El PODER y el ECONOMISTA ÚTIL

2919

Alocución ante la Asociación Económica Norteamericana….Galbraith, uno de los economista mas influyentes mundialmente afirma que: Las características más conocidas de la economía neoclásica y neokeynesiana son los supuestos que eliminan del estudio al poder y, con ello, al contenido político….Los hombres de negocios y sus acólitos políticos e ideológicos vigilaban los departamentos de economía y reaccionaban prontamente ante la herejía, es decir, ante cualquier cosa que pareciese amenazar la santidad de la propiedad, los beneficios, la política arancelaria adecuada, el presupuesto equilibrado, o que implicase simpatía hacia los sindicatos, la propiedad pública, la regulación pública, o los pobres en cualquier forma organizada…


John Kenneth Galbraith

Alocución presidencial ante la octogésima quinta reunión de la Asociación Económica Norteamericana, Toronto, Canadá, diciembre 29 de 1972. En el Trimestre Económico México, Fondo de Cultura Económica. Con omisiones. Versión al castellano de Eduardo L. Juárez.

La alocución ceremonial del Presidente de la Asociación Económica Norteamericana es una forma de arte que he revisado cuidadosamente, como me imagino que lo han hecho la mayoría de mis predecesores. En el pasado, los discursos se han referido en ocasiones a algún problema sustantivo de nuestra disciplina o a alguno que aflija a la economía. Más a menudo, se han ocupado, siempre en tono algo crítico, de la metodología de la economía. Al tiempo que se acepta la ciencia en general, ha habido comentarios adversos sobre los elementos detallados de su práctica. La ciencia económica es insuficientemente normativa. La construcción de modelos se ha convertido en un fin, no en un medio. En varios de los años recientes, en sucesión, la crítica -incluyendo cierto elemento de introspección personal- ha contenido un ataque excepcionalmente serio a la economía matemática. El estilo de estas alocuciones, anotaré de paso, es tan claro como su tema. Revela la meditada solemnidad de hombres que sienten que estamos hablando para la historia. En estas grandes ocasiones vale la pena recordar que nuestra disciplina muestra expectativas frustradas.

Esta noche me siento inclinado a alejarme del ritual establecido. Quisiera ocuparme de cuestiones básicas de supuestos y estructuras. Esto rompe con la tradición, pero no con la tendencia profesional actual. Nos reunimos en un momento en que la crítica es general, en que el gran cuerpo de teoría establecida está bajo un ataque generalizado. Durante la última media docena de años, lo que antes se llamaba simplemente economía en el mundo no socialista, ha venido a designarse como la economía neoclásica con extensiones apropiadas para el desarrollo keynesiano y poskeynesiano. Lo que antes era una teoría general y aceptada del comportamiento económico, se ha convertido en una interpretación especial y discutible de tal comportamiento. Para una generación nueva y notablemente articulada de economistas, la referencia a la economía neoclásica se ha vuelto marcadamente peyorativa.

Yo juzgaría, a la vez que deseo, que el ataque actual sea decisivo. La teoría establecida tiene reservas de fortaleza. Sostienen muchos refinamientos secundarios que no plantean la cuestión de la validez o utilidad generales. Sobrevive con fuerza en los libros de texto, aunque aun en este reducto observemos ansiedad entre los autores más progresistas o más sensibles al aspecto comercial. Quizá haya límites a lo que aceptarán los jóvenes.

Y también siguen siendo formidables los arreglos mediante los cuales se conserva la ortodoxia en el mundo académico moderno. Aproximadamente durante su primera media centuria como tema de instrucción e investigación, la economía se vio sujeta a la censura de los observadores externos. Los hombres de negocios y sus acólitos políticos e ideológicos vigilaban los departamentos de economía y reaccionaban prontamente ante la herejía, es decir, ante cualquier cosa que pareciese amenazar la santidad de la propiedad, los beneficios, la política arancelaria adecuada, el presupuesto equilibrado, o que implicase simpatía hacia los sindicatos, la propiedad pública, la regulación pública, o los pobres en cualquier forma organizada. El poder y la confianza en sí mismo del sector educativo que van en aumento, la complejidad formidable y creciente de nuestra disciplina, y sin duda la mayor aceptación de nuestras ideas, nos han liberado en gran medida de esa intervención. En algunos de los principales centros de enseñanza la responsabilidad de los profesores está segura o se va aproximando al ideal. Pero en lugar de la antigua censura ha llegado un nuevo despotismo que consiste en definir la excelencia científica como cualquier cosa que se acerque más en creencias y métodos a la

Pero al eludir el poder -al convertir a la economía en una disciplina no política- la teoría neoclásica destruye, por el mismo proceso, su relación con el mundo real. Además, los problemas de este mundo están aumentando en número y en la profundidad de su aflicción social. En consecuencia, la economía neoclásica y neokeynesiana está relegando a sus protagonistas a la «banca» social, donde no deciden ninguna jugada o aconsejen jugadas equivocadas
tendencia académica de los líderes. Esto es algo generalizado y opresivo, que no resulta menos peligroso por el hecho de que, con frecuencia, sea a la vez puritano e inconsciente.

