Una y otra vez en la vida, ante experiencias semejantes nos planteamos la pregunta decisiva: ¿Está justificado el escándalo por el silencio que Dios parece guardar ante las desgracias que ocurren en la vida, sobre todo las que afectan a personas inocentes? Tener que presenciar, impotentes, el espectáculo siniestro de las crueldades cometidas con los hombres por sus mismos hermanos o por un destino adverso nos lleva a pensar que el mundo y la existencia humana carecen de sentido, son radicalmente «absurdos».
Por Alfonso López Quintás.
Catedrático emérito de la universidad Complutense de Madrid
Análisis Digital
3-2-2005
Un día me confesó una joven que durante varios años, tras la muerte de su madre, no pisó una iglesia ni pronunció una oración. En la niñez y juventud había cultivado con fervor la vida religiosa. Se sentía acogida por Dios, y segura. Pero sobrevino la enfermedad grave de su madre. Le confesó su angustia al confesor, y éste la remitió, sin mayores matizaciones, a la promesa evangélica «pedid y recibiréis»: reza y serás oída. Todo su ser se convirtió en plegaria. Día y noche su pensamiento se dirigió insistente y angustiado al Señor de la vida y de la muerte. Todo su amor a Dios y su confianza se concentraron en sus ruegos. Pero su madre acabó sucumbiendo a la enfermedad. Una inmensa decepción se apoderó de su ánimo, y una especie de despecho contra lo divino la alejó de toda práctica religiosa. El silencio de Dios se abatió sobre su espíritu como una sombra maléfica y destructora.
Una y otra vez en la vida, ante experiencias semejantes nos planteamos la pregunta decisiva: ¿Está justificado el escándalo por el silencio que Dios parece guardar ante las desgracias que ocurren en la vida, sobre todo las que afectan a personas inocentes? Tener que presenciar, impotentes, el espectáculo siniestro de las crueldades cometidas con los hombres por sus mismos hermanos o por un destino adverso nos lleva a pensar que el mundo y la existencia humana carecen de sentido, son radicalmente «absurdos».
Para no vernos enfrentados a esta conclusión desoladora, celebraríamos sobremanera que tuvieran lugar golpes de efecto por parte de Dios que dejaran patente la conexión entre el carácter amoroso del Creador y la marcha de los acontecimientos en el mundo. Ello permitiría a los hombres palpar lo religioso, tocarlo, convertirlo en una experiencia cotidiana irrefutable. Seguimos, como los antiguos judíos, pidiendo «signos», y éstos permanecen ausentes. Todo nos hace concluir que debemos arreglar nuestra vida por cuenta propia, en una soledad acosada por este viejo enigma: «¿Tiene sentido una vida abrumada de dolores y abocada a la muerte?»
Actualmente, son numerosos los escritores que preguntan si es posible aceptar a Dios y llevar una vida religiosa habiendo existido los campos de exterminio en Europa central y oriental. La terrible experiencia del escritor judío Elie Wiesel nos sigue sobrecogiendo todavía hoy:
«A los quince años (…), Elie y su familia fueron arrojados al campo de Auschwitz. En la misma noche de su llegada, fue separado brutalmente de su madre y de sus hermanos. Ya nunca volvió a verlos. Habían empezado para Elie y su madre meses de horrores indescriptibles (…). Dos hechos marcaron para siempre su alma de adolescente excepcionalmente impresionable. En la primera noche, iluminada sólo por las llamas que salían de una alta chimenea, cuando Elie se encontraba aún bajo el choque tremendo de la separación de su madre, la columna de los deportados tuvo que pasar cerca de una fosa de donde subían ´llamas gigantescas´. Dentro se quemaba algo. Se acercó un camión a la fosa y arrojó su carga: ´eran niños, eran bebés´ (…). Y Wiesel sigue así: ´ Nunca olvidaré esta noche, la primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche cerrada con siete llaves. Nunca olvidaré este humo. Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpecillos vi transformados en torbellinos de humo bajo un cielo mudo. Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe» .
Para que el silencio de Dios ante nuestra angustia no consuma nuestra fe religiosa, debemos analizar con la mayor profundidad posible si tiene algún sentido el ocultamiento divino. Lo haremos describiendo varias de las fases que suele presentar nuestra experiencia religiosa a lo largo de la vida.
