Compartiré con vosotros mi experiencia de reconciliación con los presos, presuntos culpables de genocidio. Asimismo, os haré partícipes de los frutos de mi testimonio ante ellos y ante sus víctimas supervivientes
Soy una superviviente del genocidio de los Tutsi de Ruanda en 1994.
Gran parte de mi familia fue masacrada en nuestra iglesia parroquial. Sólo ver ese edificio me llenaba de horror y de rebelión, al igual que el encuentro con los presos, me llenaba de asco y de rabia.
Mientras vivía en este estado de ánimo, sucedió un acontecimiento que cambió mi vida y mis relaciones. El 27 de agosto de 1997, a la una, un grupo de la asociación católica las «Damas de la Misericordia Divina» me llevó a dos cárceles de la región de Kibuye, mi ciudad natal.
Venían para preparar a los presos al Jubileo del año 2000. Decían: «Si has matado, si te comprometes a pedir perdón a la víctima superviviente, la ayudarás así a liberarse del peso de la venganza, del odio y del rencor. Si tú eres una víctima, te comprometes a perdonar a quien te ha hecho daño y así la ayudarás a liberarse del peso de su crimen y del mal que lleva dentro».
Este mensaje tuvo un efecto inesperado para mí y en mí…
Después de esto, uno de los presos se levantó con los ojos llenos de lágrimas y cayó de rodillas suplicando en voz alta: «misericordia». Me quedé petrificada al reconocer a un amigo de familia que había crecido con nosotros y con el cual habíamos compartido todo. Me confesó que él mismo había matado a mi padre y me contó los detalles de la muerte de mis parientes.
Me invadió un sentimiento de piedad y de compasión: lo levanté, lo besé y le dije sollozando: «tú eres y sigues siendo mi hermano». Entonces sentí que un gran peso desaparecía… Recuperé la paz interior y le dije gracias a la persona que estaba todavía entre mis brazos. Con gran sorpresa, le oí gritar: «¡la justicia puede hacer su trabajo y condenarme a muerte, pero ahora yo estoy liberado!».
Yo también quería gritar a quien quisiera escucharme: «Ven a ver a quien me ha liberado, tú también puedes recuperar la paz interior». A partir de este momento, mi misión fue recorrer kilómetros para llevar el correo de los presos que pedían perdón a los supervivientes. Distribuí 500 cartas y llevaba también el correo de respuesta de los supervivientes a los presos, que volvían a ser mis amigos y hermanos…
Esto permitió encuentros entre verdugos y víctimas. Han sido numerosos los gestos concretos para manifestar la reconciliación.
– Los presos construyeron un pueblo para las viudas y los huérfanos del genocidio;
– construyeron asimismo el monumento conmemorativo delante de la iglesia de Kibuye;
– nacieron asociaciones de ex-presos con los supervivientes en las distintas parroquias y funcionan muy bien.
De esta experiencia deduzco que la reconciliación no es tanto querer reunir a dos personas o dos grupos en conflicto. Se trata, más bien, de que en cada persona vuelva a vencer el amor y dejar que acontezca la curación interior que permite la liberación mutua.
Y aquí radica la importancia de la Iglesia en nuestros países, pues ella tiene como misión ofrecer la Palabra: una palabra que sana, libera y reconcilia.