Hace tiempo, el Partido Demócrata luchó por la justicia social y económica y fue el partido de las familias católicas de la clase obrera…
Redacción Digital
El Partido Demócrata, la «izquierda» estadounidense, ha perdido su hegemonía tradicional entre los católicos y no parece dispuesto a intentar recuperarla. En lo que se interpreta como una respuesta a la petición de los obispos de que los católicos en la vida pública se opongan al aborto, 55 congresistas demócratas firman una declaración que reduce la defensa de la vida a «un asunto religioso» y de moral privada
«Hace tiempo, el Partido Demócrata luchó por la justicia social y económica y fue el partido de las familias católicas de la clase obrera», decía en una entrevista a Zenit el antiguo alcalde de Boston, el demócrata Ray Flynn. «Hoy en día, el Partido Demócrata está controlado por ricos activistas de izquierda, cuya agenda política extremista excluye, en su mayor parte, a los católicos americanos leales, fieles y patrióticos».
El viraje radical del Partido Demócrata, en asuntos como el aborto, la investigación con embriones o el «matrimonio homosexual», está provocando una transformación del mapa electoral norteamericano sin precedentes. Los católicos, que superan ya el 25% del censo estadounidense, prefirieron votar en 2004 al protestante Bush, que no dudó en defender con claridad ciertos principios morales, antes que al católico John Kerry, partidario de que la mujer pueda elegir libremente abortar. Un 52% del electorado católico se inclinó por el candidato republicano, frente a un 47% que lo hizo por Kerry. Esta situación tiene como único precedente la derrota de Walter Mondale frente a Ronald Reagan en 1984, otro republicano que no dudó en cortejar abiertamente a los católicos.
El voto hispano, mayoritariamente católico, apoyó masivamente a Clinton en 1996 (72% de los votos), pero George W. Bush logró arrebatar en 2000 un puñado de votos que, finalmente, resultó decisivo en su pírrica victoria frente a Gore, decidida en el Estado de Florida. Pasó de un 21% de los sufragios a un 31%; cuatro años después, apoyaron a Bush el 42% de los hispanos católicos.
Esta luna de miel entre católicos y republicanos no es casual, sino que responde a una clara estrategia electoral por parte del equipo de Bush. «Los católicos son la clave», dijo en 2004 el consejero de campaña republicano Deal Hudson. «Si perdemos el voto católico, perderemos las elecciones».
Pese a la invasión de Iraq, abiertamente criticada por la Iglesia, el Presidente supo granjearse las simpatías católicas con un discurso inequívoco en cuestiones de bioética, que contrastaba con la ambigüedad de su oponente. Después, quizá para sellar esta alianza, Bush ha propiciado la primera mayoría católica en la historia del decisivo Tribunal Supremo, lo que permite albergar esperanzas acerca de un cambio en la legislación sobre el aborto.
Los demócratas, en cambio, se enfrentan a un dilema parecido al de la izquierda europea. Deben conservar su granero de votos tradicional, entre las clases trabajadoras, y contentar al mismo tiempo a los profesionales liberales que viven en las grandes ciudades y deciden la orientación ideológica de los grandes medios de comunicación. Clinton, al igual que Felipe González en España, tuvo la habilidad de articular un discurso «para todos los públicos», relegando a un segundo plano polémicas como la del aborto, susceptibles de restar un importante porcentaje de votos. Este dilema queda perfectamente ejemplarizado en las elecciones presidenciales francesas de 2002, en las que el candidato socialista no logró siquiera pasar a la segunda vuelta. Los trabajadores de los suburbios franceses se han alejado progresivamente de la izquierda, embrollada en debates intelectuales poco comprensibles para la mayoría, y se han dejado seducir por el mensaje populista de la ultraderecha. Estos votantes no parecen atraídos por iniciativas como el Pacto Civil de Solidaridad (uniones de hecho), sino que piden algo tan simple como trabajo y seguridad ciudadana.
