Hace cinco años, un 29 de octubre, hubo muertos, creo recordar que fueron catorce, a uno y otro lado de la valla de Ceuta, y hubo doscientos cuarenta y cinco desaparecidos.
Hace cinco años, el que suscribe era un párroco en tierras del Bierzo, y desde allí, con el interés que a los hechos concedían los medios, pudo seguir los acontecimientos de las vallas, la de Ceuta y también la de Melilla.
La idea que este ciudadano cualquiera pudo hacerse entonces de cuanto sucedía en torno a las ciudades autónomas, era que una masa de gente indocumentada, clandestinos, ilegales, inmigrantes sin derecho a entrar en el territorio de una nación soberana, habían intentado forzar la frontera con la estratagema de una avalancha humana que las fuerzas del orden, previsiblemente, no podrían controlar.
En ese contexto, las muertes sobrevenidas, si para nadie eran deseadas, se habían hecho, para muchos, aceptadas, hasta parecer incluso inevitables.
Aquel ciudadano cualquiera, aquel párroco en tierras del Bierzo, nada sabía del monte Musa, ni del bosque de Benyunes, ni de hombres, mujeres y niños acosados en esos parajes por las enfermedades, la intemperie, los militares, la corrupción, el miedo y la desesperación. Mientras yo me preguntaba el por qué de la decisión de saltar la valla, decisión que a mí me parecía suicida, ellos, la humanidad del bosque, sentían que «todo los empujaba a ir hacia delante, a intentarlo«. Todo: las enfermedades, la intemperie, los militares, la corrupción, el miedo y la desesperación. La humanidad del bosque era carne de sufrimiento, empujada por la miseria hacia un mundo soñado como mejor.
Entonces empiezas a tomar conciencia de que, disparar sobre esa humanidad, fue mucho más que un exceso: Fue una profanación del cuerpo de Dios que es el hombre, fue agresión al cuerpo sufriente de Cristo que es el desvalido, fue ofensa irreparable a la piedad, a la compasión, a la dignidad del hombre, a la vida de los pequeños, pues alguien disparó sobre una multitud empujada por todo al salto de una valla: ¡Por todo!