Primera fase (ascendente)
Cuando un niño cristiano oye decir que «Dios es amor» a personas que lo están arropando con su ternura, ve abrirse ante él un mundo de consuelo y amparo, de sentido pleno. Las figuras de Dios Padre, de Jesús, de su Madre María y la Iglesia se convierten para él en lugares de acogimiento. Los cantos en la iglesia del pueblo y en la capilla del colegio, las comuniones devotas, la lectura de ciertos pasajes de la Biblia lo van adentrando cada vez más en un mundo de fervor, de profunda emoción espiritual y de cobijo. Se siente bien en ese mundo cálido. Se ve amparado y querido.
En sus años de madurez, algunas personas alejadas de la vida de fe han confesado sentir una profunda nostalgia por ese mundo acogedor de la infancia. El gran escritor Miguel de Unamuno evocó a menudo con melancolía sus antiguas visitas a la iglesia, los oficios litúrgicos, el sonido sugerente y acogedor del armonio…
Segunda fase (descendente)
La voluntad de independencia lleva a no pocos jóvenes a sentir que lo religioso coarta su «libertad de maniobra», la capacidad de hacer lo que más les apetece. Empiezan a ver a Dios como una instancia poderosa, lejana, que limita su libertad, su capacidad de disfrute, la posibilidad de acumular sensaciones placenteras. Al creer que la libertad verdadera es la «libertad de maniobra» –pues ignoran la existencia y el valor de la «libertad creativa»-, pasan fácilmente a pensar que el Dios que restringe dicha libertad frena su desarrollo como personas.
Este razonamiento simplista les parece concluyente y determina su actitud ante la vida. Todo lo que aparece como superior, elevado y normativo, no resulta atrayente para quienes desean vivir conforme a sus apetencias y ven afeada su conducta por ese ser perfecto y todopoderoso. Si se consideran imperfectos y no son humildes, esa cercanía a lo perfecto suscita en su espíritu una actitud de resentimiento (en el sentido de Max Scheler); lamentan que exista ese valor a su lado, porque su sola presencia les sirve de reproche.
Se agrava todavía más la situación cuando estos jóvenes adquieren conocimientos de ciencias y filosofía, y descubren que, en los albores de la humanidad, el miedo a las fuerzas naturales instaba a las gentes a recurrir a ciertas realidades especialmente poderosas en busca de ayuda, lo que les llevaba a divinizar el rayo, el trueno, el océano… En cuanto la ciencia y la técnica fueron dominando dichas fuerzas, el hombre creyó superar la indigencia primera y bastarse a sí mismo, en la seguridad de que el mundo se explica por sus leyes internas, que todo lo regulan y articulan. Lo que debía hacer era consagrarse a la investigación de tales leyes, para sentirse a resguardo en alguna medida. De esta forma, la ciencia fue vista progresivamente como una instancia salvadora, liberadora de falsos temores ancestrales. Merced a ella y a la razón que le permite elaborarla, el hombre empezó a sentirse dueño de su destino. Como la fe religiosa no puede ser objeto de análisis científico, sino de otras formas de conocimiento, se la consideró precipitadamente como una actitud irracional, propia de personas no cultivadas intelectualmente. Ello llevó a pensar que la experiencia religiosa y la experiencia científica se oponen radicalmente, de modo que debemos optar por una u otra: «O somos religiosos o somos científicos».
Un ingeniero francés confesó al gran teólogo dominico Ives Congar que se veía obligado a abandonar la vida religiosa porque entendía que ésta se basa en el puro sentimiento y él, como científico, debía apoyar su vida en el ejercicio de la pura razón. Resulta chocante que todavía hoy determinados científicos y filósofos de la ciencia sigan enfrentando la ciencia y la religión, como si fueran actividades humanas situadas en el mismo nivel de realidad. En un debate con un teólogo católico, cierto profesor de Filosofía de la Ciencia tuvo la ingenuidad de manifestar que no acaba de ver la posibilidad de demostrar la existencia de Dios con el método científico. Olvidó que este método fue elaborado para estudiar las realidades cuantificables, expresables en lenguaje matemático. Las realidades religiosas pertenecen a un nivel muy distinto y superior. Superan, por definición, la capacidad cognoscitiva del método científico, lo cual no supone para éste un desdoro, ya que por principio se dirige a otros objetos de conocimiento.
