Elecciones europeas: unidos por el hartazgo

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Las elecciones europeas han puesto al descubierto varias realidades importantes

En primer lugar, el hartazgo. El resultado ha sido contundente. Del triunvirato de las “tres erres”, dos ya abdicaron con una mayor o menor relación causa-efecto con las elecciones: el Rey y Rubalcaba.Su desaparición deja dramáticamente sola a la tercera: a Rajoy. Carente ya de toda credibilidad ni voluntad reformadora profunda, el presidente de gobierno de pronto ha quedado como el último mohicano del Ancien Régime de la transición. Si se consolida el nuevo reparto del poder, el bipartidismo ya no sólo será incapaz de reformar la constitución al carecer de los necesarios dos tercios de los votos; tampoco podría legislar con mayoría absoluta, ni sumando los votos de los dos partidos bandera de esta fase histórica de España, que empieza a ser ya historia.

En segundo lugar, la existencia de un espacio electoral no cubierto por la izquierda del “socialismo” del PSOE y del “comunismo” de IU. La gente ha demostrado estar harta de pseudo-izquierdas oportunistas, dogmáticas y corruptas. Los electores sensibles al descalabro social de España no quieren partidos que confunden ser de izquierdas con rancios anticristianismos, imposiciones culturales new age, experimentos de ingeniería social siempre en detrimento de la familia, politburós anquilosados y autoritarios; ni complicidad con prebendas sindicales heredadas del verticalismo. 

La traición del socialismo europeo al internacionalismo ya hizo posible la primera guerra mundial, mientras que hoy permite con sus votos, complicidad con los grandes banqueros y cambios constitucionales, que unos países de la “Unión” suspendan forzosamente la soberanía de otros países (¿no es esa la definición de guerra?) a fin de que les paguen las “deudas”, por encima de los cadáveres de los parados que esto provoca. ¿Cómo no va a haber crisis de credibilidad del socialismo tradicional?

Quieren una izquierda solidaria y verdaderamente democrática que recupere discurso y lucha efectiva a favor de los excluidos de nuestra sociedad, que acabe con el paro, pare los desahucios, cree una economía alternativa del bien común libre de pelotazos y riquezas escandalosas y parasitarias y que dé protagonismo político a las personas.

De entre varios partidos que se disputaron este espacio electoral fue el discurso de Podemos el que consiguió al final tirar de esa cuerda electoral. Analizaremos más adelante el fenómeno de este “partido” que pese a reivindicar la democracia asamblearia se presentó en tertulias y papeletas electorales como el Show de Pablo Iglesias, con su cara convertida en logotipo.

El tercer aspecto que han puesto de relieve estas elecciones (y sólo en tercer lugar) es que en realidad no se han llevado a cabo como europeas. Hemos presenciado 28 campañitas nacionales, sin proyección europea. Aunque la mayoría de las leyes que regulan nuestras vidas se hacen en Bruselas y se refrendan en Estrasburgo, sólo se ofreció a los ciudadanos la posibilidad de elegir un parlamento en base a debates electorales ajenos a buscar maneras de afrontar los grandes temas europeos con perspectiva común y movilizando los enormes recursos de todo el continente para acabar, por ejemplo, con el paro que es el primer problema político en grandes partes de la Unión.

En lugar de eso, en cada país se enfocaron los asuntos de manera aislada (¡divide y vencerás!), descontextualizados de su marco global europeo e internacional. Muchas de las cuestiones tratadas son problemas para unos (paro y deudas) y beneficios para otros (pleno empleo y superávits). En consecuencia, la nociva falta de una verdadera visión europea ha llevado a que en unos países el mismo problema se ha tratado en clave de “evitar el contagio de un problema ajeno” y en otros en clave victimista, pero sin exigir una responsabilidad común por resolverlo. El resultado es un circo electoral con el objetivo de que los pueblos de Europa se mantengan enfrentados en lugar de descubrir el beneficio y la fuerza de su propia unión.

Un último aspecto a destacar tras las elecciones es el significativo avance del “voto del hartazgo”, un elemento común en casi toda Europa. Analizando este fenómeno bajo el prisma de las diferentes perspectivas nacionales del punto anterior,simplificando mucho, podemos constatar que:

  1. El “sur” votó de manera significativa contra los partidos que aceptaron la imposición del norte para empobrecerlo deliberadamente en aras de “hacerlo más competitivo” (y pagar deudas), provocando unas tasas de paro que dejan en ridículo las de la Gran Recesión de hace 85 años, factor clave en el posterior surgimiento de las dictaduras populistas y fascistas en Europa.
  2. El “norte”, satisfecho consigo mismo y en una excelente situación económica, votó tanto a los partidos establecidos como a los “euroescépticos” con su demagogia antisolidaria que presenta al “sur” como un lastre y a los inmigrantes como una amenaza y que contaron con notable tirón electoral entre los segmentos de la población que temen quedarse al margen de su propio “estado de bienestar”.