Pero a un este control tienen sus problemas. La economía neoclásica o neokeynesiana tiene una falla decisiva, aunque proporcione oportunidades ilimitadas de mayores refinamientos. No ofrece soluciones útiles a los problemas económicos que confronta la sociedad moderna. y estos problemas son impertinentes: no se ocultarán y morirán como un favor a nuestra profesión. Ningún arreglo para la perpetuación del pensamiento es seguro si ese pensamiento no entra en contacto con los problemas que se supone debe resolver.

No omitiré esta noche la mención de los defectos de la teoría neoclásica. Pero quiero invitar también a que consideremos los medios por los cuales podemos volver a comunicarnos con la realidad. Algunos de estos medios resumirán argumentos anteriores, otros se encuentran e un libro próximo a publicarse. Para este momento, aun el más conservador de mis oyentes estará tranquilo. Hablar bien de nuestra propia obra, publicada o inédita, cualesquiera que sean nuestras otras aberraciones, es algo que se encuentra fuertemente arraigado en nuestra tradición.



I

Las características más conocidas de la economía neoclásica y neokeynesiana son los supuestos que eliminan del estudio al poder y, con ello, al contenido político. La empresa comercial está subordinada a lo que disponga el mercado, y por lo tanto al individuo o la unidad familiar. El estado está subordinado a lo que disponga el ciudadano. ha excepciones, pero en relación con una regla general y controladora, y la teoría neoclásica esta firmemente arraigada a la regla. Si la empresa está subordinada al mercado -si éste es su amo-, no tendrá poder que ejercer en la economía, salvo en la medida en que beneficie al mercado y a consumidor. Y aparte de la influencia que pueda obtener para modificar el comportamiento de los mercados, la empresa no puede ejercer poder sobre el Estado porque en este caso es el ciudadano quien manda.

La debilidad fundamental de la economía neoclásica y neokeynesiana no reside en el error de los supuestos por los que elude el problema del poder. La capacidad para sostener creencias erróneas es muy grande especialmente cuando ello coincide con la conveniencia. Pero al eludir el poder -al convertir a la economía en una disciplina no política- la teoría neoclásica destruye, por el mismo proceso, su relación con el mundo real. Además, los problemas de este mundo están aumentando en número y en la profundidad de su aflicción social. En consecuencia, la economía neoclásica y neokeynesiana está relegando a sus protagonistas a la «banca» social, donde no deciden ninguna jugada o aconsejen jugadas equivocadas.

Específicamente, la exclusión del poder y de su concomitante contenido político de la economía hace que ésta sólo pueda vislumbrar dos problemas económicos intrínsecos e importantes. Uno de ellos es el problema microeconómico de la imperfección del mercado -más concretamente, del monopolio u oligopolio en los mercados de productos o factores- que conduce a aberraciones en la distribución de los recursos y el ingreso. El otro es el problema macroeconómico del desempleo o la inflación, de una deficiencia o exceso de la demanda agregada de bienes y servicios, incluyendo la asociada a efectos monetarios. Y en ambos casos el fracaso es dramático. La economía neoclásica lleva a la solución errónea del problema microeconómico y a ninguna solución del problema macroeconómico. Al mismo tiempo, deja de analizar en gran medida toda una constelación de otros problemas económicos urgentes.

Las características más conocidas de la economía neoclásica y neokeynesiana son los supuestos que eliminan del estudio al poder y, con ello, al contenido político.

La comunidad advierte ahora claramente, y lo mismo hacen los economistas cuando no les nubla el entendimiento la doctrina profesional, que las áreas más prominentes del mercado oligopólico -automóviles, caucho, productos químicos, plásticos, alcohol, tabaco, detergentes, cosméticos, computadoras, medicamentos espurios, la aventura espacial- no están experimentando un desarrollo lento sino rápido, no padecen del uso inadecuado, sino excesivo, de recursos. Y un instinto poderoso nos dice que en algunas áreas monopólicas y oligopólicas, especialmente en la producción de armas y de sistemas armamentistas, el uso de recursos es peligrosamente exagerado.

Otra contradicción a las conclusiones de microeconomía establecidas es la creciente reacción de la comunidad ante el uso deficiente de recursos por parte de industrias que, por lo menos en cuanto a la escala y la estructura de las empresas, se aproximan al modelo del mercado. La vivienda, los servicios de salud y el transporte urbano, son algunos de los casos principales. Las privaciones y la intranquilidad social que derivan de la mala actuación de estas industrias es algo que la mayoría de los economistas da por sentado, cuando se expresan en forma no doctrinal.

Por supuesto, el defensor de la doctrina establecida arguye que el exceso y la deficiencia del uso de recursos en las áreas mencionadas reflejan las elecciones del consumidor. Y en las áreas deficientes puede insistir con razón en que la culpa es de empresas que, a pesar de ser pequeñas, son monopolios locales, o que reflejan el poder monopólico de los sindicatos. Estas explicaciones eluden dos interrogantes obvios y notables: ¿Por qué el consumidor moderno tiende cada vez más a la locura, insistiendo crecientemente en perjudicarse a sí mismo? ¿Y cómo es que los monopolios pequeños obtienen malos resultados y los grandes los obtienen excelentes?.