Tercera fase (ascendente)
Al madurar como personas y observar que la vida no nos otorga una felicidad completa, nos hacemos cargo de nuestra condición finita, menesterosa, perecedera. Un fracaso amoroso, una quiebra económica, la pérdida de un ser querido en torno al cual se polarizaba nuestra existencia… son sucesos que nos dejan en vacío, porque nuestro entorno vital queda despoblado. Nuestra vida, entonces, parece carecer de sentido.
En estas situaciones límite, surge en nuestro interior más profundo un anhelo difuso pero firme de que exista Alguien que dé sentido a nuestra existencia y nos salve del tormento que supone el absurdo, la convicción de que nada vale la pena, porque todo es un puro sinsentido. Tal anhelo suscita el deseo de que Dios exista. En el diálogo antes aludido, el teólogo le preguntó al profesor si no echa de menos a ese Dios cuya existencia no puede demostrar. Este echar de menos acontece en la tercera fase de la experiencia religiosa.
Cuarta fase (descendente)
El deseo de que Dios exista dispone nuestro ánimo para abrirnos a la fe religiosa. Y, cuando nos vemos acosados por alguna desgracia, volvemos los ojos al Dios acogedor de la niñez. Lo hacemos con la confianza que nos da pensar que Dios, por ser un Padre justo y bueno, debe intervenir y resolver nuestros problemas de forma diligente. Le suplicamos con toda el alma, pero, a menudo, parece desoír nuestras peticiones. Ese silencio nos desazona y nos lleva a pensar que Dios es indiferente a nuestros sufrimientos. No es el Padre amoroso que nuestros mayores nos habían mostrado, y la Religión deja de ser para nosotros un lugar de amparo.
Esta frustración vuelve a alejarnos de la vida religiosa. Si entendemos a Dios con conceptos humanos, interpretamos a Dios Padre como una especie de «padrazo» que en todo momento ha de ayudar al hijo que acude a él. Por ser perfecto, debe ser justo y ocuparse de sus criaturas. Pero, de hecho, no lo hace. ¿De qué vale suplicarle?
Este silencio de Dios nos produce una amarga frustración. Vemos burladas las ilusiones que despertó en nosotros la idea del Dios de la niñez. Nos sentimos engañados por la Iglesia, que nos comunicó la Buena Nueva de un Dios providente: «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá», nos decían los catequistas y sacerdotes con palabras del Evangelio (Mt 7, 7-11; Lc 11, 9-13). Tras mucho suplicar, parece que, al final, sólo nos queda arreglarnos por nuestra cuenta. ¿No es insensato seguir esperando y creyendo en un Dios que rehuye socorrernos?
Esta zozobra nos lleva a acariciar la idea de que el mundo se las compone bien sin Dios. Es autosuficiente, y nuestra tarea ha de consistir en dominarlo, transformarlo, hacerlo habitable.
He aquí ante nosotros dos formas antitéticas de concebir el mundo: o vinculado a Dios o desgajado de Él. Ambas formas no son igualmente válidas; pero son posibles. No se puede considerar como irracional al científico que decide explicar la marcha del mundo sin recurrir a la intervención de Dios. Admitir la posibilidad de dos explicaciones del universo nos deja libertad para adherirnos a la posición creyente sin vernos forzados a ello. La razón no nos fuerza a admitir la existencia de Dios como nos insta a reconocer que dos y dos son cuatro. Si la aceptamos, es de modo libre y lúcido.
Con toda lucidez y libertad interior, debemos preguntarnos cómo es posible admitir la existencia de Dios aun viéndonos sometidos a la desilusión que provoca su silencio en nuestro ánimo. Si damos por hecho que este silencio es incomprensible, injustificable, inadmisible en un Dios poderoso, sabio y justo, nos vemos abocados a negar la existencia de Dios. Hemos de pasar a una quinta fase en nuestro proceso de búsqueda y analizar si tiene sentido el ocultamiento de Dios, el silencio que Dios parece guardar ante nuestras súplicas y nuestro deseo innato de felicidad.