De manera análoga, los nuevos demócratas norteamericanos han adoptado un discurso postmoderno de la mano de ciertas minorías, como el lobby homosexual, que está muy lejos del sentir de grandes segmentos de la población, de esa «mayoría silenciosa» que no lee el New York Times ni ve la CNN y que, por primera vez, ve peligrar ciertos valores e instituciones, como la familia y el matrimonio, hasta hace muy poco incuestionados. El resultado es que el Partido Demócrata no sólo ha perdido unas elecciones presidenciales que daba por ganadas, sino que los republicanos se han hecho con la mayoría en el Congreso y en el Senado.
La respuesta a esta crisis parece de manual: recuperar, en primer lugar, los apoyos tradicionales perdidos, sobre todo en un momento en el que los republicanos ofrecen todo tipo de flancos a sus adversarios (Iraq, el huracán Katrina, el escándalo de las filtraciones de la CIA, el déficit económico, el aumento de la desigualdad, la precariedad de la sanidad pública…) En lugar de eso, los demócratas parecen recrearse en su idilio con la prensa liberal, que nunca antes había mostrado tanta hostilidad hacia un Presidente.
Claro ejemplo de esta actitud es la «Declaración de Principios» firmada por 55 congresistas demócratas católicos, que muchos interpretan como una respuesta a un documento de la Conferencia Episcopal que recordaba el deber de los católicos con responsabilidades públicas de implicarse en la defensa de la vida. La Declaración ha recibido una acogida efusiva por parte de medios como el Washington Post, pero puede ahondar más las divergencias con el electorado católico.
Los 55 firmantes, que suponen más de una cuarta parte de los congresistas demócratas, se declaran «orgullosos de ser parte de la viva tradición católica, una tradición que promueve el bien común y expresa un marco moral consistente para la vida». No obstante, afirman que «la defensa de la vida humana no nacida es un asunto religioso», y que apoyar una legislación contra el aborto supondría una violación de la libertad religiosa de los demás. «Como legisladores, estamos obligados a preservar la Constitución, que garantiza la libertad religiosa para todos los americanos».
Hace algo menos de dos años, 48 congresistas demócratas católicos protagonizaron una polémica similar con el cardenal McCarrick, arzobispo de Washington, que había pedido que se negara la comunión a aquellos políticos que apoyaran legislaciones abortistas. Los políticos afirmaban en una carta que «no es obligación de los legisladores prohibir las conductas que, desde la moral personal, creemos que son malas». «Los líderes de la Iglesia deben reconocer… que, en la vida pública, deben hacerse distinciones entre la moral pública y la privada».
Este tipo de actuaciones son las que le llevan al antiguo alcalde de Boston a afirmar que «los católicos en Estados Unidos se han quedado políticamente sin hogar». Los «activistas de izquierda» que «ahora controlan el proceso de nominación (de candidatos) han forzado a los políticos católicos a cambiar sus posturas sobre temas clave de moral y política para ser reconocidos o apreciados en la organización del partido». Pero Flynn se resiste a conceder el triunfo a sus adversarios: «El Partido Republicano tampoco ha querido dar un lugar en la mesa a los estadounidenses de la clase obrera», esa clase a la que siguen perteneciendo cientos de miles de católicos norteamericanos, muchos de ellos hispanos, herederos de aquellos inmigrantes italianos e irlandeses que ingresaron en la clase media gracias, en buena medida, al hogar que encontraron en la Iglesia.
La situación, sin embargo, es bastante más complicada hoy. La penetración de las sectas y del lobby abortista en Iberoamérica y entre los hispanos que viven en Estados Unidos no es ajena al temor de las grandes fortunas a que se reproduzca un proceso similar que altere el desigual reparto de la riqueza. La «nueva izquierda» millonaria tiene de sobra motivo para recelar de la Iglesia. Y dinero para actuar con eficacia.