La figura de San Romero de América es harto conocida. También su martirio y sus dotes proféticas. De él son estas palabras: No atribuyamos a la voluntad de Dios el fruto de nuestra pereza. No hagamos a Dios culpable de las desigualdades injustas. No hagamos a Dios culpable del subdesarrollo de los hombres. Dios no quiere eso (3-9-1978). – Si queremos que cese la violencia y que cese todo ese malestar, hay que ir a la raíz. Y la raíz está aquí: la injusticia social (30-9-1979). – Es inconcebible que se diga alguien cristiano y no tome, como Cristo, una opción preferencial por los pobres. Es un escándalo que los cristianos de hoy critiquen a la Iglesia porque piensa por los pobres. ¡Eso ya no es cristianismo! (9-9-1979).
Fuente: Revista Id y Evangelizad
Por José Ignacio Rivares
La figura de San Romero de América es harto conocida. También su martirio y sus dotes proféticas. Sus últimas manifestaciones públicas y escritos son buena prueba de ello.
Dos semanas antes de ser asesinado, monseñor Romero lanzaba al mundo desde las páginas de la revista mexicana Excelsior un mensaje inolvidable. Decía: He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirle que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad.
Como pastor, estoy obligado por mandato divino a dar mi vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aún por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y por la resurrección de El Salvador. El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad.
Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede decir usted, si llegasen a matarme, que perdono y bendigo a todos los que lo hagan.
Ojalá, así, se convencieran que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.
En los últimos días del mes de febrero de 1980, monseñor Romero realizó unos ejercicios espirituales. En el transcurso de los mismos, anotó en unos folios, a modo de reflexiones, unas breves notas que presentamos a continuación. Estos apuntes, que muy poca gente conoce, eran tomados aproximadamente un mes antes de ser asesinado. Escribe Romero: Jesús se acerca a las personas en su “situación”. La mía es muy importante: tengo conciencia de ser el pastor de una diócesis, que es responsable de todo el país y de su Iglesia toda. Siento que, aún políticamente, tengo una palabra muy importante. Tengo las influencias ideológicas y políticas. Soy influenciable, y son muy posibles las imprudencias. Deseo encontrarme con Jesús y participar de su obediencia al plan salvífico de Dios.
En estos apuntes inéditos, al igual que hará después -como hemos visto- en la citada revista Excelsior, Romero vuelve a referirse sobre el peligro que acecha sobre su vida. Continúa: otro temor mío se refiere a los riesgos de mi vida. Me cuesta aceptar una muerte violenta, que en estas circunstancias, es muy previsible, y probable. El mismo nuncio de Costa Rica me ha advertido de inminentes peligros durante esta semana. El padre Acue (el director de los ejercicios espirituales) me ha infundido ánimo, diciéndome que mi actitud ha de ser la de ofrecer mi vida por Dios, cualquiera que sea el final que me espera. También las circunstancias desconocidas pueden ser afrontadas con la gracia de Dios. Él ha asistido a los mártires y, si es necesario, lo sentiré muy próximo, al confiarle mi último suspiro. Pero más todavía que al enfrentarme con la muerte, necesitamos coraje al entregar toda la vida y vivir para Él.
Hasta aquí estos apuntes tomados durante sus últimos ejercicios espirituales. Ellos confirman, como no podía ser de otra manera, que la suya era una muerte anunciada. Pero, ¿por qué lo mataron? La respuesta es muy simple: porque era un verdadero y auténtico profeta de nuestros tiempos. Así se expresaba el profeta Romero de América el 23 de marzo de 1980 en la catedral. Fue, como es sabido, su última homilía. Pese a ser harto conocidas, merece la pena recordar sus palabras una vez más:
Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice ¡No matar! Ningún soldado está obligado a obedecer una ley contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas, si van teñidas con sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!
Monseñor Romero vive, resucitado, cual Jesús, en su pueblo y en la Iglesia del Espíritu.
Años sin Monseñor Romero
El Arzobispo no podía callar ante la injusticia y no lo hizo. Con él no servían amenazas: Quiero asegurarles a ustedes (…) que no abandonaré a mi pueblo, sino que correré con él todos los riesgos que mi ministerio me exige. ¡Y bien que cumplió su palabra! Hasta el fin. La Iglesia del país no había sido ajena a esa violencia. En 1977 había caído el jesuita Rutilio Grande. Su asesinato, como reconocería el propio arzobispo Romero, sería el aldabonazo que le haría despertar a la cruda realidad; luego la represión practicada por el ejército y los escuadrones de la muerte acabaría con otros cinco sacerdotes salvadoreños más: Alfonso Navarro, Ernesto Barrera, Octavio Ortiz, Rafael Palacios y Alirio Napoleón Macías. Seis, en poco menos de 3 años.
Al final, los asesinos decidieron cortar por lo sano. Acabarían con aquel que, lejos de intimidarse con las amenazas, explicaba a los soldados que estaban matando a sus hermanos y que no estaban obligados a obedecer a una ley contra la ley de Dios. Con este tipo de llamamientos nadie en el Salvador podía garantizar la seguridad del Arzobispo.
En efecto, la suya era una muerte anunciada. Primero, una bomba acabó con la emisora del arzobispado, un dial que sintonizaban tres de cada cuatro salvadoreños cuando, semanalmente, monseñor Romero leía sus homilías. Por esas mismas fechas, dos semanas antes de su muerte, la basílica del Sagrado Corazón, donde el Arzobispo iba a celebrar una Eucaristía, también había sido objeto de un atentado. Al final, ese 24 de marzo, las balas asesinas acabaron con la vida del profético obispo. Otras 40 personas morirían durante sus funerales al abrir fuego el ejército contra la multitud. Años después se sabía lo que todo el mundo en el Salvador intuía desde un principio. El 8 de noviembre de 1994, el New York Times publicaba: Documentos de la CIA informaron que el señor D’Aubuisson –además de traficar con drogas y dedicarse al contrabando de armas- había dirigido la reunión en la que se planificó el asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo católico de San Salvador, en 1980.
Roberto D’Aubuisson ya fallecido, Mayor del ejército y uno de los fundadores del derechista partido ARENA fue considerado siempre el padre de los escuadrones de la muerte. Estos comandos paramilitares -integrados frecuentemente por miembros del ejército- estuvieron implicados en no pocos asesinatos y violaciones de los derechos humanos cometidos durante los 12 años de guerra que ha padecido El Salvador.
Antes de que se lograse finalmente la paz, la Iglesia salvadoreña aún volvería a saber de la violencia. El jesuita Ignacio Ellacuría y 5 compañeros más serían asesinados en 1989 en el campus de la universidad José Simeón Cañas.
Monseñor Romero murió ese 24 de marzo pero años después sigue tan vivo en el pueblo como siempre. Su tumba es, desde hace años, lugar de peregrinación para miles de salvadoreños. Se fue su persona pero quedan sus palabras y su testimonio. He aquí una pequeña muestra de lo que decía el arzobispo antes de ser asesinado:
– No atribuyamos a la voluntad de Dios el fruto de nuestra pereza. No hagamos a Dios culpable de las desigualdades injustas. No hagamos a Dios culpable del subdesarrollo de los hombres. Dios no quiere eso (3-9-1978).
– Si queremos que cese la violencia y que cese todo ese malestar, hay que ir a la raíz. Y la raíz está aquí: la injusticia social (30-9-1979).
– Es inconcebible que se diga alguien cristiano y no tome, como Cristo, una opción preferencial por los pobres. Es un escándalo que los cristianos de hoy critiquen a la Iglesia porque piensa por los pobres. ¡Eso ya no es cristianismo! (9-9-1979).