Quinta fase (ascendente)
A medida que ganamos experiencia vital, captamos con mayor lucidez la importancia que tiene en nuestra vida la libertad, la capacidad de decidir en buena medida nuestro destino. Por eso empezamos a valorar más y más el hecho de que Dios nos haya dotado de inteligencia, de libertad y capacidad decisoria. Esa valoración de la libertad nos lleva a pensar como posible que Dios no intervenga abiertamente en nuestra vida, no porque rehuya socorrernos, sino porque desea respetar nuestra autonomía y nuestro poder de decisión. En momentos de serenidad, no de conmoción ante las desgracias, llegamos a pensar que el ocultamiento divino es un don que nos hace el Creador para que seamos capaces de encontrarnos con Él. El encuentro, rigurosamente entendido, sólo es posible entre seres libres, abiertos creativamente a los demás. Esa voluntad de encuentro procede del amor. El amor es el gozne que nos va a permitir descubrir el sentido pleno del silencio de Dios.
Romano Guardini cuenta en su Diario que le asombraba pensar que el Dios Todopoderoso haya querido crear el mundo, llamar al hombre a la existencia y ofrecerle su amistad. Le comentó su perplejidad a un teólogo italiano, y éste le dijo: «Ah, sono cose dell´amore…!». Ah, son cosas del amor. Guardini confiesa que esta sencilla frase fue para él un torrente de luz . El ocultamiento de Dios es una manifestación de su amor, que le lleva a no imponer su presencia en el mundo, a fin de que los hombres se sientan libres para rechazar su existencia o aceptarla, posibilitando así una relación de encuentro. Blas Pascal lo indica de forma muy precisa: «Dios se nos revela con suficiente claridad para que podamos conocerle, y con suficiente oscuridad para que nuestra aceptación sea libre». Su silencio no sólo no revela indiferencia sino que manifiesta un profundo amor, un respeto absoluto al hombre, a su capacidad de iniciativa a favor o en contra de la amistad que Dios le brinda. Este es el sentido del ocultamiento divino. Para comprenderlo a fondo, debemos extender nuestra búsqueda a una nueva fase.
Sexta fase (definitivamente afirmativa)
Esta primera adivinación del sentido del silencio de Dios se refuerza inmensamente cuando reflexionamos sobre la vida de Jesús, con el deseo sincero de que haya un Dios que pueda colmar nuestra vida de sentido aun no respondiendo a nuestras súplicas. Jesús es la revelación plena del Padre. Para conocer al Padre debemos mirar a Jesús. «El que me ve a mí ve a mi Padre» (Jn 14, 9), le dijo al apóstol Felipe. Pues bien. Ese Jesús que revela lo que es el Padre pasó la vida ocultando en buena medida su divinidad, para que no le tomaran como un guía poderoso al modo humano. Quería revelarnos el amor incondicional del Padre y nos invitaba a crear con él un Reino de fraternidad. Con su vida y sus obras, Jesús revelaba su condición divina y la velaba al mismo tiempo. Cuando hacía algún signo portentoso, solía decir a los testigos: «No digáis a nadie lo que habéis visto». Era poderoso en palabras y obras, pero no forzaba a nadie a aceptarlo como Mesías. Bien sabemos que los grandes valores se nos muestran, nos piden que los asumamos y realicemos, pero no se nos imponen, aunque en sí son imponentes por la fecundidad que albergan para nuestra vida. Jesús quería que lo conocieran a fondo a través de una vida de compromiso personal con él, de participación en su misión redentora, de generosidad incondicional. Y lo aceptaran gustosamente, por persuasión interior.
Los apóstoles se sentían sobrecogidos al ver de cerca el poder que irradiaba Jesús. Pero él no se imponía; se extenuaba haciendo el bien, pronunciando palabras de vida eterna, cumpliendo la voluntad del Padre en todo momento, incluso cuando tuvo que optar libremente por entregar la vida. En el momento supremo de su muerte, Jesús parece sentirse abandonado. No obstante, sigue fiándose de su Padre al parecer ausente. En ese momento veló al máximo su divinidad. ¿Qué motivación pudo llevarle a ese supremo anonadamiento en plena juventud? Nada puede explicarlo sino el amor, el amor incondicional que Jesús comparte con el Padre que guarda silencio ante las solicitudes de los hombres, incluido su Hijo muy amado, en quien tiene sus complacencias.
Este tipo de amor suscita una confianza sin límites, y una fe inquebrantable, capaz de superar toda decepción. Cuando vemos que alguien da la vida por nosotros, cobramos confianza absoluta en él. Esa confianza llevaba a Jesús a amar la voluntad del Padre y no tener más meta en la vida que cumplirla. Y todo ello por amor.