Lo cierto es que el modelo neoclásico no tiene explicación para el problema microeconómico más importante de nuestro tiempo, a saber: ¿Por qué observamos un desarrollo muy desigual entre industrias de gran poder en el mercado e industrias de escaso poder en el mercado, con claro predominio de las primeras, contra todo lo que haría esperar la doctrina?

El fracaso macroeconómico ha sido, si acaso, más embarazoso. Salvo en su manifestación estrictamente mística en una rama de la teoría monetaria, la política macroeconómica moderna depende del mercado neoclásico para su validez y funcionamiento. El mercado, ya sea competitivo, monopólico y oligopólico, constituye el indicador último y autorizado para la empresa que busca elevar al máximo su beneficio. Cuando la producción y el empleo son deficientes, la política requiere que aumente la demanda agregada; ésta es una orden para el mercado, ante el cual reaccionarán a su vez las empresas. Cuando la economía llega al nivel de la capacidad efectiva de las plantas y de la fuerza de trabajo, o se aproxima al mismo, y la inflación se convierte en el problema social importante, el remedio se invierte. La demanda se constriñe; el resultado es un efecto inicial sobre los precios u otro más tardado a medida que la fuerza de trabajo excedente busca empleo, las tasas de interés bajan y los menores costos de los factores producen precios estables o menores.

Tal es la base aceptada de la política. Se deriva fielmente de la feneoclásica en el mercado. No hay necesidad de elucidar las consecuencias prácticas de tal política. En todos los países desarrollados se ha seguido en años recientes. El resultado común ha sido un desempleo políticamente inaceptable, una inflación persistente y (en mi opinión) socialmente perjudicial, o más a menudo una combinación de las dos cosas. no es sorprendente que el fracaso mayor se haya experimentado en el país industrializado más avanzado: los Estados Unidos. Pero la experiencia reciente de Gran Bretaña ha sido casi igualmente decepcionante. Suponemos que algunos políticos canadienses creen ahora que una combinación de desempleo e inflación no es la mejor plataforma para luchar en una elección general.

No debemos privarnos de la enseñanza o la diversión que derivan de la historia reciente de los Estados Unidos en este aspecto. Hace cuatro años, el presidente Nixon llegó al poder con una firme convicción en favor de la ortodoxia neoclásica. Contaba para ello con el apoyo de algunos de sus más distinguidos y devotos exponentes en todo el país. Su descubrimiento subsecuente de que él era un keynesiano no supuso ningún alejamiento precipitado o radical de esa fe. El descubrimiento se produjo treinta y cinco años después de La teoría general; como acabo de apuntar, toda la política neokeynesiana descansa firmemente en el papel preponderante del mercado. Pero hace año y medio, cuando confrontaba la reelección, Nixon encontró que la fidelidad de sus economistas a la ortodoxia neoclásica y keynesiana, por admirable que fuese en lo abstracto, era un lujo que ya no se podía permitir. Cometió la apostasía del control de salarios y precios; lo mismo hicieron sus economistas, con ejemplar flexibilidad mental, aunque se admite que esta aceptación del mundo real debe sobrevivir todavía a su prueba crítica que se presentará cuando los apóstatas regresen a las computadoras y los salones de clase. Pero nuestra admiración por esta flexibilidad no debe impedir que recordemos el hecho de que, cuando el Presidente cambió de rumbo, ningún economista norteamericano estaba trabajando en la política que Nixon se vio obligado a adoptar en vista de las circunstancias. Y más perturbador aún es el hecho de que ahora mismo haya pocos economistas trabajando en la política que nos hemos visto obligados a seguir.

En realidad, un número mayor de economistas está ocupado ahora tratando de conciliar los controles con el mercado neoclásico. Esto ha producido una combinación infructuosa de economía y arqueología con buenos deseos. Esta combinación sostienen que a fines de los años sesenta se desarrolló una crisis inflacionaria en conexión con el financiamiento -o el financiamiento deficiente- de la guerra de Vietnam. Y la expectativa inflacionaria se convirtió en una parte de los cálculos de las empresas y los sindicatos. La crisis y la expectativa subsisten aún. Los controles son necesarios hasta que desaparezcan esos factores. Entonces volverá el mundo neoclásico y neokeynesiano, junto con las políticas apropiadas, con toda su tranquila comodidad. Podemos estar seguros de que esto no sucederá. Tampoco debemos esperar que suceda si observamos el papel que juegan el poder y la decisión política en el comportamiento económico moderno.



