J.Guitton escribe: ´Mounier no veía la salvación sino en la previa destrucción del desorden. Pero, a diferencia de muchos revolucionarios, permaneció siempre pobre. Renunció a vivir de un oficio con un buen sueldo y, sin fortuna, se lanzó a la aventura de la pobreza. Cuarenta años han pasado. Él ha planteado el problema de la revolución en sus relaciones con la revelación. Estoy seguro de que la última palabra de Mounier, si hubiese vivido, habría sido análoga a la Péguy, a saber, que la única revolución que cuenta se hace en las profundidades de la persona, que es una revolución análoga a la que han hecho los santos. De esa revolución interior del espíritu, de la que Francisco de Asís ha dado un tipo perfecto, la sociedad saca provecho abundante´. Emmanuel Mounier nace en Grenoble el 1 de abril de 1905. Aunque se licencia en Filosofía, la Sorbona le horroriza: «siempre seré impermeable al veneno de la Sorbona. Decididamente, soy incapaz de adoptar la actitud objetiva de esos jóvenes que se sitúan ante los problemas como frente a una pieza de anatomía y ante su carrera como frente a un mecanismo que deba montarse metódicamente hasta el punto exacto. Habría que saber si no constituye un abuso del lenguaje llamar objetividad a esta mutilación y a esta miopía. Y es eso lo que alimenta la Sorbona, y me he podido aproximar lo bastante a su espíritu como para darme cuenta de que no se ve la estrechez desde dentro de ella y de que cualquier otra actitud adquiere allí un aire ridículo. Lo que falta sobre todo a esas almas seguras de los profesores es el sacrificio, la prueba, la noción concreta de la miseria humana, así como de su verdadera grandeza; sólo conocen el hospital desde el seno de su comisión de higiene».
Pese a ello, obtiene la cátedra a finales de julio de 1928 con el número dos. El número uno es para Raymond Aron. Jean-Paul Sastre, por ejemplo, fracasa en ese mismo intento. Obtener una cátedra se comenta en público. Ahora bien, que este tímido, este provinciano un poco torpón, este brillante catedrático de Filosofía de instituto desdeñe a los 27 años una carrera segura para lanzarse a la más aventurera de las empresas, como es fundar una revista (Esprit) sin soporte alguno, desde cero, es ya un indicio elocuente de que nos encontramos ante una personalidad singular: «aparece, y la gente se agrupará a tu alrededor», le escribe en 1928 Jean Guitton. Mounier tiene sed de ruptura con el orden burgués. Es de esos hombres raros que, avocado si no a la riqueza, sí al menos a las facilidades de una existencia que le garantizaban tanto su talento como su carrera académica, renuncian sin embargo a toda seguridad material, tan preciosa por otra parte en medio de una crisis económica sin precedentes. Ni siquiera obtenida la plaza cambia de opinión: «¿mi porvenir? Quiero creer que no está trazado con el rigor de una curva geométrica. Todo, menos la línea recta, obstinada, ciega, con un sillón de fondo. Con esta constancia de que una catástrofe social o internacional nos espera en cualquier parte del camino, ¿cómo consentir en carreras de retirada? Una vez comenzado el trabajo en Esprit, me mantendré en él hasta la misma miseria». Semejante determinación procede de un joven cuyos orígenes sociales no predisponen al gusto por una aventura. Nieto de campesinos, hijo de un modesto farmacéutico de Grenoble, carece de ese desprecio elegante del trabajo asegurado que podría ofrecerle una familia acomodada, conoce la dureza de la vida, y sin embargo la afronta.