Se trata de dos perspectivas electorales aparentemente diferentes, pero ambas beben del mismo pozo electoral, el de los excluidos y de los que temen verse marginados. En consecuencia, tienen en común ser formaciones populistas, a menudo con programas que no pasan de “lista de deseos”, en general encabezadas por personajes mediáticos y altamente personalistas tipo Marine Le Pen, Bepe Grillo, Nikel Farage o Pablo Iglesias, construidos para la opinión pública a golpe de reality-tertulias y tweets.

En este contexto, las etiquetas “derecha-izquierda” han quedado como meras fórmulas demagógicas. Le Pen es proabortista, laicista, exige la retirada de símbolos religiosos de las plazas públicas, pide sacar a Francia de la OTAN, considera el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial causantes de la crisis económica, defiende la sanidad pública, propone un modelo de democracia popular mediante referéndums y proposiciones legislativas directas, además de plantear una economía que mejore los salarios y la protección social de los obreros.

El discurso de Le Pen ocupa el “espacio político de los perdedores” de un sistema que se ha vuelto cada vez menos social y democrático. Es el espacio en la opinión pública que ocupó Hitler tras disputárselo a los propios comunistas con su discurso “a favor del trabajador y en contra de la plutocracia”, definiéndose como “socialista”, tan “rojo” como el color principal de la bandera nazi.

Pablo Iglesias también suscribiría el catálogo de reivindicaciones de Le Pen (al margen de sus diferentes posturas frente a la inmigración) por mucho que probablemente consideraría como un grave insulto verse metido en el mismo saco con la política francesa más votada en las últimas elecciones.

Pero ambos son hijos del mismo fenómeno social del descontento cada vez más generalizado. En el marketing político postmoderno, cada vez más superficial y reducido a tweets de 140 caracteres, etiquetas como “izquierda”, “derecha” o “progresista” han quedado como meras “marcas comerciales” vacías, empleadas para “fidelizar mercados electorales”. Es lógico que el voto de protesta de la España postfascista no pueda articularse a través de enseñas que huelen a “derecha”.

En resumen, la economía europea, en plena “guerra civil” del euro y su consiguiente imposición de las estructuras del “norte” al “sur”, provocando deliberadamente paro para unos, boom para otros, ha introducido una, hasta ahora, desconocida divergencia en el sistema político de la “Unión”. Aunque por razones diferentes, grandes partes de los pueblos que la conforman se sienten amenazadas por su aparato, y así lo han expresado en las urnas.

Todo eso, ante el trasfondo perenne de aquella Europa institucional de Bruselas, costoso y antiestético cementerio de dinosaurios políticos que se hicieron insostenibles en sus países de origen, y que produce en el mejor caso indiferencia, si no, repugnancia entre los ciudadanos.

A la vista de estas realidades, Europa sólo tendrá futuro si frente a la actual Unión de las grandes corporaciones, de los grupos financieros y de la casta política empieza a abrirse camino con fuerza la Unión de los pueblos, articulada a través de plataformas políticas, sociales, culturales y económicas creíbles y verdaderamente democráticas.

Desde el momento en el que se acepta el mercado único y la enorme capacidad legislativa y reguladora de Bruselas, el paro español y griego dejan de ser problemas nacionales y se convierten en europeos que deben ser tratados como tales, igual que las causas de la inmigración, el empobrecimiento de los trabajadores o el colapso demográfico.

Nuestra Europa, con su historia, cultura, valores y raíces comunes, no debe seguir siendo un juguete de intereses privados protegidos por políticos irresponsables ni de demagogias euroescépticas. Es demasiado valiosa como para dejar un patrimonio milenario que incluye muchos logros recientes en manos de aquellos que sólo la ven como una herramienta para aumentar sus beneficios o prebendas.

Sólo un movimiento político trans-europeo, con la Solidaridad como primera seña de identidad y protagonizado por los propios ciudadanos, podrá acabar con la actual “UE–Unión de Egoísmos” y forzar la transición hacia una Unión de los pueblos europeos, sin la cual el proyecto europeo no tendrá permanencia ni consistencia histórica.

Autor: Rainer Uphoff (periodista y consultor de empresas)