Una mirada oscura, con medio rostro tapado por una mascarilla, desafía a la cámara
A su lado, un niño se tapa el frío con los brazos, trata de ocultar una piel que ha sustituido el vello por manchas negras y pequeñas verrugas. La mano de Alfredo Cedrán, con las uñas disueltas, desvela las primeras consecuencias de la exposición a los elementos químicos que desprende el glifosato, el herbicida más utilizado en los campos de cultivo argentinos.
Son imágenes que capturó Pablo Piovano, fotógrafo del diario argentino Página/12, después de recorrer en 2014 el norte rural argentino y que forman parte de una exposición que se presentó recientemente en España.
En tres viajes completó unos 15.000 kilómetros por localidades de las provincias argentinas de Chaco, Misiones y Entre Ríos. En esa travesía, Piovano se encontró con lo que califica de “catástrofe sanitaria”: abortos espontáneos, hidrocefalias, microcefalias y diferentes malformaciones se convirtieron durante su viaje en elementos dolorosamente comunes de aquel paisaje del interior del país.
Allí los casos por habitante de cáncer, trastornos hormonales y malformaciones triplican la media nacional, según asociaciones de médicos del país. Cientos de localidades de las provincias de Chaco, Entre Ríos, Misiones, Córdoba o Santa Fe tienen dos denominadores comunes: unas tasas de enfermedad desorbitadas y la proximidad a las zonas de cultivo intensivo que se extienden a lo largo de unos 30 millones de hectáreas por todo el país.
Fabián Tomasi sufre desde hace varios años una polineuropatía tóxica severa que ataca a su sistema nervioso periférico. Sus brazos cuelgan sin fuerza de un torso enclenque, desvencijado, privado de carne y nervio. Desde joven, se había dedicado al mantenimiento de aviones fumigadores en una sucursal de la empresa agrícola Molina y Compañía S.L.R en la localidad de Basavilbaso (Entre Ríos). Cada día llenaba los tanques de herbicida de las aeronaves que luego fumigaban los campos de la zona desde el aire.
“Cargábamos los aviones con veneno. Abríamos los tanques de 20 litros y al sacar las tapas se te pegaba todo el veneno en las manos. Comíamos debajo de las alas de los aviones, donde el veneno goteaba. Llegábamos a casa y la cara nos ardía. Si me pongo a pensar, estar vivo es un milagro”, relata en una entrevista con eldiario.es.
La de Fabián es una de las decenas de historias que retrató Piovano con su cámara.
Él fue quien me mostró la dimensión de lo que estaba sucediendo. Su cuerpo es un ejemplo vivo del impacto de los agroquímicos: no puede comer sólido, usar sus manos… Su testimonio me dio el impulso para seguir recorriendo”, explica Piovano.
En Misiones, la provincia más al norte del país, Piovano se hospedó en casa de una familia donde, dice, “era muy claro que los agroquímicos eran responsables de la tragedia”. La hija pequeña se levantó un día con una fiebre que la mantuvo días internada. Ocho años después un riñón dejó de funcionar. Su hermano padece desde hace varios años fuertes problemas mentales. Su madre había muerto y su padre, quien al igual que Tomasi trabajó toda su vida en una empresa fumigadora, sufría graves enfermedades de diferentes tipos. “Era muy clara la casuística”, insiste el fotógrafo.
Durante la conversación telefónica Piovano recorre en coche las zonas rurales de España, antes de emprender un viaje similar por los países más agrícolas de la Unión Europea. Al mismo tiempo, en Bruselas los europarlamentarios trabajan sobre un tratado de libre comercio entre Europa y Estados Unidos (el polémico TTIP) que incluye un apartado sobre seguridad alimentaria en el que se contempla la regulación de los agroquímicos para controlar las cosechas.
En las negociaciones por la firma del tratado comercial, la UE está dividida ante las presiones de la multinacional agrícola Monsanto, que pide renovar la autorización para comercializar el glifosato durante 15 años más.
El glifosato
El uso del glifosato, así como el de otros pesticidas, no paró de crecer en la última década.
Según un estudio realizado en 2014 por el departamento de Salud Ambiental del Ministerio de Salud argentino, el comercio de productos fitosanitarios -plaguicidas y fertilizantes- aumentó entre 2002 y 2008 un 48,7%. Así, ese año se comercializaron un total de 225 millones de litros de estos químicos, de los cuales, cerca de un 75% fueron herbicidas.
La única bajada de la comercialización de estos productos durante los últimos años se produjo en 2015, cuando la facturación en Argentina de las cinco grandes del sector (Monsanto, Syngenta, Dow AgroSciences, Bayer y Atanos), cayó un 16,7% con respecto a 2014, si bien es cierto que esta merma vino motivada por desacuerdos con el Gobierno anterior por las retenciones al campo. La facturación por glifosato cayó un 24%, una bajada en la que también tuvo que ver la caída del precio del producto, tal y como reveló el diario La Nación, que recogió opiniones de expertos que estimaron una corrección de esta baja para el año actual.