Se calculan necesarios 500.000 francos para que salga la revista. Para entender el significado de esta cifra hay que tener en cuenta que un catedrático debutante en un instituto de provincia – y ese es el caso de Mounier en octubre de 1931 – gana entonces 26.000 francos anuales (el mismo catedrático de fin de carrera en París, 60,000). Mounier y sus amigos despliegan una campaña agotadora subiendo y bajando escaleras con ascensor y sin él, pidiendo, llamando a todas las puertas: «No nos arrugaremos por dinero», escribe el 8 de diciembre de 1931. «El miércoles envié treinta cartas a Francia y quince al extranjero para suscitar grupos y hacer avanzar las suscripciones…» Viajando, llamando por teléfono, dando conferencias, pese a no ser orador y comunicarse difícilmente con un auditorio, semejante modo de vida le acompañará también siempre. Según Domenach, «las cartas, los pneumáticos (cartas que en ciertas grandes ciudades eran expedidas rápidamente gracias a una red urbana de tubos de aire comprimido, inexistentes en España) partían hacia todos los horizontes. Y la cosa marchaba: los amigos enviaban documentos, organizaban conferencias, hacían suscripciones de Esprit. Yo temía un poco sus viajes: un vagón, decía, es un despacho sin secretaria y sin teléfono, un lugar ideal para trabajar. Desde cada estación yo recibía una nota, una postal que me instaba a urgir al colaborador que se retrasaba, a acelerar al impresor y a preparar la próxima reunión del comité de dirección, recomendándome a la vez que cuidara mi salud… La mayor parte de sus textos fueron escritos en una movilización permanente. Frecuentemente editados sin borrador previo, con una escritura derecha y regular, sobre el reverso de anteriores pruebas de imprenta, las mandaba imprimir tal cual porque no tenía tiempo o mecanógrafa para pasarlas a máquina. El viejo impresor que componía Esprit me dijo un día: «su patrón escribe menos bien que el señor Péguy, pero yo prefiero sus manuscritos a las hojas escritas a máquina»: Mounier corrige las pruebas a toda prisa, no siempre demasiado bien, en el metro, entre dos entrevistas, entre dos trenes. Hay que imaginar la vida diaria del Mounier director de revista: la puerta abierta a las visitas tanto en la oficina como en su casa, el correo, una buena parte del cual él escribe a mano, el teléfono, el hostigamiento desde los cuatro rincones del mundo, los compañeros a los que hay que alertar, estimular, reconfortar, las reuniones de la noche y los coloquios del fin de semana, las conferencias que hay que preparar y las pruebas que hay que corregir al lado del artículo que se escribe para el próximo número. No comprendo cómo ha podido escribir su propia obra, llevarla adelante en medio de esta incesante tribulación a la que se añadía la necesidad de ganarse la vida con trabajos adicionales en una época sacudida por convulsiones civiles e internacionales, no comprendo cómo en medio de este tumulto pudo escribir tantas páginas de reposada meditación y de sabiduría bien documentada… ¿Cómo se puede ser tan endeble físicamente y tan fuerte a la vez?».
«Esprit», república ecuménica
Mounier es católico, pero Esprit no ha sido una revista católica. Algunos colaboradores pertenecen a diversas Iglesias, otros a ninguna. Roger Sécretain, invitado a Esprit en 1935, recuerda: «cuando le dije a Mounier que no era creyente, me dijo: «ninguna importancia, nosotros somos lo contrario de una capilla». A un abonado increyente le escribe en 1934: «no se trata, señor, de saber si yo le invito, si le acojo a usted, pues partimos juntos y en plena igualdad humana. Si usted, no católico, está de acuerdo en nuestras posiciones fundamentales, tiene un lugar de primer orden en Esprit, tan esencial como el mío. Esprit faltaría a su misión si le diésemos motivos para dudar de eso». Esprit logró ser un prodigio de ecumenismo en el sentido más exigente. No fueron pocos los protestantes que colaboraron en primera línea: R. Leenhardt, R. Labrouse, F. Gogel, J. Ellul, Denis de Rougemont, etc.; judíos como G. Zérapha, socialistas libertarios como E. Humeau o como el judío ruso, luego convertido al catolicismo, A. Marc, o procedentes del marxismo como B. Parain, etc. ¡Y qué decir de la lista de quienes alguna o varias veces escribieron en Esprit! Alain, R. Aron, K, Barth, G. Bataille, J. Benda, J. Bergamín, G. Bernanos, C. J. Cela, J. Chevalier, Y. Congar, J, Danielou, E. Dolléans, M. Dufrenne, H. Duméry, J. Ellul, E. Gilson, J. Guitton, G. Gurvitch, F. Jeanson, J. Lacroix, P.L. Landsberg, E. Lévinas, C. Lévi-Strauss, H. de Lubac, G. Lukacs, G. Marcel, J. Maritain, F. Mauriac, E. Morin, M. Nédoncelle, F. Perroux, P. Ricoeur, D. de Rougemont, P. Teilhard de Chardin…
