Publicamos la entrevista concedida por el cardenal Joseph Ratzinger al director de la revista «Humanitas», Jaime Antúnez, publicada en el año 2001 en el libro «Crónica de las ideas – En busca del rumbo perdido» (Ediciones Encuentro).
SANTIAGO DE CHILE, miércoles, 20 abril 2005 (ZENIT.org)
El Catecismo de la Iglesia católica, presentado por Vuestra Eminencia a fines del año 1992, fue universalmente un éxito de librerías, encabezando en gran número de países las listas de ventas. A juicio de V.E., ¿tiene esto alguna relación con la caída de las ideologías?
-Seguramente existe una relación, porque el interrogante de donde apoyarnos en el constante cambio de los tiempos se ha vuelto más apremiante aún por la caída de las ideologías. Si hemos de ser realistas, debemos admitir que el éxito del libro tiene muchas raíces. En parte no es más que pura curiosidad la que anima a mucha gente a comprarlo. Después de todas las críticas que han escuchado antes, quieren saber qué es lo que este libro realmente dice. Otros buscan información y quieren conocer las enseñanzas de la Iglesia católica que, ahora como siempre, representa una gran fuerza espiritual en la humanidad. Muchos creyentes que, después de los agitados años que siguieron al Concilio y en presencia de los desconcertantes antagonismos entre los teólogos, ya no saben muy bien a qué deben atenerse en la Iglesia, esperaban que este libro les aclare sus dudas y, en efecto, en esto radica una de sus funciones esenciales: en los últimos tres decenios, las opiniones y comentarios dentro de la Iglesia han sido múltiples y tan contradictorios, que produjeron profunda confusión e incertidumbre en muchas personas. ¿Es que ahora la Iglesia ha cambiado súbitamente sus antiguas enseñanzas? ¿Es que todo cuanto siempre tenía validez, de pronto la ha perdido? ¿Todavía tiene la Iglesia una doctrina común? El Catecismo nos dice que sí, tiene una doctrina común, porque la palabra de Dios es inagotable y gracias a ella crece la fe. Aparecen nuevas dimensiones de la palabra revelada. E incluso cuando se acaben el cielo y la tierra, las palabras de Jesús no perecerán, como bien nos dice el salmo 102: «Desde antiguo fundaste tú la tierra, y los cielos son la obra de tus manos; ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan, como un vestido los mudas tú, y se mudan. Pero tú siempre el mismo…». Como un vestido los mudas tú: el cambio de la historia en estos decenios lo hemos vivido en forma dramática. Pero la fe viene de aquel Dios que siempre permanece el mismo, aun cuando cambien los vestidos de la palabra, es decir, las formas históricas de expresión de la fe. Esta búsqueda de lo permanente constituye seguramente uno de los motivos de la demanda por el Catecismo. Sin embargo, me parece que, en último término, es más importante la causa positiva que las causas negativas que desempeñan un papel en el éxito del libro (descomposición de las ideologías, etc.): el hombre busca la verdad, busca aquello que le permite vivir. A pesar de todas las dudas frente a la Iglesia católica y a pesar de toda la crítica que se expresa contra ella, existe una expectativa: quizás pueda yo encontrar allí una palabra que me ayude…
Por la lectura de diversos documentos del Magisterio, pareciera inferirse que, desde el punto de vista pastoral, una de las preocupaciones principales de la Iglesia con relación al hombre contemporáneo es el ateísmo. ¿Trátase hoy más de un ateísmo práctico que de uno ideológico?
-La raíz de todos los problemas pastorales es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de percepción de la verdad, que va lado a lado con el enceguecimiento ante la realidad de Dios. Y es digno de señalarse cómo interactúan aquí el orgullo y la falsa humildad. Primero es el orgullo, que motiva al hombre a emular a Dios, a creerse capaz de entender los problemas del mundo y construirlo de nuevo. En la misma medida surge la falsa modestia, que sostiene la idea de que es del todo imposible que Dios se preocupe de los hombres y hasta llegue a hablarles. El ser humano ya no se atreve a aceptar que es capaz de reconocer por sí mismo la verdad, y esto le parece presunción; piensa que debe conformarse con tener acceso a la acción. En este mismo instante, también enmudece para él la Sagrada Escritura: ahora no nos dice lo que es verdad, sino que sólo nos informa lo que tiempos y hombres pretéritos pensaban que era verdadero. Con esto cambia también la imagen de la Iglesia: ella deja de ser la transparencia de lo Eterno, para pasar a ser sólo una especie de liga en pro de la moral y el mejoramiento de las cosas terrenales; la medida de su valor estaría en su éxito terreno. Se infiltran aquí necesariamente el ateísmo práctico y el ideológico, junto a una cierta conveniencia. Primero sólo se procede como si Dios no existiera; pero luego es preciso justificar esa posición explicando la primacía de la praxis. De aquí a la ideología hay sólo un corto trecho.