El hecho de que esa vida anonadada hasta el sacrificio total haya culminado en la Resurrección indica que la confianza absoluta de Jesús en el Dios que pareció dejarlo a su suerte estaba plenamente justificada. La muerte, el dolor, la suprema renuncia no son ya lo último: son pasos hacia el triunfo definitivo. Al contemplar la vida y la muerte de Jesús desde la Resurrección, descubrimos que su conducta humilde no respondía a incapacidad para liberarse de sus enemigos sino a un amor incondicional a todos los hombres, incluso a quienes querían deshacerse de él.
Al ver lo dicho anteriormente de conjunto, surge una gran luz, que nos permite descubrir que el silencio de Dios, su voluntad de respetar incondicionalmente la libertad humana, la actitud obediente de Jesús y el amor recíproco entre Dios y sus criaturas… se hallan vinculados de raíz. Como el Padre de la parábola del hijo pródigo (Lc 15), Jesús –revelador del Padre- actúa con una lógica distinta a la nuestra, es decir, con una forma diferente de pensar, sentir y querer. No quiere imponerse por la fuerza; sólo desea sugerirnos que la verdadera grandeza del hombre radica en el ejercicio incondicional del amor. Ese amor que le lleva a una muerte infamante es la patentización luminosa de su grandeza espiritual; es, por tanto, su verdad. Le damos crédito en virtud de su muerte. La muerte no es algo secundario en la vida de Jesús. Es la suprema manifestación de quien era, qué buscaba, cuál era su ideal, su actitud ante la vida, la muerte y el destino de los seres humanos. Es el testimonio fidedigno de que su doctrina es auténtica. Tenemos razón al fiarnos de él y darle crédito. La imagen del amor que se revela en Cristo es la fuerza que sostiene nuestra religiosidad, incluso cuando parece que estamos dejados de la mano de Dios. Nos lleva, pues, a creer en el amor del Dios oculto.
«La muerte y resurrección de Cristo –escribe certeramente Javier Monserrat- es la señal definitiva de su verdad. Cuando Él sea levantado en alto, en la cruz, atraerá a sí todas las cosas». «¿Cómo no vamos a darle un voto de confianza absoluta si vemos que ha llegado al amor máximo de entregarse a la muerte por nosotros? ¿Cómo no va a ser la imagen del amor que se nos revela en Cristo la fuerza que sostenga nuestra religiosidad y nos abra a la esperanza de las riquezas del amor de Dios que todavía debemos descubrir?». «En la figura de Cristo crucificado, todo hombre descubre una llamada, objetiva e interior, por la acción del Espíritu, para creer en el amor del Dios oculto, del Dios que ha permitido el pecado y se ha dejado llevar a la muerte por amor al mismo hombre pecador». «La misma imagen, paradójica, de la cruz de Cristo es para el hombre la prueba definitiva de que en ella se oculta la verdad de Dios» .
El ocultamiento de la divinidad de Jesús no debe instarnos a la increencia, sino a enardecer nuestro entusiasmo por la figura de Cristo Crucificado, en el que se nos revela Dios tal como es, no como nuestra mentalidad terrena quisiera dibujarlo. Algo semejante sucede con el silencio que parece guardar Dios respecto a nuestras llamadas de auxilio.
Ahora vemos que el dolor y el sacrificio, asumidos en virtud del ideal de la unidad, tienen un sentido redentor, por ser la manifestación suprema de una forma de amar absoluta, desligada de cualquier condición. Jesús actuó siempre llevado por una ola de amor que inundaba toda su vida y la transfiguraba. He aquí nuestro modelo. Si en todos los momentos de la vida debemos realizar una transfiguración o resurrección, las horas de sufrimiento debemos también convertirlas en algo glorioso, viviéndolas como una manifestación de amor sin límites. Entonces, la amargura de las desilusiones no empañará nuestra vida; la hará elevarse a un nivel superior. En este nivel, que es el del amor incondicional, descubrimos que Jesús no vino a redimirnos del dolor sino del sinsentido del dolor. Al responder con amor a las desgracias, desviviéndonos por aliviar la desgracia de los damnificados, nos elevamos a una vida más noble, una vida transfigurada.