A lo largo de sus incesantes viajes, Mounier no sólo daba conferencias, sino que ponía los cimientos para el surgimiento de estos grupos. Esprit. Nimes, Montpellier, Marsella, Aix, Mulhouse, Basilea, Sión, Lausana, Friburgo, Lyon, Dijon, etc. A estos sitios no le lleva una agencia de viajes con la ruta prediseñada, ni se desplaza en coches de lujo. Va abriendo hueco con su cuerpo, sin otro parabrisas que su maleta, y duerme en casa de quienes le reciben. Como un apóstol, en realidad va haciendo misión minuto a minuto, atando cabos, anudando indicios, tejiendo la red, explorando el caos. Pero poco a poco la malla se adensa, crece, se convierte en un tejido relacional, expansivo, en un nosotros personalista y comunitario.
Generalmente encontraba Mounier un hombre o una mujer tocados por el fuego de su palabra, que decidían la fundación del grupo, deviniendo además en corresponsal de su ciudad para Esprit. Otras veces los grupos se organizaban espontáneamente, a iniciativa de un abonado o un grupo de estudiantes. El 16 de enero de 1935 anota: «en su casa he encontrado, antes y después de la comida, a unos quince chicos y chicas. Tengo la impresión de encontrar quince amigos íntimos al descender del tren. Me siguen desde hace mucho tiempo, adivinan mis intenciones y me las dicen con frases que yo había olvidado, han descubierto a distancia mis problemas más personales y me quieren a través de ellos…»
Esprit no fue sólo un Estado mayor, sino que a partir de 1934 se enriquece, diversifica y organiza en grupos de trabajo especializados en provincias y en el extranjero donde las ideas circulaban y las personas se comprometían con ellas. En el espíritu de Mounier estos grupos no estaban destinados a servir de correa de transmisión entre los elegidos de la capital y los «provincianos», sino que Esprit debería enriquecerse y nutrirse con aquella riqueza de las reflexiones, las vivencias y la información procedentes de las bases mismas, un poco autogestionariamente.
II Guerra Mundial
A la Guerra mundial se le añade, por dentro, una gran tristeza profunda, la que procede de la irreversible enfermedad de su hijita, Françoise: «Es necesario que participemos de la permanencia de la Pasión en el tiempo, en los burócratas de mi alrededor que me exasperan y en esta mediocridad que dejo instalarse en mí. ¿Qué sentido tendría todo esto, si nuestra muchachita no fuese más que un pedazo de carne hundido no se sabe dónde, un poco de vida accidentada, y no esta blanca hostia que nos sobrepasa a todos, una infinitud de misterio y de amor que nos deslumbraría si lo viéramos cara a cara; si cada golpe más duro no fuera una nueva elevación, que es una nueva cuestión de amor cuando nuestro corazón empieza a estar acostumbrado y adaptado al golpe precedente. Oyes la pobre vocecita suplicante de todos los niños mártires del mundo y el pesar por haber perdido la infancia en el corazón de millones de hombres que nos preguntan como un pobre a la vera del camino: «decidnos, vosotros que tenéis amor y las manos llenas de luz, ¿queréis dar también esto por nosotros?» Si no hacemos más que sufrir – experimentar, aguantar, soportar – no resistiremos y fallaremos a lo que se nos ha pedido. No pensemos en este mal como algo que se nos quita, sino como algo que damos para no desmerecer de este pequeño Cristo que está en medio de nosotros, para no dejarle solo en el trabajo con Cristo. No quisiera que perdiésemos estos días porque olvidáramos tomarlos por lo que son: días llenos de una gracia desconocida. Y dulcemente, juntos, corazón con corazón, sin saber si Él la guardará o nos la devolverá, vamos a dársela a Él. Porque nuestras pobres manos débiles y pecadoras no son suficientes para tenerla, y porque sólo si la hemos puesto en sus manos tenemos alguna posibilidad de encontrarla de nuevo, estamos seguros en cualquier caso de que lo que ocurra a partir de ahora será bueno. Así ocurre. Ahora estamos en nuestra verdadera situación de cristianos. Es muy hermoso ser cristianos por la fuerza y la alegría que esto da al corazón, por la transfiguración del amor, de la amistad, de las horas y de la muerte. Y, después, se olvida la cruz y la noche de los Olivos.