El papa Juan Pablo II ha insistido varias veces en la validez de esa advertencia de Pío XII: «El gran pecado del mundo contemporáneo es haber perdido la noción de pecado». Mientras tanto, parece que el sentido de la libertad, tan aguzado en el hombre contemporáneo, compele a éste a conocerlo y a probarlo todo, indiscriminadamente. A la luz de ello, ¿qué podría comentarse de este pensamiento de Simone Weil: «Hacemos la experiencia del bien sólo cuando la cumplimos. Cuando hacemos el mal, no lo conocemos, porque el mal aborrece la luz»?
-Pienso que esta palabra de Simone Weil es fundamental. El bien y la verdad son inseparables entre sí. Es un hecho que sólo hacemos el bien cuando estamos en armonía con la lógica interna de la realidad y de nuestro propio ser. Actuamos bien, cuando el sentido de nuestra acción es congruente con el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la verdad y la realizamos. En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al conocimiento de la verdad. Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad. A la inversa, el mal se genera a través del enfrentamiento de mi yo contra la exigencia del ser, de la realidad. Esto es, el abandono de la verdad. Es por eso que hacer el mal no conduce al conocimiento, sino a la ofuscación. Ya no puedo —ni quiero— ver lo que es malo; el sentido del bien y del mal queda embotado. Y por eso el Señor dice que el Espíritu Santo amonestará al mundo con relación al pecado (Jn 16,8): En su calidad de Espíritu de Dios, deja en claro lo que es el pecado; sólo él, que es todo luz, puede reconocer lo que el pecado significa y conducir así a los hombres a la verdad. Hablando de esto mismo, san Pablo expresa: El hombre espiritual —el que vive en el Espíritu Santo— entiende todo (1 Cor 2,15). La comunión con el bien, con el Espíritu Santo, es la más honda de todas las experiencias posibles y nos proporciona, en consecuencia, la pauta para una comprensión que llega al núcleo de la realidad.
¿Cómo se conjugan, en esta perspectiva, las exigencias de una vida interior y espiritual, con las de una misión pública y profética?
-Tengo la impresión de que hoy existe un vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético. El profeta se entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los «maestros de la suspicacia» y percibe lo negativo por doquiera. Esto es tan falso como aquella opinión que prevalecía antaño y que confundía al profeta con el adivino.
El profeta es en realidad el hombre espiritual, en el sentido que san Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios y que por esa causa es capaz de ver rectamente y de juzgar en consecuencia. Su misión es, por lo tanto, hacer la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al pecado, a la justicia y al juicio (Jn 16,8). Puesto que todo lo ve a la luz de Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas, para dejar despejado el camino hacia la verdad.
Convencer al mundo del pecado es desde luego algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente sociológico o guiada por intereses de tipo político. Significa juzgar a los hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a Dios. Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es lenguaje «espiritual». Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la medida de lo positivo: la justicia «porque me voy al Padre» y el juicio de Dios. Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de esperanza. Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios rectamente en una situación determinada y proclamarla.
Decidir si estamos llamados a hablar proféticamente y en qué circunstancias demanda una introspección muy seria, pues nadie puede erigirse por cuenta propia en profeta.
Según ha puesto de relieve Alexander Solzhenitsyn, la muerte del comunismo, la verificación de que era una mentira, ha traído a muchos sectores pensantes la impresión de que no existen verdades absolutas y de que tampoco interesa hallarlas. Entretanto, se pregunta el mismo Solzhenitsyn, y yo me permito aquí trasladar esta pregunta a V. E., ¿qué se puede construir sobre el menosprecio de los significados más elevados y sobre una visión relativista de los conceptos y de la cultura en su totalidad?
