el alto el fuego, es decir, un alto a la sangre. 


En Euskadi no puede hablarse de proceso de paz, y menos aún, como proclaman los nacionalistas, de una paz «sin vencedores ni vencidos», porque no ha habido una guerra, ni siquiera el ambiente de una guerra civil, por la sencillísima razón de que nunca hubo dos contendientes. Euskadi nunca fue el Ulster. Lo que ha ocurrido sobre esta tierra desarbolada es que unos fanáticos agredían, conjugando el crimen y el asedio, y otros ciudadanos, cuyo único pecado ha consistido en defender los valores fríos, pero humanos, del Estado de Derecho, soportaban la agresión o abandonaban el país. Sin olvidar que a muchos que se sabían o se creían a salvo no les importaba nada el infierno ajeno. Sin olvidar tampoco que, mientras tanto, otros muchos miraban. Miraban lamentando piadosamente la suerte de las víctimas y compartiendo la visión política de los asesinos.


Hay que recordar para ver claro. También hay que recordar para no comprar el final de la violencia al precio de cualquier forma de refuerzo del nacionalismo. La Euskadi de hegemonía nacionalista no es una obra divina sino una obra humana, en cuya creación han influido mucho el miedo a los terroristas y el aburrimiento ciudadano ante el peso de una ideología que perjudica, deshumaniza y esclerosa gradualmente la sociedad que dice defender. Tedio sazonado con terror y bañado con un populismo grandilocuente que puede resumirse en la frase de un político fundamentalista turco: «Quienes nos votan son buenos musulmanes. Quienes no lo hacen son unos descreídos y unos ateos». Ignorar esta dolorosa realidad es quebrarse adrede los ojos, obstinarse en no ver que si la barbarie terrorista ha prevalecido durante tantos años en la tierra misma del nacionalismo vasco ha sido a causa de esta ideología, de su carácter de religión civil, y a veces no tan civil, y no a pesar suyo.


Lógicamente, del presidente del Gobierno podemos esperar que no caiga en este olvido fomentado por quienes, adquirida su excesiva preponderancia gracias a la amenaza de la violencia terrorista, ya han abandonado la retórica de la prudencia para zambullirse en los mares wagnerianos de la Gran Patria Vasca. Largo y difícil, esos fueron los adjetivos empleados por Zapatero para definir un proceso que debería conducir al abandono definitivo de las armas por parte de ETA. Sería deseable que a estas palabras se añadieran Estado de Derecho y Constitución, y que la defensa de ambas no se confundiera con un supuesto, nostálgico e inexistente fundamentalismo españolista.