Nada se parece más a Cristo que la inocencia sufriente». El 28 de agosto de 1940, escribe con mirada retrospectiva: «me acuerdo de mis llegadas con permiso a Dreux, a Arcachon, con qué angustia la última. Sentía acercarme a esta cuna sin voz como a un altar, como a algún lugar sagrado donde Dios hablaba como por un signo. Una tristeza penetrante y profunda, pero ligera y transfigurada. Y alrededor de ella una adoración, no tengo otra palabra. Nunca he conocido de forma tan intensa el estado de plegaria como cuando mi mano le decía cosas a esta frente que no respondía nada, cuando mis ojos se arriesgaban hacia esta mirada distraída, que llevaba lejos, lejos por detrás de mí, no sé qué acto emparentado con la mirada, un acto que miraba mejor que la mirada. Misterio que sólo puede ser de bondad; me atreveré a decir: una gracia demasiado grave, una hostia viva entre nosotros, muda como la hostia, resplandeciente como ella. ¿Qué quiere decir para ella «ser infeliz»?, ¿quién puede decirnos que ella lo es?, ¿quién sabe si no se nos ha pedido que guardemos y adoremos una hostia entre nosotros, sin olvidar la presencia divina bajo una pobre materia ciega? Mi pequeña Françoise, tú eres para mí la imagen de la fe. Aquí abajo la conoceréis en enigma y como en un espejo. Tantos inocentes desgarrados, tantas inocencias pisoteadas; esta niña inmolada día a día constituía quizá nuestra presencia en el horror del momento. Debemos continuar juntos, Francçois, hija mía, sentimos que una historia interviene en nuestro diálogo; resistimos a las formas fáciles de la paz firmada con el destino, seguir siendo tu padre y tu madre, no abandonarte a nuestra resignación, no acostumbrarnos a tu ausencia, a tu milagro; darte tu pan cotidiano de amor y presencia, proseguir la plegaria que tú eres, reavivar nuestra herida, que es la puerta de la presencia, permanecer contigo».
Ante textos así de Mounier me he preguntado más de una vez cuándo será elevado a los altares. Mientras, recordemos que hay santos que el cielo impone a la tierra, y otros que ésta impone al cielo.
«Esprit», en el dique seco
La cosa empeora fuera, y el número de Esprit de mayo ya no se publicará. El 10 de mayo de 1940, los alemanes comienzan la ofensiva en Bélgica, cuatro días después en Francia. El 25 de junio, se firma el armisticio franco-alemán por el que el gobierno francés se instala en Vichy. La impresión común es que Alemania de momento es invensible. La resistencia de Inglaterra no pasa de ser la de una isla. Casi nadie piensa en que EE.UU va a entrar en guerra contra Alemania, y por tanto la Europa de los años próximos va a estar bajo la bota de los totalitarismos (nazi por un lado, comunista por otro). Este panorama se mantiene hasta el invierno de 1941, en que Alemania comienza a padecer sus primeros reveses en Rusia.