-La Encíclica «Veritatis Splendor» parte de un análisis que está muy cerca del de Solzhenitsyn. Posiblemente, el flirteo de la «intelligentsia» occidental con el marxismo tenga su explicación en el hecho de que en medio del torbellino del relativismo se haya buscado algo sólido y se creyera encontrarlo allí. Después de que las profecías del marxismo han demostrado ser mentiras, la tentación del relativismo se ha tornado aún más radical.
En el marco universal que ha alcanzado hoy el régimen democrático, se generaliza también una suerte de relativismo que tiende a cuestionarlo todo en materia de principios.
-Muchos opinan que el relativismo constituye un principio básico de la democracia, porque sería parte de ella el que todo se pueda someter a discusión. En verdad, sin embargo, la democracia vive sobre la base de que existen verdades y valores sagrados que son respetados por todos. De otro modo se hunde en la anarquía y se neutraliza a sí misma.
Alexis de Tocqueville señalaba ya, hace aproximadamente 150 años, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella va precedida por un determinado «ethos». Los mecanismos democráticos funcionan sólo si éste es, por así decir, obvio e indiscutible y sólo así se convierten tales mecanismos en instrumentos de justicia. El principio de mayoría sólo es tolerable si esa mayoría tampoco está facultada para hacer todo a su arbitrio, pues tanto mayoría como minoría deben unirse en el común respeto a una justicia que obliga a ambas. Hay, en consecuencia, elementos fundamentales previos a la existencia del Estado que no están sujetos al juego de mayoría y minoría y que deben ser inviolables para todos.
La cuestión es: ¿quién define tales «valores fundamentales»? ¿Y quién los protege? Este problema, tal como Tocqueville lo señalara, no se planteó en la primera democracia americana como problema constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico —protestante— absolutamente indiscutido y que se consideraba obvio. Este principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que estaba fuera de toda polémica. ¿Pero qué pasa si ya no existen tales convicciones? ¿Es que es posible declarar, por decisión de la mayoría, que algo que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y viceversa? Orígenes expresó al respecto en el siglo tercero: Si en el país de los escitas se convirtiere la injusticia en ley, entonces los cristianos que allí viven deben actuar contra la ley. Resulta fácil traducir esto al siglo XX: Cuando durante el gobierno del nacional-socialismo se declaró que la injusticia era ley, en tanto durara tal estado de cosas un cristiano estaba obligado a actuar contra la ley. «Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres». ¿Pero cómo incorporar este factor al concepto de democracia?
En todo caso, está claro que una constitución democrática debe cautelar, en calidad de fundamento, los valores provenientes de la fe cristiana declarándolos inviolables, precisamente en nombre de la libertad. Una tal custodia del derecho sólo subsistirá, por cierto, si está guardada por la convicción de gran número de ciudadanos. Ésta es la razón por la cual es de suprema importancia para la preparación y conservación de la democracia preservar y profundizar aquellas convicciones morales fundamentales, sin las cuales ella no podrá subsistir. Estamos ante una enorme labor educadora a la cual deben abocarse los cristianos de hoy.
¿En que sentido se entiende la afirmación de que «el núcleo de nuestra crisis cultural reside en la actual desestabilización de lo ético»?
-Prescindir de la cuestión de la verdad también liquida la norma ética. Si no sabemos lo que es verdad, tampoco podemos saber lo que está bien y ni siquiera el bien en absoluto. El bien es reemplazado por «lo mejor», vale decir, por el cálculo de las consecuencias de una acción. En realidad, para decirlo sin adornos, esto significa que el bien se ve desplazado, favoreciéndose lo útil en su reemplazo. El hombre vive, por así decir, con los ojos y los oídos cerrados al mensaje de Dios en el mundo. Pero si consideramos que la verdad y el bien constituyen el corazón de toda cultura, es fácil deducir las consecuencias que se siguen de la progresiva difusión de una postura tal.
En esta dirección, ¿podría V. E. comentar de qué manera una encíclica como la «Veritatis Splendor» vendría justamente al encuentro de algunas de las necesidades más apremiantes de nuestro tiempo?