II

En lugar del sistema de mercado, ahora debemos suponer que existe el poder o el sistema de planeación aproximadamente en la mitad de la producción económica total (el último término me parece más descriptivo, menos peyorativo, y por lo tanto preferible). En los Estados Unidos, el sistema de planeación está integrado por 2 000 grandes corporaciones a lo sumo. En sus operaciones tienen un poder que trasciende al mercado. Allí donde no toman prestado el poder del Estado, rivalizan con él. Por lo menos algunos de ustedes conocerán mis opiniones sobre este punto, de modo que me privaré del placer de una repetición extensa. No puedo creer que el poder de la corporación moderna, los fines en que lo emplea, o el poder correspondiente del sindicato moderno, puedan parecer inverosímiles o aun muy novedosos cuando no entre en conflicto con la doctrina establecida.

Así pues, convenimos en que la corporación moderna, por sí sola o en unión de otras, ejerce gran influencia sobre sus precios y sus costos principales. ¿Podemos dudar de que vaya más allá de sus precios y del mercado para persuadir a sus clientes? ¿O de que vaya más allá de sus costos para organizar la oferta? ¿O que mediante sus ganancias o la posesión de filiales financieras trate de controlar sus fuentes de capital? ¿O de que su persuasión del consumidor unido al esfuerzo similar de otras empresas -y con la bendición más que accidental de la pedagogía neoclásica- ayude a establecer los valores de la comunidad, notablemente la asociación del bienestar con el consumo progresivamente creciente de los productos de esta parte de la economía?

Y como ciudadanos, si no como académicos, no negaríamos que la corporación moderna ocupe una posición preponderante en el Estado moderno. Lo que necesita la corporación en términos de investigación y desarrollo experimental, de personal técnicamente calificado, de obras públicas, de apoyo financiero de emergencia, se convierte en la política pública. Lo mismo ocurre con el abastecimiento militar que sostiene la demanda de muchos de sus productos. Lo mismo sucede, tal vez, con la política exterior que justifica el abastecimiento militar. Y el medio por el que este poder influye sobre el Estado se acepta generalmente. Se requiere una organización para enfrentarse a una organización. Y entre las burocracias públicas y privadas -entre la GM y el Departamento de Transporte, entre la General Dynamics y el Pentágono- hay una relación profundamente simbiótica. Cada una de estas burocracias puede hacer mucho por la otra. Aun existe entre ellas un intercambio grande y continuo de personal ejecutivo.

Por último, sobre este ejercicio del poder y su gran acrecentamiento flota la rica aureola de la respetabilidad. Los hombres que dirigen a la corporación moderna, incluyendo a las autoridades financieras, legales, técnicas, publicitarias y otros sacerdotes de la función corporativa, son los miembros más respetables, ricos y prestigiosos de la comunidad nacional. Ellos forman el Establecimiento. Su interés tiende a convertirse en el interés público. En un interés que aun algunos economistas encuentran cómodo y conveniente defender.

Por supuesto, ese interés se centra grandemente en el poder, en lograr que los demás acepten los fines colectivos o de corporación. No se desentiende de los beneficios, que son importantes para asegurar la autonomía de la administración -lo que he llamado la tecnoestructura- y para lograr que la empresa controle la oferta de capital. Los beneficios son también una fuente de prestigio y por lo tanto de influencia. Pero lo que es fundamentalmente importante es la meta mucho más directamente política del crecimiento. Tal crecimiento trae consigo una fuerte recompensa económica; aumenta directamente los salarios, premios y oportunidades de ascenso de los miembros de la tecnoestructura. Y además consolida y agranda la autoridad. Esto beneficia al individuo, el hombre que ahora dirigirá una empresa más grande o una parte mayor de una empresa. Y aumenta la influencia de la corporación en conjunto.

La economía neoclásica no carece del instinto de supervivencia. Con justicia considera la soberanía no controlada del consumidor, la soberanía última del ciudadano, y la elevación al máximo de los beneficios con la subordinación resultante de la empresa la mercado, como las tres patas de un trípode en el que descansa. Estos son los elementos que excluyen el papel del poder en el sistema. Las tres proposiciones exigen mucho de la capacidad de creencia. No se niega de plano que el consumidor moderno sea objeto de un esfuerzo masivo de manejo por parte del productor. Por su propia naturaleza, los métodos del tal manejo son embarazosamente visibles. Sólo se puede argüir que en alguna forma se cancelan entre sí. Las elecciones en Estados Unidos y Canadá se libran ahora con base en el problema de la subordinación del Estado al interés corporativo. Como votantes, los economistas aceptan la validez de la cuestión. Sólo su enseñanza la niega. Pero es probable que la entrega de la burocracia de la corporación moderna a su propia expansión sea el elemento más claro de todos. Nadie cree que el conglomerado moderno prefiera siempre el beneficio al crecimiento. En los últimos años existe l creencia general, que se refleja claramente en los precios de los valores, de que la aglomeración siempre ha sido buena para el crecimiento pero a menudo mala para las ganancias.