Aunque, según las empresas comercializadoras de este tipo de productos, el glifosato no es perjudicial para la salud humana, la Organización Mundial de la salud (OMS) introdujo el pasado año ese principio activo dentro de las sustancias calificadas como “probablemente cancerígenas”.
Esta decisión llegó seis años después de que el fallecido investigador argentino Andrés Carrasco publicara en la revista Chemical Research in Toxicology un paper en el que demostraba los efectos adversos del glifosato en vertebrados. Por este estudio, Carrasco recibió numerosas amenazas y el descrédito público del actual ministro de Ciencia de Argentina, Lino Barañao. Además, en 2011 Wikileaks publicó la filtración de un cable diplomático de la embajada estadounidense en el país austral en el que se demostraba que el científico había sido investigado por sus publicaciones sobre el uso del compuesto químico.
“Yo puedo afirmar que hay evidencia científica que demuestra la relación entre la exposición a la química y el daño a los organismos biológicos en distintos grados y en distintas características. Lo que no puedo decir es que solamente por esa química se producen estos problemas de salud”, indica en una entrevista con el diario.es Damián Verzeñassi, Director del Instituto de Salud Socioambiental de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario, quien durante años ha estudiado con sus alumnos el efecto de los herbicidas en las poblaciones cercanas a los campos de cultivo.
Verzeñassi comenzó en 2010 una novedosa experiencia con los estudiantes de último año de medicina. Organizó lo que denominó “campamentos sanitarios”, cinco días de investigación de campo en poblaciones rurales de Argentina con menos de 10.000 habitantes. Durante ese periodo de tiempo, los alumnos realizan todo un estudio médico de las poblaciones: toman muestras del estado de salud de cada uno de los vecinos, definen diferentes diagnósticos e introducen todos esos datos en un sistema estadístico.
“Cuando empezamos a ver los datos nos dimos cuenta de que el resultado de las encuestas era muy similar en localidades de diferentes provincias, alejadas entre sí, y muy diferentes del perfil de Argentina”, cuenta el médico. Mientras que en Argentina la principal causa de muerte son los problemas cardiovasculares, los infartos, en todas estas comunidades pequeñas, la enfermedad más mortífera era el cáncer. Además, se daban muchísimos trastornos endocrinos, como el hipotiroidismo, que se presentaba como la segunda causa de enfermedad crónica en estas poblaciones.
En busca de una respuesta que aclarase esta desviación del perfil nacional, los investigadores de la universidad comprendieron que 23 de las 26 comunidades estudiadas, -el 80% de las 87.382 personas analizadas-, se encontraban a menos de 1.000 metros de campos de fumigación”, relata.
De acuerdo con los datos publicados por los alumnos de Damián, si se suman los casos de cáncer diagnosticados desde el 2000 hasta el 2015 en estas localidades, la mitad ocurren en los últimos cinco años. “¿Esto significa que pasó algo en el 2010? No, significa que 10 o 15 años atrás tiene que haber pasado algo. Ese algo se evidencia diez años más tarde, que es más o menos el tiempo que tarda un cáncer en desarrollarse”, explica el profesor.
Un cambio de modelo productivo en Argentina.
El principal cambio en el proceso de producción en los territorios rurales en Argentina se dio en 1996 cuando el Gobierno aprobó la utilización de eventos transgénicos dependientes de potentes agroquímicos, especialmente la Soja Roundup Ready (RR) -del inglés, lista para el Roundup, herbicida cuyo principal activo es el glifosato-. Así, todas las localidades del interior del país fueron quedando totalmente rodeadas de campos extensivos de soja, aunque también de maíz y trigo, con semillas transgénicas. Comenzó lo que unos años después se conocería como el ‘boom’ de los commodities.
Lo curioso, según Verzeñassi, es que en los 80, la OMS había calificado el glifosato como elemento de riesgo 2A -”probablemente cancerígeno”- y a principios de los 90 rebajaría su peligrosidad hasta un nivel 4 -”inocuo para la salud humana”-, poco antes de que la multinacional Monsanto lanzase la patente de la Soja RR y comercializase el Roundup como el herbicida más eficaz. A partir de 1994 la compañía radicada en Sant Louis comenzó a vender licencias a las principales empresas de semillas del país, como Nidera o Don Mario, para que pudieran distribuir su soja transgénica, tal y como explica Marie- Monique Robin, la autora del documental ‘El mundo contra Monsanto’, en su libro ‘Monsanto en Latinoamérica’.
Dos años después, la soja RR se expandió por todo el territorio. Si en 1971 los cultivos leguminosos ocupaban 37.000 hectáreas, en 2007 representaban el 60% del territorio cultivable del país con 16 millones de hectáreas. Actualmente, Argentina es el tercer exportador mundial de soja, después de Estados Unidos y Brasil.
Los efectos del sistema de producción que introdujo el gigante de los agroquímicos llegaron, efectivamente, unos 10 años después. Según el Instituto Nacional de Cáncer argentino, en 2012 hubo 217 casos de cáncer por cada 100.000 habitantes. En los pueblos analizados por el proyecto de Verzeñassi, ese número ascendió a los 397,4, cerca de un 48,7% más, un ratio que se mantiene estable desde el comienzo del estudio.