-En primer lugar y antes de toda otra consideración, la encíclica es un texto creyente, que guía nuestra mirada hacia Cristo, porque Él nos da «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). No obstante, también es un texto que se dirige a la humanidad como un todo. Ciertamente la fe cristiana va más allá de lo que la razón pura pueda reconocer, pero es parte de sus convicciones fundamentales el que Cristo es el Logos, es decir, la razón creadora de Dios, de la cual procede el mundo y que se refleja en nuestro juicio. El apóstol Pablo, que habló con tanto énfasis de la novedad y la unicidad del cristianismo, al mismo tiempo destacó que el precepto moral consignado en la Santa Escritura coincide con aquello que «está inscrito en nuestros corazones, atestiguándolo nuestra conciencia» (Rm 2,15). Es verdad que, con frecuencia, esta voz de nuestro corazón, la conciencia, es apabullada por los ruidos secundarios de nuestra vida. La conciencia se puede volver ciega, por así decirlo. Necesitamos recibir las lecciones de repaso de la fe, que vuelve a despertarla, y así nuevamente hacer perceptible la voz del Creador en nosotros, sus criaturas. La Encíclica habla desde la fe, pero justamente por eso habla a la razón y lucha por el destino del hombre en esta época. La Encíclica insiste muy decididamente en que la moral no es cosa de acuerdos. En este caso estaría sometida al juego de las mayorías. La moral se basa más bien en el orden interno de la propia realidad: la creación lleva en sí la moral. Estamos comenzando nuevamente a ver esto en los urgentes problemas ecológicos. Volvemos a darnos cuenta de que no debemos hacer todo cuanto podemos hacer. Constatamos que debemos respetar la dignidad de las criaturas. Con mayor razón entonces debemos volver también a comprender que justamente el ser humano lleva en sí una dignidad y un mandato interior que permanecen a través de todos los cambios históricos. El hombre es siempre hombre. Su dignidad esencial es siempre la misma. Por eso existen conductas que nunca podrán llegar a ser buenas, sino que siempre serán incompatibles con el respeto al hombre y a la dignidad que viene Dios y que Él lleva en sí. El Papa muestra con gran poder de persuasión en la Encíclica que el problema fundamental de nuestro tiempo es un problema moral. Los problemas económicos, sociales y políticos seguirán siendo insolubles si no se encara esta realidad central. Y el Papa demuestra que el problema moral no se puede separar de la cuestión de la verdad. Ésta, por su parte, está indisolublemente unida al problema de la búsqueda de Dios.
La virulencia de cierta antirreligiosidad manifiesta en medios de comunicación de algunos países del mundo rico e industrializado va inclinando a algunos católicos a pensar en un desarrollo de la vida cristiana hasta cierto punto catacumbal, o al menos que renuncia a la proyección social de la misma. El punto 2.105 del Catecismo pareciera entre tanto postular lo contrario.
-Existe hoy día una nueva afición por la religión. La idea de que la religión desaparecería con la progresiva cientificación del mundo ha demostrado ser un error. Es verdad que al mismo tiempo existe un éxodo progresivo de la Iglesia. La fe les parece demasiado sobria a los hombres y su exigencia interior demasiado grande. Buscan formas religiosas que, por así decirlo, prometan un contacto más rápido con el misterio y, así, una satisfacción emocional inmediatamente perceptible. A mi modo de ver, la creciente animosidad de algunos medios de comunicación social contra la Iglesia está condicionada ante todo por el relativismo intelectual y moral. Para éste, la Iglesia es perturbadora e incluso parece ser una amenaza personal. Hoy, todavía no podemos prever las situaciones que puedan darse en el futuro para el cristiano y para la Iglesia; pero aun si la Iglesia fuera desplazada cada vez más de la vida pública, seguirá existiendo su misión de recordarle Dios a toda la sociedad. Los sistemas ateístas que dominaron por tantas décadas las naciones del Este nos han mostrado adónde es conducida una sociedad sin Dios.
Una sociedad que excluye conscientemente a Dios y lo relega totalmente a lo privado se autodestruye. Por eso los cristianos sencillamente tienen la obligación frente al mundo de dar fe de Dios públicamente y, así, de mantener presentes los valores y verdades, sin los cuales a la larga no puede existir convivencia humana soportable.