En la economía moderna subsiste -y esto hay que recalcarlo- un mundo de empresas pequeñas donde las indicaciones del mercado son todavía fundamentales, donde los costos están dados, donde el Estado es algo remoto y está sujeto, a través de la legislatura, a las presiones tradicionales de los grupos de interés económico, y donde la elevación del beneficio máximo es lo único compatible con al supervivencia. No debemos creer que este mundo sea la parte clásicamente competitiva del sistema, en contraste con el sector monopólico u oligopólico de donde ha surgido el sistema de planeación. Por el contrario, con su combinación de estructuras competitivas y monópolicas se aproxima a todo el modelo neoclásico. Repito que tenemos dos sistemas. En uno de ellos el poder sigue estando, como siempre, contenido por el mercado. en el otro, un sistema que sigue desarrollándose, el poder se extiende a todos los mercados, en forma incompleta pero global, a las personas que lo patrocinan, al Estado, y por lo tanto en última instancia el uso de recursos. A su vez, la coexistencia de estos dos sistemas se convierte en una clave importante de la actuación económica.



III

Dado que el poder interviene en forma tan total en una gran parte de la economía, ya no pueden los economistas distinguir entre la ciencia económica y la política, excepto por razones de conveniencia o de una evasión intelectual más deliberada. Cuando la corporación moderna adquiere poder sobre los mercados, poder en la comunidad, poder sobre el Estado, poder sobre las creencias, se convierte en un instrumento político, diferente del Estado mismo en su forma y su grado, pero no en esencia. Sostener lo contrario -negar el carácter político de la corporación moderna- no implica sólo un escape de la realidad, sino un disfraz de la misma. Las víctimas de ese disfraz son aquellos a quienes instruimos en el error. Los beneficiarios son las instituciones cuyo poder disfrazamos en la forma dicha. Que no quepa duda: la economía, tal como ahora se enseña, se convierte, aunque sea inconscientemente, en parte de un arreglo por el cual se impide que el ciudadano o el estudiante advierta, cómo es, o será, gobernado.

Esto no significa que la economía se convierta ahora en una rama de la ciencia política. Esa es una perspectiva, que con justicia debe resultarnos repelente. La ciencia política es también un cautivo de sus estereotipos, incluyendo el del control del Estado por el ciudadano. Además, mientras que la economía rinde pleitesía al pensamiento, por lo menos en principio, la ciencia política reverencia normalmente al hombre que sólo sabe lo que se hecho antes. La economía no se convierte en una parte de la ciencia política. Pero la política sí debe convertirse en parte de la economía.

Podrá temerse que en cuanto abandonemos la teoría actual, con su refinamiento intelectualmente exigente y su creciente instinto favorable a la medición, perderemos el filtro por medio del cual se separa a los académicos de los charlatanes y los oportunistas. Estos son siempre un peligro, pero más peligroso resulta quedarse en un mundo que no es real. Y según creo, nos sorprenderemos de la nueva claridad y coherencia intelectual con que vemos nuestro mundo en cuanto incluimos al poder como parte de nuestro sistema. Ahora me ocuparé de esta visión.



IV

En la visión neoclásica de la economía podría suponerse una identidad general de intereses entre las metas de la empresa y las de la comunidad. La empresa estaba sujeta a los dictados de la comunidad, a través del mercado o de la urna de votación. Los individuos no podrían estar fundamentalmente en conflicto consigo mismo, dada siempre cierta decencia razonable de la distribución del ingreso. En cuanto aparece la empresa en el sistema de planeación dotada de poder global para perseguir su propio interés, el supuesto anterior se vuelve insostenible. Es posible que accidentalmente sus intereses coincidan con los del público, pero no hay ninguna razón orgánica para que así suceda necesariamente. En ausencia de pruebas en contrario, debemos suponer la divergencia de intereses, no su identidad.

También se vuelve previsible la naturaleza del conflicto. Dado que el crecimiento es una de las metas principales del sistema de planeación, será mayor cuando el poder sea mayor. Y el crecimiento será deficiente en el sector de mercado de la economía, al menos por comparación. Esto no se deberá, como sostiene la doctrina neoclásica, a que los individuos tengan una amable tendencia a equivocar sus necesidades. Se deberá a que el sistema está construido en tal forma que sirve mal a las necesidades de los individuos y luego obtiene mayor o menor aquiescencia de los mismos en el resultado. El hecho de que el sistema actual conduzca a una producción excesiva de automóviles, a un esfuerzo de fructificación improbable tendiente a cubrir de asfalto las zonas económicamente desarrolladas del planeta, a una preocupación lunática con la exploración lunar, a una inversión fantásticamente cara y potencialmente suicida en proyectiles, submarinos, bombarderos y portaaviones, es lo que debiéramos esperar. Estas son las industrias que tienen poder para obtener los recursos que requiere su crecimiento. Y una disminución de tales industrias será vital para el interés público -para una utilización sensata de los recursos- como sugieren ahora todos los instintos. Es así como la introducción del poder como un aspecto global de nuestro sistema corrige nuestro error actual. No podemos dejar de advertir que éstas son exactamente las industrias en que una visión enteramente neoclásica del monopolio y el oligopolio, y de la elevación del beneficio al máximo a costa del uso ideal de los recursos, sugeriría nada menos que una expansión de la producción. ¡Hasta dónde se nos permitirá equivocarnos!