Síntesis
Sobrevolando lo dicho, advertimos que podemos creer en el amor de Dios por encima de su ocultamiento. He aquí una característica básica de la existencia cristiana.»Cristo –escribe Javier Monserrat- es el signo definitivo que Dios ha querido darle al hombre para afianzarlo en el sentido –el único sentido posible- de la religiosidad humana: la creencia en el amor de Dios por encima de la amargura y el desánimo de su ocultamiento y su silencio. Un signo que no es impositivo; es una última llamada al corazón del hombre, pero sin imponerle la aceptación de Dios, quitándole la posibilidad de negarle» .
A través del mundo, el hombre puede vislumbrar la existencia de Dios y el sentido de su silencio y su ocultamiento. Al encontrarse con la revelación de Dios en Cristo, ve una coherencia magnífica con lo que adivinaba en la creación. En la muerte, Jesús se anonada por amor al hombre. Este amor ilimitado nos da confianza de que Dios, aunque guarde silencio, ama al hombre inmensamente, como amaba a su Hijo.
Nosotros, que pedimos ayuda al Padre y a menudo no obtenemos respuesta, logramos nuestra figura plena de hombres en la persona de Cristo crucificado. En Él, Dios Padre renuncia a imponer su presencia; acepta el mal uso de la libertad por parte de los hombres. Pudiéramos interpretar esta actitud como indiferencia ante el aparente fracaso de Jesús y la caída de los hombres en la indignidad. Pero, al resucitar Jesús, se nos muestra que el anonadamiento tiene un final feliz, y nos anuncia nuestra propia resurrección. Esta resurrección es debida a la transfiguración que opera el amor. El amor es la fuente de nuestra salvación, de nuestra definitiva conversión en hijos de Dios. Los distintos sufrimientos que parecen quitar sentido a la vida, y, sobre todo, el anonadamiento total que supone la muerte, cobran un valor positivo cuando se los vive con una actitud de amor.
Esta es la verdad profunda de la vida de Jesús: la revelación de que en su vida, muerte y resurrección se hallaba presente el Padre, que, por amor, renuncia a imponerse para que nos decidamos, libre y lúcidamente, a lograr nuestro pleno desarrollo personal mediante el encuentro amoroso con Él. Con ello cumplimos uno de los grandes anhelos de nuestra vida: descubrir el espléndido destino que nos tiene reservado el Dios que se oculta si no desconfiamos de su amor a pesar del desvalimiento que implica todo gran dolor.
No desconfió del amor divino la joven Juana de Arco cuando se vio acorralada por sus enemigos y condenada a morir en la hoguera: «Tómalo todo con buen ánimo –se dijo-; no te quejes de tu martirio; el Señor está contigo». Ponerse en las manos del Señor que nos ama inmensamente es la actitud propia de todo cristiano, que toma como modelo al Jesús que asumió, por amor, el anonadamiento de la cruz.
Hemos llegado a esta luminosa conclusión a través de un proceso zigzagueante, en el que se han alternado las fases de distanciamiento de Dios y las de acercamiento . Estas fases se dan también en la vida espiritual de los pueblos. Hay épocas en que parece que la fe ha desaparecido; otras, en que la vida de fe es algo común y tiene una vigencia social. Se dice a veces: Hoy no tiene sentido creer porque ya nadie cree, o vive como si no creyera; la fe religiosa es algo superado, obsoleto; el hombre que cree es un ser alienado, entregado al temor de las fuerzas naturales, falto de criterios intelectuales serenos y sobrios. Actualmente, sabemos que estas épocas de declive de la fe han de ser consideradas como fases de un proceso, no como estados definitivos. Recordemos la teoría del positivista Auguste Comte acerca de los tres estadios –a su entender, sucesivos y excluyentes- de la Humanidad: el religioso, el metafísico, el científico. En el momento actual, sabemos bien que estas tres actitudes ante el enigma de la realidad no sólo no se oponen sino que, bien entendidas, se complementan.