Juan Pablo II se ha lamentado de que «la cultura contemporánea está, en gran proporción, siguiendo la ilusión de un humanismo sin Dios». ¿Tiene esta ilusión algo también que ver con la proliferación de las sectas?
-Pienso que el fenómeno de las sectas se debe distinguir de la tendencia de un humanismo sin Dios. Aun dentro del amplio fenómeno «secta» se encuentran diferencias significativas. Ante todo, yo quisiera distinguir entre las sectas que quieren ocupar el terreno del cristianismo y las sectas sincretistas que recurren en gran medida a elementos paganos y buscan y ofrecen lo mágico, lo oculto. La mayoría de las sectas cristianas, en cambio, se basan seguramente en la aspiración a una comunidad abarcable, a un sentimiento de protección, a una interpretación simple de la Biblia, sin vínculos históricos ni institucionales. La disgregación consiguiente aquí ya está programada de antemano, porque la comunidad pequeña también crea instituciones y desarrolla su historia, de modo que necesariamente tendrán que ocurrir nuevos éxodos. Sin embargo, son más peligrosas las sectas sincretistas, donde se produce fácilmente una perversión de lo religioso: no es el hombre quien sirve a Dios, sino que se sirve de lo divino y trata de dominarlo. En este caso existen luego formas progresivas de degeneración de lo religioso, que destruyen su verdadera esencia desde la base. Recientemente leí que frente a los 3.000 sacerdotes que hoy día hay en Milán existen allí 4.000 magos. Aquí la ausencia de fe y la superstición se confunden íntimamente. Hoy día se ve que la falta de fe degenera forzosa e irresistiblemente en superstición y que el racionalismo original (o también humanismo) produce un paganismo poscristiano con extrañas mezclas de racionalismo, técnica y magia: en adelante tendremos que preocuparnos más que hasta ahora de estas relaciones.
Haciendo hincapié en la necesidad esencial para los cristianos de dar testimonio de un Dios vivo, V. E. ha señalado que uno de los más graves daños para éstos proviene del refugiarse en cierto moralismo para, así, resultar al fin más comprensibles y aceptables en un mundo secularizado. ¿Podría explicarnos el exacto alcance de este equívoco?
-La reducción del cristianismo a una entidad moral ya existió en el Estado enciclopedista de fines del siglo XVIII y siglo XIX. El cristianismo se medía por su utilidad para el Estado. Debía preocuparse de la educación moral, con lo que garantizaba el funcionamiento de la vida social. Las realidades más profundas del cristianismo, la fe en el Dios uno y trino, en la salvación por Jesucristo, en la gracia divina y en la nueva vida divina dentro de nosotros se consideraban inútiles. Pero se les permitía existir, porque de alguna forma estas realidades estaban entrelazadas con el servicio moral que la fe prestaba a la humanidad. Ésta era una visión desde fuera, desde la autoridad estatal, que naturalmente no pudo dejar de ejercer efectos en lo interno.
Hoy día, en la propia Iglesia es grande la tentación de presentar ante todo el valor útil de la fe y de atribuir menor importancia a todo lo demás. La Iglesia quiere intervenir en el mundo, pero en la atmósfera profana del presente no se pueden representar los grandes principios de la fe. Así, se limita a lo que puede ser comprendido por todos. Mas lo que en un comienzo sólo pretendía ser una renuncia impuesta por las circunstancias, en el entretanto ya se ha elaborado como teoría: la medida de todas las religiones sería su contribución a la praxis de la liberación. En realidad, las religiones existirían para este fin; así nos lo dicen modernos teóricos del cristianismo, incluso teólogos. Bajo este signo también se podría dar lugar, entonces, a la «ecumene de las religiones». A las religiones individuales se les permite conservar sus símbolos, sus formas de culto y sus “mitos”, pero se les exige considerarse unidas en el concepto de que todo esto sirve para aumentar el potencial de las fuerzas de liberación en el mundo. Ante este planteamiento, naturalmente debemos preguntarnos en primer lugar qué se debe entender por libertad. Pero esta cuestión más bien práctica es precedida por otro problema fundamental: aquí la verdad es sustituida por la «praxis» y la fe se reduce a la utilidad. Pero la utilidad de la fe (que en realidad existe) ya no se produce cuando sólo se la busca en función de esta utilidad. La fuerza moral de la fe está ligada a la verdad de nuestro encuentro con el Dios vivo. La grandeza que la fe cristiana llevó a las cuestiones sociales y políticas del mundo siempre nació del amor a Cristo, de la fuerza salvadora de su Pasión. Allí donde el cristianismo se reduce a la moral, muere precisamente como fuerza moral.