La contrapartida de un uso excesivo de recursos en el sistema de planeación donde el poder interviene por todas partes es un uso

Los hombres de negocios y sus acólitos políticos e ideológicos vigilaban los departamentos de economía y reaccionaban prontamente ante la herejía, es decir, ante cualquier cosa que pareciese amenazar la santidad de la propiedad, los beneficios, la política arancelaria adecuada, el presupuesto equilibrado, o que implicase simpatía hacia los sindicatos, la propiedad pública, la regulación pública, o los pobres en cualquier forma organizada.
relativamente deficiente de recursos en el área donde el poder está circunscrito. Así sucederá en la parte de la economía donde prevalecen la competencia y el monopolio empresarial distinto del gran conglomerado. Y si el producto o servicio se relaciona estrechamente con la comodidad o la supervivencia, el descontento será considerable. Se acepta que las área de la vivienda, los servicios de salud, el transporte urbano, algunos servicios caseros, padecen graves deficiencias. Es en tales industrias que todos los gobiernos modernos tratan de aumentar el uso de recursos. Aquí, desesperados, hasta los devotos defensores de la empresa libre aceptan la necesidad de la acción social, aún del socialismo.

Aquí podemos observar también que el error de la ciencia económica es perjudicial. Como ciudadanos podemos invocar una restricción en el área de uso excesivo de recursos, pero no en nuestra enseñanza. Como ciudadanos podemos instar a la acción social cuando la empresa se aproxima a la norma neoclásica, pero no en nuestra enseñanza. En este último caso no sólo ocultamos el poder de la corporación sino que consideramos también como anormal la acción correctora en áreas tales como la vivienda, la salud, el transporte; tal es la consecuencia del error sui generis que nunca se explica totalmente. Esto es lamentable porque tenemos aquí tareas que requieren imaginación, orgullo y determinación.



V

Cuando incluimos el poder en nuestros cálculos, nuestro embarazo macroeconómico también desaparece. La ciencia económica hace aparecer razonable lo que los gobiernos se ven obligados a hacer en la práctica. Las corporaciones tienen poder en sus mercados. Lo mismo ocurre, parcialmente como consecuencia, con los sindicatos. Las reclamaciones competitivas de los sindicatos se pueden resolver más convenientemente trasladando el coto del arreglo al público. Las medidas tendientes a contrarrestar este ejercicio del poder limitando la demanda agregada deben ser severas. Y, como era de esperarse, el poder del sistema de planeación se ha ejercitado para excluir las medidas macroeconómicas que tienen un efecto primordial sobre ese sistema. Por ejemplo, se permite enteramente la política monetaria, lo que se debe, por lo menos en parte, a que su efecto principal lo resiente el empresario neoclásico que debe tomar dinero prestado. La restricción monetaria es mucho menos dolorosa para la gran corporación que, como un ejercicio elemental del poder, se ha asegurado una oferta de capital derivada de sus ganancias o de sus filiales financieras o bancos moralmente obligados. El poder del sistema de planeación en la comunidad se ha ganado también la inmunidad contra los gastos públicos que le importan: carreteras, investigación industrial, préstamos de recuperación, defensa nacional. Estos gastos tienen la sanción de un fin público más elevado. Se está haciendo un esfuerzo similar, aunque ligeramente con menor éxito, en materia de impuestos corporativos y personales. También la política fiscal se ha acomodado en esta forma a los intereses del sistema de planeación.

De aquí deriva lo inevitable de los controles. La interacción del poder de las corporaciones y los sindicatos sólo puede ser derrotada por las restricciones fiscales y monetarias más fuertes. Las restricciones de que se dispone tienen un efecto comparativamente benigno sobre quienes gozan de poder, mientras que oprimen adversamente a los individuos que votan. Tal política es posible quizá cuando no haya elección en puerta. Ganará aplausos por sus respetabilidad. Pero no puede tolerarla nadie que deba ponderar su efecto popular.

Al igual que ocurre con la necesidad de acción y organización social en el sector del mercado, hay muchas razones que aconsejan que los economistas acepten lo inevitable de los controles de salarios y precios. Ello ayudaría a que los políticos, que responden a la resonancia de su propia instrucción del pasado, dejasen de suponer que los controles son algo malo y antinatural y por lo tanto algo temporal que debe abandonarse en cuanto parezca empezar a funcionar. Esta es una actitud poco favorable para el desarrollo de una administración sensata. También haría que los economistas considerasen la forma en que los controles pueden funcionar y en que el efecto sobre la distribución del ingreso se vuelva más equitativo. Esta distribución se vuelve un asunto serio con los controles. El mercado ya no disfrazará la desigualdad de la distribución del ingreso, por más egregia que sea. Debe considerarse que una gran desigualdad es el resultado del poder relativo.



