Celebrábamos la eucaristía del domingo XXV del Tiempo Ordinario. La homilía iba a estar centrada en el encuentro de la comunidad con Cristo, vocación, destino y camino de su cuerpo que es la Iglesia. Pero en nuestra asamblea dominical irrumpió con fuerza la muerte: Una zodiac había naufragado en el Estrecho
Del mar fueron rescatados once supervivientes y ocho cadáveres. Hay un número imprecisado de hombres, mujeres y niños desaparecidos.
La mujer salmista nos invitó a la aclamación: «El Señor sostiene mi vida«. Y luego fue recitando con fuerza las palabras de su salmo: «¡Oh Dios!, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder… escúchame… atiéndeme».
Aquélla era nuestra pobre oración de creyentes, reunidos en la casa de la Iglesia para decirle al Señor nuestra esperanza. Aquélla era la humilde oración del domingo, que subía del corazón de la comunidad al corazón de Dios, oración habituada a la confianza y al amor. Pero hoy, aquel salmo era también la oración de una comunidad naufragada en el Estrecho, oración de hijos de Dios atrapados en las redes de la muerte: «¡Oh Dios!, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder… escúchame… atiéndeme».
Ahora ya no sabes, Iglesia madre de hijos que se te han ido, si las palabras te queman o te hielan el corazón y los labios. Y necesitas otros labios, otro corazón, para devolver a tus palabras la esperanza, la confianza, el amor. Entonces se las entregas a Cristo crucificado, al Hijo, al más amado, y las repites con él y con tus náufragos: «¡Oh Dios!, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder… escúchame… atiéndeme».
Hoy gritamos con él nuestra súplica. Mañana, en la orilla de la vida, podremos cantar con él nuestra confesión: «El Señor sostiene mi vida«. ¡Mañana será domingo!