Un periodista francés le expuso todos estos datos a Patrick Moore, un lobbista defensor de Monsanto durante una entrevista para un documental de Canal +. Para Moore, quien en su pasado formó parte de la ONG ecologista Greenpeace, el trabajo de Verzeñassi no existía en la medida en que no estaba publicado en ningún paper. Ante esta respuesta, el periodista ofrece al defensor del glifosato beberse un vaso de ese líquido, dada su presunta inocuidad.
Por su parte, el Gobierno argentino, quien todavía mantiene la clasificación del glifosato en nivel 4, contradiciendo a la OMS, habla de “buenas prácticas”. Hace unas semanas, el Ministerio de Agroindustria, que dirige Ricardo Buyraile, invitó a docentes e investigadores a participar en una muestra de buenas prácticas de la actividad agrícola.
En la página web de la Cámara argentina de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe) hay una serie de instrucciones en las que se muestra el equipamiento que deben llevar quienes trabajan con productos de fumigación: un buzo que se asemeja al que usan los médicos que tratan el ébola. Para Verzeñassi, la contradicción es clara: “Si el producto es inocuo, ¿por qué es necesaria tanta protección?”.
“No hay manera de esparcir bien 300 millones de litros de veneno”, protesta Fabián, quien nunca tuvo acceso a esa protección que recomienda el Ministerio. Además, los estudios de la Universidad de Rosario certifican que ni siquiera es necesario tener un contacto directo con el material. Las partículas quedan en suspensión tras ser rociadas desde el avión y el aire las transporta.
Justicia contra la muerte
En los buscadores de jurisprudencia de provincias como Santa Fe o Córdoba proliferan fallos, apelaciones y sumarios cerrados que llevan “glifosato”, “fumigaciones” o “herbicida” como palabras clave. Las asociaciones en defensa de los afectados por este problema acuden una y otra vez a los tribunales para buscar una justicia que compense el dolor, aunque la pelea es complicada.
Una de las sentencias más contundentes la firmó en 2011 un juez de la localidad de San Jorge (provincia de Santa Fe), Tristán Martínez, quien prohibió de forma permanente fumigar en los campos adyacentes al barrio de Urquiza de esa ciudad.
Confirmó así el fallo de una instancia menor en la que se emplazaba al Ministerio de Agricultura, Ganadería, Industria y Comercio de la provincia santafesina a elaborar un estudio en conjunto con la Universidad Nacional del Litoral (UNL), con el objetivo de evaluar el grado de toxicidad de las explotaciones agrarias en la zona. Al mismo tiempo, pidió al Ministerio de Salud provincial un estudio en los barrios aledaños para comprobar si con el tiempo bajaban las afecciones entre los vecinos.
Martínez tuvo acceso a los resultados de dichos informes, cuyos resultados lo condicionaron para mantener la prohibición de fumigar: las visitas al médico se habían reducido significativamente. “No se pudo concluir de modo irrefutable que la disminución de las consultas (médicas) entre ambos períodos se deba a la prohibición de fumigar. No obstante, esa hipótesis parece ser la más plausibles”, expuso en su sentencia pionera.
Nunca antes un juez había decretado una prohibición directa de las fumigaciones. Además, por primera vez, el fallo pedía que fueran los demandados quienes demostraran que su productos no eran nocivo y no los damnificados lo contrario.
“Ese es el gran problema -protesta Piovano- que son las víctimas las que tienen que comprobar que su cáncer o su leucemia la produjo el herbicida. Debería ser al revés, ellos tendrían que probar que su producto no hace daño”.
Los vecinos de la localidad de Totoras presentaron ante la Justicia los resultados del campamento sanitario de la Universidad de Rosario. En base a aquellos datos, un juez declaró en enero de este año inconstitucional fumigar a menos de 500 metros de zonas habitadas. Tumbó así una ordenanza del Gobierno local que permitía estas prácticas a una distancia de 100 metros de las poblaciones.
La lucha del pueblo argentino contra estas multinacionales no es pequeña. El colectivo Paren de Fumigar, la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, las Madres de Ituzaingó o el proyecto de Verzeñassi son pilares de una lucha que avanza a pasos pequeños contra una industria con poder en toda la superficie cultivable del globo.
“¿Cuánto crecimiento de PBI de un país justifica la leucemia de un niño? Que me respondan eso. ¿Cuánto crecimiento justifica un niño nacido con malformación, el desarrollo de cáncer, de hipotiroidismo en una persona? ¿Cuánto cuesta nuestra salud? ¿Quién y cuándo decidió que la vida se puede medir en términos económicos?”, se pregunta Verzeñassi.
Antes de colgar el teléfono, Fabián llama a su madre para que lo ayude a acostarse. “Sé que es discutible, pero yo te puedo asegurar que en países como el nuestro, siendo pobres se muere más fácil: esa es mi experiencia. Lo veo en los chiquitos de las fotos de Pablo”, suspira.
Autor: Alberto Ortiz