Mil quinientos euros al mes. Es lo que, al parecer, vale la vida de un ser humano con síndrome de Down. Al menos la de un niño de seis años a cuyos padres ha venido el Supremo a ver.
Fuente: El Semanal Digital 17/08/10
Una cifra que, de haberse detectado la ´enfermedad´ durante el embarazo de su madre, se habrían ahorrado la Comunidad Valenciana y la Universidad Miguel Hernández. Y todo porque la prueba de amniocentesis practicada a la madre descartó que el feto padeciese esa alteración genética que le habría condenado a muerte directamente, sin el doloroso preámbulo del parto y el contraproducente trámite de soportar al niño ´retrasado´ durante seis años de vida. Y lo que le quede. Aunque ahora, con mil quinientos euros al mes de por vida para «gastos sanitarios», a los padres del pequeño no les importará que viva muchos años.
Leo la noticia en el periódico (eso me pasa por seguir leyéndolo en vacaciones) y no puedo evitar pensar en lo frágil que es nuestro concepto de la vida y la muerte, de lo justo y lo injusto, de lo valioso y lo miserable. No soy quién para juzgar a esos padres, probablemente con dificultades económicas, que habrían matado a su hijo de haber sabido que iba a nacer con síndrome de Down. Por suerte para ellos, no han llegado a formar parte de ese 97% de padres que sí han matado a sus hijos ante una prueba de amniocentesis más concluyente que la de la Universidad Miguel Hernández. ¡Un 97 por ciento! Así, como quien no quiere la cosa. Y nunca mejor dicho. «Su hijo va a nacer con síndrome de Down, ¿qué hago, lo mato o dejo que nazca?» «Pues qué quiere que le diga, doctor. Yo un hijo que nunca será normal, que no va a ser nadie en la vida, que no tiene futuro, que nunca va a poder valerse por sí mismo, que va a ser siempre como un niño pequeño, que va a estar internado en una institución especial (y carísima) haciendo manualidades hasta que se muera con 40 años… para qué va a nacer, ¿para sufrir? Mátelo, doctor. Lo hacemos por su bien».
A no ser que te paguen 1.500 euros al mes, claro, y una indemnización de 150.000 euros, por las molestias.
No sé. Tal vez yo sea un tipo raro, pero cuando en los tres embarazos de mi mujer el ginecólogo nos preguntó si queríamos la prueba de marras, sin mirarnos siquiera dijimos los dos que para qué. Si viene con síndrome de Down, bienvenido sea. Lo vamos a querer igual. O más. ¿Quiénes somos nosotros para decidir si nuestro hijo debe vivir o morir? Y además, un hijo con síndrome de Down ¿qué es, una especie de monstruo del averno, el anticristo, el bebé de Rosemary, la de La semilla del diablo?
Ahora que todos hemos conocido a Álvaro, el hijo de Vicente del Bosque, y le hemos visto alzando la copa del Mundial, desbordante de alegría y de orgullo paterno; ahora que todos sabemos por qué Del Bosque emana esa paz y esa bondad y esa generosidad y esa sabia calma; ahora que hemos comprobado con nuestros propios ojos que a un padre se le puede caer la baba por su hijo Down, ¿de verdad seguimos pensando que el 97% de esas vidas no merecen la pena ser vividas? ¿Por qué, porque han nacido con una copia extra del cromosoma 21, y eso no se puede tolerar? ¿Porque alguien ha decretado que no tienen derecho a ser felices como cualquier otro ser humano?
No es sólo el hijo de Vicente del Bosque, y la manifiesta felicidad de ambos, sino todos los niños (y mayores) con síndrome de Down los que pueden llegar no sólo a ser felices sino también a hacer felices a sus padres, hermanos, compañeros, profesores, vecinos y a todo el que tengan alrededor. Lo sé porque conozco a muchos. En el colegio de mis hijos, que es al que va Álvaro Del Bosque, hay niños con síndrome de Down (y otras minusvalías físicas y psíquicas) en todas las clases de Infantil y Primaria, aprendiendo a convivir con los demás niños y, de paso, enseñando a éstos a convivir con ellos. Por ejemplo Miriam, que está en clase de mi hijo mayor y también en su equipo de baloncesto, que, por cierto, este año ha ganado la liga interescolar frente a otros once colegios (en ninguno de cuyos equipos había jugadores con síndrome de Down, dicho sea sin ánimo de ofender). Y mi amigo Alfonso, gran admirador de Raphael y con un irónico sentido del humor que va ya camino de los 60 años de felicidad compartida. Y el ahora famoso Pablo, licenciado universitario y actor revelación en la pasada edición del Festival de San Sebastián, y cuyo reto permanente es ser considerado una persona ´normal´. Y Jaime, un cachondo, que un día le dio un masaje a su profesora, en plena clase, al verla tensa y agobiada, como había aprendido en casa. Y Miguel Ángel, que es el ángel de Loli y Toni, sus padres, y el favorito de cada uno de sus cinco hermanos. Y una muñeca llamada Inés, que ha nacido hace apenas un mes y que sólo de verla sonreír (después de un post parto complicado) le saca una lágrima de plena felicidad a su babeante padre.
Tener un hijo con síndrome de Down no es un drama, como piensa esta sociedad ignorante y desalmada, sino más bien lo contrario; son libres, espontáneos, cariñosos, sinceros, divertidos, sensibles, generosos. No están pervertidos por los convencionalismos ni se dejan arrastrar por los valores superficiales, egoístas y competitivos de este mundo de seres imperfectos, que en realidad somos todos. Por supuesto que tienen limitaciones, ¿quién no las tiene? Por supuesto que ocasionan gastos y disgustos y tensiones y desvelos, ¿qué hijo no lo hace? Por supuesto que no serán médicos ni ingenieros ni sabios científicos ni abogados de éxito ni banqueros millonarios ni galácticos… ¿cuántos de nosotros lo somos?
Es un síntoma grave que en esta sociedad que alardea de pluralidad y de libertad (y en realidad tan escasa de valores como una mantis) condenemos a muerte, sin juicio previo, a 97 de cada 100 de estos seres humanos cuyo único delito es ser un poco diferentes. Ni mejores ni peores, simplemente diferentes. Mengele y su jefe también buscaban fabricar una raza de seres perfectos, y los Down tampoco entraban en sus cánones. La Historia y la Humanidad en pleno han condenado sin paliativos sus atrocidades. ¿Acabarán condenando las nuestras?
Por terminar con un soplo esperanzador, que es también un grito, reproduzco el testimonio de una de esas madres (¡el 3%!) que sí decidió que su hijo tenía todo el derecho a nacer, aunque lo hiciera con síndrome de Down: «Todos los días, desde hace catorce años, pienso en lo que podía haber perdido si hubiese seguido el consejo del doctor en lugar del dictado de mi corazón». Y no se refería a los 1.500 euros al mes, precisamente.
Y una última reflexión: miren a su alrededor y díganme cuántas personas plenamente realizadas y felices calculan que hay en el mundo. ¿Llegan al 3 por ciento?