En una de las declaraciones hechas por los participantes en el sínodo de Obispos de Europa, celebrado en Roma en diciembre de 1991, concluida ya entonces la muerte política del sistema comunista, se afirma: «Después del derrumbamiento del comunismo, existe aún la posibilidad ideológica de pensar al hombre fuera de la cultura, encerrándolo completamente en la esfera de la economía. Esta hipótesis la promueve la ideología que podríamos llamar del ‘occidentalismo’ o de la ‘sociedad de consumo’, o de la ‘sociedad permisiva’. Para ella, la identidad del hombre se define exhaustivamente por lo que compra o consume, por la satisfacción de sus necesidades materiales y por sus tendencias al goce. Para ella, las naciones o Europa no tienen significado ni futuro; son sólo fragmentos del mercado mundial…».
¿Sobrevive de esta manera el marxismo, incluso después de su colapso político?
-Sí, pienso que las tendencias ideológicas fundamentales del marxismo han sobrevivido a la caída de la figura política que han tenido hasta ahora. Ellas también seguirán determinando el conflicto espiritual.
En primer lugar, no debemos olvidar que, tanto ahora como antes, países importantes son gobernados por partidos marxistas: China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba. Tampoco el sandinismo ha desaparecido simplemente. Partidos más o menos comprometidos con el marxismo desempeñan un papel importante en algunos países de Europa oriental y occidental. Por otra parte, entre el liberalismo y el marxismo existió y sigue existiendo una connivencia silenciosa en puntos relevantes: una interpretación del mundo basada exclusivamente en las fuerzas materiales, la que luego conlleva una interpretación del hombre y de la sociedad únicamente a base de los factores materiales. Si el liberalismo se levanta solamente sobre los mecanismos del mercado, en el ámbito práctico esto ciertamente es un contraste radical con el control burocrático central que promueven los sistemas marxistas. Pero también en la filosofía radical de mercado predomina un pensamiento mecanicista materialista, en que la libertad del individuo se transforma en parte integrante de un sistema global mecánico que funciona forzosamente y tiene leyes confiables. El liberalismo puro no puede superar al marxismo. Necesitamos, como lo demuestra la Encíclica moral del Papa, una concepción de la libertad que esté ligada a la verdad. Necesitamos una imagen del hombre que esté ligada a Dios. En otra forma no podremos encontrar el camino entre la Escila de la anarquía y la Caribdis del totalitarismo.
En años pasados la Congregación para la Doctrina de la Fe que V. E. preside debió ocuparse largamente de problemas suscitados por la llamada teología de la liberación. En respuesta a ella se habló de una teología de la reconciliación.
-Yo veo su fundamento en ese texto tan importante de la segunda Epistola a los Corintios, de San Pablo, en el capítulo quinto, en el que existe un resumen del mensaje cristiano, de acuerdo al cual nosotros, los apostoles, somos mensajeros de Dios y en nombre de Dios pedimos reconciliarnos con Dios, en Cristo.
Por consiguiente, la Redención, el Evangelio, es reconciliación con Dios y tenemos que decir que la enajenación del hombre consiste en el hecho de su carencia de conciliación consigo mismo, de estar dividido internamente, y es imposible su conciliación consigo mismo si no está en paz con Dios, ya que Dios es más íntimo para el hombre que él mismo para sí. Es por eso que sólo el ser reconciliado consigo mismo puede estar en paz con los demás. Esto depende en todo momento de una paz fundamental, proveniente de estar reconciliado con Dios, y sólo quien está en conciliación consigo mismo supera la enajenación y como consecuencia alcanza la liberación.
En tal sentido, esta reconciliación profunda con el ser y, por consiguiente, con Dios y con uno mismo es el fundamento de toda libertad y de toda capacidad de reconciliación, de vivir en paz y de encontrar un justo orden de relaciones, que produzcan un plano de libertad. Pienso en realidad que las ideas equivocadas de libertad y toda esta tendencia a autogenerar un nuevo tipo de ser es producto de una profunda falta de conciliación con uno mismo, con el ser en sí mismo, y supone, por lo tanto, la identificación con un ser contrario a la realidad de Dios, quien es negado porque no se encuentra la paz con Él.
