En el 50 aniversario de la muerte de Paul Claudel. Seducido por la Belleza

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Recientemente se han cumplido 50 años de la muerte del poeta Paul Claudel. La belleza como camino de acceso a Dios y como lenguaje para comunicar a los hombres el misterio de Cristo, encuentran en el acontecimiento de su conversión una confirmación inesperada y una propuesta para los hombres de hoy

Durante años, en la biblioteca donde estudiaba, sentado frente al estante de las biografías, llamaba mi atención un libro, cuyo título, sugerente y misterioso, era como una invitación a traspasar un umbral fascinante: Paul Claudel, poeta del simbolismo católico, de Louis Chaigne. Tardé mucho tiempo en aceptar esa invitación y conocer finalmente a uno de los grandes escritores católicos del siglo XX. Lo que me impresionó de Claudel fue su conversión, descrita por él con la fuerza arrebatadora del convertido y con apabullante sinceridad. Claudel señala como día de su conversión la noche de Navidad de 1886, el mismo día –y, estoy seguro, a la misma hora– en que santa Teresa de Lisieux recibió la gracia de Navidad, que le permitió avanzar con pasos de gigante en el camino de la santidad. Dos almas unidas por una gracia singular.

Años después, Claudel escribió el relato de su conversión en páginas que rezuman profunda emoción ante lo acontecido. Un Claudel joven, ateo, se hallaba en la catedral de Notre-Dame, de París, asistiendo a las Vísperas de Navidad, atraído por la belleza estética de la liturgia. «Fue entonces –escribe– cuando se produjo el acontecimiento que domina toda mi vida. De repente, mi corazón se sintió tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal arrebatamiento de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal certeza, que no me quedaba la menor duda, y que, después todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada no podrían quebrantar mi fe, ni, a decir verdad, tocarla siquiera. Había sentido de golpe el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, una revelación inefable. Tratando, como lo he hecho a menudo, de reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, me encuentro con los siguientes elementos, que, sin embargo, no forman más que un solo destello, una sola arma de la que la Providencia divina se servía para hacerse accesible y abrirse al fin a un pobre muchacho desesperado. ¡Las gentes que creen son felices! Sin embargo, ¿es eso cierto? ¡Es cierto! Dios existe, está allí. Es Alguien, es un ser tan personal como yo mismo. Él me ama, Él me llama. Me vi embargado de lágrimas y sollozos, y el cántico del Adeste se añadía a mi emoción».

La gracia de la noche de Navidad, sin embargo, no fue aún una conversión plena. Toda conversión –escribe C.S. Lewis, otro convertido– es, en el fondo, una rendición a Dios. A este primer momento habrían de seguirle todavía cuatro años de luchas. Sin embargo, durante este tiempo, su mayor tentación, el mayor obstáculo para entregarse a Dios, era el pensamiento de que la verdad que había descubierto acaso fuese triste o fea, y eso le paralizaba. En ese período, su gran educadora fue la Iglesia, la catedral. Fueron el arte, la liturgia, el canto, quienes le convencieron de que el Dios personal que le había salido al encuentro en 1886 era, además de Verdad suprema, suma Belleza. En 1889 se decidió a confesarse, pero cuando el sacerdote le impuso declarar públicamente su conversión como condición previa para recibir la absolución, se negó. No volvió hasta después de un año, cuando rendido, finalmente, al amor, hizo su segunda comunión, la noche de Navidad 1890.

En la conversión de Claudel, tanto o más que la fuerza con que la gracia de Dios irrumpió en su vida, me ha sorprendido siempre la respuesta: un sentimiento indubitable de la existencia de Dios, acompañado de la resistencia a cambiar de vida, como una demostración práctica de la exquisita libertad con que Dios trata a los hombres, sin violentar su conciencia. Claudel –al igual que André Frossard, o García Morente– señala un momento muy preciso, en el que se encuentran lo eterno y lo temporal. La gracia de Dios tiene una hora de entrada en su vida, y un lugar preciso, una baldosa concreta, precisamente allí, y no más a la izquierda o a la derecha. Una lápida conmovedora en la catedral de Notre-Dame, a los pies de la imagen de Nuestra Señora, recuerda este acontecimiento singular. Para Claudel, como para Frossard, esta gracia no vino precedida ni de un esfuerzo de búsqueda, ni de una lucha; fue una consolación sin causa precedente, un regalo del cielo, concreto y puntual, una irrupción. El encuentro de 1886 fue el de un Dios personal e íntimo, algo que hasta entonces no había conocido. Gracia y libertad se hallan en su vida unidas inextricablemente.