En apoyo a la manifestación

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Participaré en esta manifestación contra la ley de adoctrinamiento escolar impulsada por el Gobierno. Participaré, en primer lugar, porque considero que se trata de un proyecto de ley que atropella el derecho fundamental que asiste a los padres a elegir la educación que desean para sus hijos…

 


Juan Manuel de Prada


 CONFESARÉ que descreo de la eficacia de las manifestaciones. Se han convertido en el paisaje retórico de la democracia, en el consuelo o desahogo de los ciudadanos cuando son reducidos a la categoría de comparsas o figurantes. Hubo un tiempo en que las manifestaciones quizá conservaran su fuerza de conmoción sobre la autoridad de turno; pero nuestro Gobierno parece determinado a gobernar ignorando a una porción nada exigua de la población, relegándola al ostracismo, e incluso presentando ese confinamiento en un gueto de abandono como un logro que encorajine a los adeptos. Como éstas son las circunstancias en que se desenvuelve la vida pública española, sospecho que la manifestación del próximo día 12, por muy multitudinaria y ejemplar que resulte, apenas inmutará al Gobierno, como no lo inmutaron en su día otras muestras contundentes de repudio popular. Y es que este Gobierno ha hecho de la soberbia no sólo su parapeto, sino sobre todo su arma ofensiva, disfrazada -eso sí- de una sonrisa beatífica que a estas alturas merece la calificación de socarrona.


 Pero, así y todo, participaré en esta manifestación contra la ley de adoctrinamiento escolar impulsada por el Gobierno. Participaré, en primer lugar, porque considero que se trata de un proyecto de ley que atropella el derecho fundamental que asiste a los padres a elegir la educación que desean para sus hijos. El Estado, que es garante de ese derecho, no puede arrogárselo; y este proyecto de ley, de forma a veces subrepticia y a veces descarada, es un monumento al intervencionismo. Resulta escalofriante, cuando uno lee detenidamente este bodrio legislativo, constatar que los padres apenas son mencionados; su papel en el engranaje educativo (medular e intransferible, según reconoce la Constitución) es sistemáticamente escamoteado, hasta el extremo de que uno llega a pensar si nuestros gobernantes, tan paternalistas y codiciosos de confiscar el espíritu de nuestros hijos, no los estarán confundiendo con huerfanitos desvalidos. Naturalmente, este esfuerzo de ninguneo y postergación de los progenitores encubre un deseo inmoderado por arrinconar y restar relevancia a la escuela concertada, despojándola del fundamento primordial de su existencia, que no es otro que el deseo soberano de cientos de miles de padres que, año tras año, la eligen por considerarla mejor para sus hijos. Y todo este afán de desprestigio de la escuela concertada se disfraza con el aderezo de una presunta «equidad». Pero, ¿cómo puede haber equidad donde ha sido desterrada la justicia?


 Participaré en esta manifestación también porque no deseo que mis hijos sean convertidos en cobayas de los experimentos de ingeniería social programados por nuestro Gobierno. Antes, la corrupción de menores era un delito; ahora es una rama de la llamada Educación de la Ciudadanía. Quienes hayan seguido las vicisitudes de ese prontuario de cochinadas masturbatorias que las autoridades de Castilla-La Mancha se disponían a repartir en las escuelas ya saben a lo que me refiero. Pronto ese y parecidos prontuarios infestarán los colegios, pisoteando el derecho de los padres a elegir y tutelar la formación moral que sus hijos reciben. Y es que, cuando el Estado adultera la naturaleza del derecho a la educación, convirtiéndose en creador (y no garante) del mismo y relegando al individuo a la condición de mero recipiente de una titularidad delegada, es natural que también quiera erigirse en artífice de una moral pública que todo individuo deberá acatar (y para ello se empieza adoctrinando a los niños, que son más dúctiles y aseguran una provisión de votos más duradera). Y ya sabemos cuál es la olla podrida donde se cuece esa moral pública que nos pretenden imponer.