VI

Hay otras cuestiones de gran interés actual que se iluminan cuando incluimos al poder en nuestro sistema. Por ejemplo, la contrapartida de las diferencias de desarrollo derivadas del sistema entre el sector de planeación y el del mercado de la economía son las diferencias sectoriales del ingreso derivadas también del sistema. En el sistema neoclásico se supone que hay movilidad de recursos, la que en términos generales iguala los rendimientos entre las industrias. La desigualdad que exista se deberá a las barreras al movimiento. Vemos ahora que, dado su gran poder de mercado, el sistema de planeación puede protegerse contra los movimientos adversos de sus términos de intercambio. El mismo poder le permite aceptar los sindicatos, puesto que no necesita. absorber sus demandas ni siquiera temporalmente. En el sistema de mercado no hay un control similar de los términos de intercambio, aparte de algunas áreas de poder monopólico o sindical. Dada la ausencia de poder en el mercado, no pueden aceptarse en la misma forma los aumentos de salarios, porque no existe la misma certeza de que tales aumentos podrán trasladarse (es por el carácter de la industria que trata de organizar, no por su poder original, que muchos consideran a César Chávez como el nuevo Lenin). Y en el sistema de mercado los ocupados por cuenta propia tienen la opción -que no existe en el sistema de planeación- de reducir sus propios salarios (y en ocasiones los de sus empleados familiares o inmediatos) para sobrevivir.

Así pues, hay una desigualdad inherente del ingreso entre los dos sistemas. Y de aquí deriva también el argumento en favor de una legislación de salarios mínimos, apoyo a los sindicatos en la agricultura, legislación de precios de garantía, y lo que quizá es más importante, un ingreso familiar garantizado como antídoto a esa desigualdad interindustrial. De nuevo, este enfoque de la cuestión se ajusta a nuestras preocupaciones actuales. La legislación de salarios mínimos, la de precios de garantía, y el apoyo a los contratos colectivos son temas de controversia política continua cuando se aplican a las empresas pequeñas y a la agricultura.

No son problemas serios en la industria altamente organizada, es decir, en el sistema de planeación. Y la cuestión de un ingreso familiar garantizado, un asunto de intensa controversia política, ha dividido recientemente a los trabajadores del sistema de planeación, que no se beneficiarán, y los trabajadores del sistema de mercado que sí se beneficiarían. De nuevo encontramos tranquilidad en una visión de la economía que nos prepare para la política de nuestro tiempo.

La inclusión del poder en el cálculo económico también nos prepara para el gran debate sobre el ambiente. La economía neoclásica sostiene que previó las posibles consecuencias ambientales del desarrollo económico, que hace algún tiempo elaboró el concepto de las deseconomías externas de la producción, y por inferencia las del consumo. Pero, ¡ay!, ésta es una pretensión modesta. La exclusión de las deseconomías externas se consideró durante largo tiempo como un defecto secundario del sistema de precios, como una idea marginal para la discusión de una hora en el salón de clase. Y los libros de texto la pasaron por alto en gran medida, como ha observado E. J. Mishan. La nación de las deseconomías externas tampoco ofrece ahora un remedio útil. Nadie puede suponer, o supone realmente, que si se interiorizarán las deseconomías externas podría compensarse en alguna forma útil más de una fracción del daño, especialmente el que hace a la belleza y la tranquilidad de nuestro ambiente.

Si el crecimiento es el objetivo fundamental y vital de la empresa, y si se dispone por todas partes de poder para imponer esta meta a la sociedad, surge de inmediato la posibilidad del conflicto entre el crecimiento privado y el interés público. Así pues, dado que este poder depende en medida tan grande de la persuasión, antes que de la fuerza, el esfuerzo tendiente a lograr que se acepte la contaminación o se considere que sus beneficios valen tanto como su costo sustituye a la acción, incluyendo la publicidad de medidas correctores. Fundamentalmente, esto no equivale a una interiorización de las deseconomías externas. Más bien se está especificando los parámetros legales dentro de los cuales puede tener lugar el crecimiento, o como ocurre en el caso del uso de automóviles en las grandes ciudades, de aviones sobre áreas urbanas, de la expropiación de terrenos rurales y de caminos para la construcción de subterráneos, o para fines industriales, comerciales y residenciales, las clases de crecimiento que son incompatibles con el interés público. Habríamos evitado mucha corrupción de nuestro ambiente si nuestra ciencia económica hubiese sostenido que tal acción era la consecuencia previsible de la búsqueda de los objetivos económicos actuales y no el resultado excepcional de una aberración peculiar del sistema de precios.

En todo caso, tenemos derecho a guiar la acción del futuro porque hay un fuerte argumento conservador en tal sentido. Mientras que los economistas juegan débilmente con las deseconomías externas, otros están sosteniendo que el crecimiento mismo es el villano. Están buscando su extinción. En consecuencia, si vemos que el deterioro ambiental es una consecuencia natural del poder y el objetivo de la planeación, y si vemos por tanto la necesidad de limitar el crecimiento dentro de parámetros que protegen al interés público, podremos ayudar a la continuación del crecimiento económico.