Me parece que, por otra parte, aquí se toma contacto con el fundamento mismo de un nuevo concepto positivo de libertad y de paz, a partir de cuya visión podría elaborarse toda una teología de la libertad y de la paz, embebida con toda la riqueza de la cristología, de la auténtica eclesiología.
En el libro «Informe sobre la Fe», V. E. dice, a propósito de la vida litúrgica, lo siguiente: «Se ha llegado a creer que sólo se da participación activa allí donde tenía lugar una actividad exterior verificable: discursos, palabras, cánticos, homilías, lecturas, estrechamientos de mano. Pero se ha olvidado que el Concilio, por ‘actuosa participatio’, entiende también el silencio, que permite una participación verdaderamente profunda y personal, abriéndonos a la escucha personal de la palabra del Señor. Ahora bien, en ciertos ritos, no ha quedado ni rastro de ese silencio». Hasta aquí sus palabras.
¿Cómo pueden los fieles reivindicar su derecho a una participación verdaderamente profunda y personal frente a ciertos abusos en la celebración litúrgica? ¿Cree que sea posible el renacer de una piedad silenciosa y contemplativa que fundamente una participación profunda y personal en el pueblo fiel, en las circunstancias presentes de una cultura que favorece a la imagen sobre la idea y a la información sobre la contemplación?
-Yo creo que sí, no sólo porque la Iglesia cuenta con la promesa del Señor de que volverá siempre a su centro, sino también porque humanamente ya estoy viendo cómo la nueva generación reencuentra el sentido del silencio, así como el sentido del esplendor de los símbolos, de la objetividad de una gran liturgia en la cual uno no se representa a sí mismo, no es animador, sino que representa el misterio más grande que puede haber para todo ser humano, que es la presencia del Señor.
Veo —y esto es muy natural— que el hombre y el alma cristiana no pueden perder completamente el sentido de esta riqueza, que quizás puede con todo ensombrecerse momentáneamente. Pero en la juventud, que ha vivido suficientemente estos nuevos descubrimientos de la información y la imagen, retorna ya el sentido de la gran liturgia auténtica y su dimensión contemplativa. Por otra parte, el clamor del espíritu cristiano, del pueblo cristiano, es tan fuerte, que no puede quedar sin respuesta. En este sentido, espero que con una nueva generación tendremos también un regreso auténtico de estos elementos tan importantes de la liturgia cristiana.
El conjunto de relevantes reflexiones registradas en estas sucesivas entrevistas con el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, traen a la memoria de quien escribe estas líneas cierta afirmación que le escuchara en la primera de ellas, según la cual el eje de los problemas y debates teológicos modernos respondería a razones de carácter eclesiológico y cristológico. Transcurrido más de un lustro desde entonces y en vista de las inmensas transformaciones que han sacudido la vida cultural a inicios de los noventa, el tema vuelve a plantearse. Ésta es la opinión que me entrega el cardenal Ratzinger: «A mí me parece que hoy día la pregunta sobre Dios propiamente tal se ha convertido en el verdadero problema central. La concepción evolucionista del mundo busca una explicación sin vacíos de la realidad, en que la «hipótesis Dios» (como en Laplace) se vuelve definitivamente superflua. Toda la disposición de ánimo concluye que Dios no aporta nada a la explicación del mundo, y, por consiguiente, tampoco contribuye en nada a resolver mi propia vida. Así, la cuestión de si podemos y debemos vivir nuestra vida con o sin Dios, hoy día se ha convertido en el verdadero problema de fondo. Explicaciones pseudocientíficas de la Biblia que reducen a Jesús a la figura de un rabino un poco extraño, se tornan necesarias cuando se presume que Dios no puede ser un sujeto activo en la historia. En esta forma, la cristología se anula por sí sola. El Jesús humanitario que al fin les queda como sobra es, en último término, una figura insignificante. Con esto, también cae por sí sola la eclesiología, porque entonces la Iglesia pasa a ser sólo una organización humana, nada más. En este sentido, hoy día yo quisiera hablar de una clara primacía de la pregunta sobre Dios».