Las cuestiones relativas al sentido último de nuestra existencia debemos tratarlas con sumo cuidado, sin dejarnos llevar del desánimo que provocan las grandes adversidades. Hemos de tener en cuenta la condición zigzagueante de nuestra experiencia de fe, analizarla y discernir en qué fase de la misma estamos. Albert Camus se quedó en una de las fases: la del escándalo provocado por el hecho de que el Dios considerado sumamente justo permita el dolor y la muerte de los inocentes, sobre todo los niños. En su obra La peste, Rieux, impresionado por la muerte del hijo del juez Othon, le dice al Padre Paneloux: «Usted sabe bien que éste era inocente». El dolor ante tal injusticia no le permitió a Camus recorrer las siguientes fases del proceso intelectual-espiritual de búsqueda, a través de las cuales podía haber adquirido luz suficiente para reconocer la existencia de Dios, no a pesar de su silencio, sino precisamente porque reduce a silencio toda voluntad de imponer su presencia entre los hombres. En esa búsqueda hay momentos de entusiasmo por la existencia de un Dios acogedor, principio y fin del universo; y hay momentos de depresión, desilusión, desánimo y alejamiento respecto a ese Dios, que parece desear ocultarse. Si perseveramos en la búsqueda, conservaremos viva la nostalgia de Dios, el deseo de que exista para dar sentido pleno a nuestra vida. Al final del camino, descubriremos el papel central que juega en la vida cristiana la figura de Cristo anonadado en la cruz y glorioso tras la resurrección.
Hoy tenemos ante nosotros dos posibilidades de explicar el universo y la vida humana: la atea y la creyente. Pero no debemos tomarlas como dos posibilidades que están ahí para que escojamos una, de forma estática. Hemos de irlas viviendo sucesivamente como fases de un proceso de maduración espiritual. En unas fases se presentará ante nuestros ojos la actitud atea como la más plausible. En otras, la creyente. Al final, ésta se mostrará en toda su riqueza de sentido y nos determinaremos a adherirnos del todo a Dios precisamente porque guarda silencio. Queda, así, patente la fecundidad del método seguido. A la luz de lo antedicho adquieren una profunda significación estas palabras del gran Pascal: «Todas estas contrariedades que parecían alejarme más que nunca de la religión son las que me han conducido con la mayor rapidez a la verdadera» .
Epílogo sobre la oración de petición
Hacemos bien en elevar súplicas al Señor cuando nos vemos desvalidos. Pero no debemos tomar la oración como un simple medio para un fin: evitar ciertos males, conseguir determinados bienes. Esta actitud hemos de perfeccionarla analizando lo que significa la oración en una persona creyente. Al orar, debemos vernos situados en la órbita divina, en el ámbito de la relación de amor mutuo entre Dios y el hombre, en el espacio vital de la Iglesia, como comunidad orante y peregrina hacia Dios. Nos sentimos finitos, menesterosos, y acudimos al Padre común, del que sabemos que nos ama inmensamente y confiamos en El. Dirigimos súplicas diversas a Dios, pero lo hacemos sabiendo que el sentido definitivo de nuestra vida radica en prepararnos para la vida eterna, instaurando aquí el Reino de Dios.
Nuestra oración debe estar inserta en esa trama de vida y de amor, como estuvo la oración de Jesús, que no tenía otra meta sino cumplir la voluntad del Padre. Este cumplimiento lleva consigo sufrimiento y renuncias. Tal sacrificio supone una prueba y una purificación. Nos dispone el ánimo para purificar nuestra mirada y no perder nunca de vista la verdadera meta de nuestra existencia. Si deseamos conseguir que el sufrimiento tenga en nuestra vida este efecto purificador, bien haríamos en rezar esta plegaria:
«Qué bueno sería, Dios mío, poder estar entre aquellos que te aman por Ti mismo. Poder estar entre aquellos que soportan tu ocultamiento porque les importa más confiar en Ti que entenderte…; entre aquellos que no intentan encerrar a Dios en sus deseos, sino sólo inclinarse ante su infinitud.
Qué bueno sería, Dios mío, estar entre aquellos que mantienen tu alabanza aun cuando están destrozados, entre aquellos que saben renunciar a lo accidental porque quieren ser libres para lo esencial, entre aquellos que se reconcilian con las preocupaciones de este mundo, porque han oído la llamada del Amor».
Hace unos años, un grupo de focolarinas tuvieron un grave accidente de tráfico. Quedaron dispersas al fondo de un barranco. Ya casi sin aliento, una de ellas musitó esta frase: «Dios es amor». Y las demás la fueron repitiendo, una tras otra: «Dios es amor, Dios es amor…» Fue una forma bellísima, realmente sublime, de entregarse definitivamente en los brazos del Padre.