Por último, cuando el poder se convierte en una parte de nuestro sistema, también lo hace Ralph Nader. Estamos preparados para la explosión de la preocupación que se llama ahora el «consumismo». Si el consumidor es la fuente de la autoridad, su abuso es una falta ocasional.

El consumidor no puede estar fundamentalmente en desacuerdo con un sistema económico que controle. Pero si la empresa productiva tiene un poder global y objetivos propios, el conflicto es sumamente probable. La tecnología se subordina entonces a la estrategia de la persuasión del consumidor. No se cambian los productos para mejorarlos, sino para aprovecharse de la creencia de que lo nuevo es mejor. Hay una alta proporción de fracasos cuando se trata de producir no lo que sea mejor sino lo que se puede vender. El consumidor -el que no haya sido persuadido o esté decepcionado- se rebela. Esta no es una rebelión contra cuestiones secundarias de fraude o mala interpretación. Es una gran reacción contra todo un despliegue de poder mediante el cual el consumidor se convierte en el instrumento de propósitos que no son los suyos.



VII

Este ejercicio de incorporación de poder a nuestro sistema impone dos conclusiones. En cierta forma, la primera es estimulante: que el economista no ha hecho todavía su trabajo. Por el contrario, apenas está principiando. Si aceptamos la realidad del poder como parte de nuestro sistema, tendremos años de trabajo útil a nuestra disposición. Y dado que estaremos en contacto con problemas reales, y dado que los problemas reales inspiran pasión, nuestra vida será de nuevo agradablemente contenciosa, quizá hasta útilmente peligrosa.

La otra conclusión se refiere al Estado. Cuando incluimos en nuestro sistema al poder y por tanto a la política, ya no podemos eludir o disfrazar el carácter contradictorio del Estado Moderno. El Estado es el objetivo primordial del poder económico. Es un cautivo. Y sin embargo, en todas las cuestiones que he mencionado -las restricciones al uso excesivo de recursos, la organización para contrarrestar el uso inadecuado de los recursos, la acción para corregir la desigualdad derivada del sistema, la protección del ambiente, la protección del consumidor- la acción correctora corresponde al Estado. El zorro tiene poder en la administración del gallinero. Es a esta administración que las gallinas deben recurrir para su protección.

Esto plantea lo que es quizá nuestro problema principal. Es posible la emancipación del Estado del control del sistema de planeación? Nadie lo sabe. Y en ausencia de ese conocimiento nadie sugeriría que se trate de un problema fácil. Pero hay un brillo de esperanza. Como siempre, las circunstancias están forzando el paso.

La última elección de los Estados Unidos se peleó exclusivamente sobre cuestiones en que los objetivos del sistema de planeación o de sus principales participantes divergen de los intereses del público. La cuestión de los gastos de defensa es una de ellas. La de la reforma tributaria es otra. La carencia de vivienda, transportación masiva, servicios de salud, servicios públicos, es otra más una que refleja la relativa incapacidad de estas industrias para organizar y controlar recursos. La cuestión de un ingreso garantizado es otra de la lista. Su efecto, como he indicado, se ejerce sobre los ingresos de fuera del sistema de planeación, sobre los explotados en el sistema de mercado, sobre quienes son rechazados por los dos sistemas. El ambiente es una de estas cuestiones, con su conflicto entre la meta de crecimiento de la tecnoestructura y la preocupación pública por sus alrededores. Sólo el control de salarios y precios no se discutió en la última elección. Ello se debió casi seguramente a que los economistas de tendencia ortodoxa en ambos bandos encontraron la perspectiva demasiado embarazosa para discutirla.

Menciono estas cuestiones con el único fin de mostrar que los problemas que surgen cuando incluimos el poder en nuestros cálculos son actuales y reales. Casi no es necesario recordar que los problemas políticos no los plantean los partidos ni los políticos, sino las circunstancias.

Por supuesto, cuando incluyamos el poder en nuestro sistema no escaparemos a la controversia política que deriva del enfrentamiento de problemas reales. Esto me trae al último punto que quiero tratar. No defiendo el partidarismo en nuestra ciencia económica, sino la neutralidad. Pero aclaremos lo que es la neutralidad. Si el Estado debe emanciparse del interés económico, una economía neutral no negaría esa necesidad. Esto es lo que hace ahora la ciencia económica. Le dice al joven e impresionable, y al viejo y vulnerable, que la vida económica no tiene un contenido de poder y política porque la empresa está seguramente subordinada al mercado y la Estado y por esta razón está seguramente bajo el control del consumidor y el ciudadano.

Tal ciencia económica no es neutral. Es un aliado influyente y sumamente valioso de aquellos cuyo ejercicio del poder depende de la aquiescencia pública. Si el Estado es el comité ejecutivo de la gran corporación y del sistema de planeación, ello se debe en parte a que la economía neoclásica es su instrumento para neutralizar la sospecha de que así ocurre en efecto. He hablado de la emancipación del Estado del interés económico. Para el economista no puede haber dudas acerca de dónde principia esta tarea. Principia con la emancipación del pensamiento económico.