Pese a todo, el 25 de octubre de 1940 llega de Vichy la autorización de reabrir Esprit, cuyo número de noviembre tiene 64 páginas. Mounier carece de recursos económicos. Como único local, una habitación en la calle Pizay, donde vive con su mujer en la más completa indigencia, algo que no le acobardó nunca: «era una sola habitación, a la vez alcoba, comedor, oficina de Esprit y lugar de reunión, invadida por el escándalo de un altavoz, instalado en el cine vecino». Pero ahí van saliendo «esos humildes números combatientes de 1940-1941» de su serie lyonesa, todos obligados a la censura oficial. Pese a las enormes decalvaciones de la tijera de la censura, y de la jerga embolismática que hay que usar para decir las cosas prohibidas, a veces produciendo un gatuperio de mucho cuidado, la gente lee y entiende, proceso alquímico por el que textos ininteligibles por su mala redacción y la turbiedad obligada de las ideas que quieren escapar al censor se transforman en las manos de los fevorosos entusiastas en un producto hermético lleno de mensajes capitales y luminosos. Hace falta haber vivido algo similar para entender estas emociones y despropósitos.
Pero, en los períodos de «dictablanda» como el de Vichy, entre tanto tira y afloja, las riendas siguen llevándolas los de Pétain, cuyo arbitrarismo admite pocas bromas. Diez números han podido aparecer entre noviembre de 1940 y agosto de 1941. Mounier anota: «ni una sola sombra de tristeza o amargura. El escenario se desarrolla como yo lo había previsto y querido. Sólo que ha durado seis meses más de lo que hubiera esperado. Nunca he sentido a Esprit tan presente, fuerte y vivo como esta tarde en que creen que lo han matado. Siento que una fuerza joven crece en mí por esta muerte. Al fin vamos a estar callados durante algún tiempo, renovar los corazones y las palabras y dejar olvidar las fórmulas antes de revivir. No dudo de que resucitará de entre los muertos al tercer día como Dios quiera».
Comunicado el cierre a los suscriptores, apenas un 2% pide la devolución de la cuota, «y frecuentemente con excusas». Mounier va a tener tiempo «para trabajar en profundidad», investigar y escribir libros. El tiempo libre puede ser una mesa de trabajo, o una taza de water. ¡Y ahora necesita tiempo para atender a su segunda hija, Ana, que nace el 15 de agosto!
Diez meses de cárceles
El 15 de enero de 1942, Mounier es arrestado en su domicilio: «una vez prohibida Esprit en agosto de 1941, fundé los grupos de estudios de la resistencia en la zona sur desde septiembre. El 15 de enero de 1942, por la mañana, alerta en los alrededores. A las tres de la tarde, timbrazo: la policía.(…)». Junto a una cuarentena de inculpados, el comisario le anuncia que acaba de ser descubierto un importante movimiento clandestino, cuyo jefe de zona para la región de Lyon «soy yo». «El cristiano había llegado a ser un hombre que ya no iba a prisión. Los agentes que nos arrestaron eran de la Seguridad general. Seguridad general sobre los egoísmos y los miedos; los beneficios y los apaños, sobre la envidia y la pálida avaricia, seguridad personal, sofocamiento de todas las inquietudes personales. El cristiano se había instalado en la seguridad general. Era bueno lo que no perturbaba los ritos, malo lo que introducía una pizca de inquietud, para mal o para bien. Cuando el cristiano considere que en período de trastornos la prisión es uno de sus lugares naturales y no la abominación de la desolación familiar, el espíritu cristiano habrá encontrado la posición erguida». A sus padres les escribe el 2 de febrero de 1942: «no creáis que estoy hundido o sin fuerzas. Teniendo el corazón limpio y la conciencia recta, ¿cómo iba a encontrar motivos para flaquear? Un poco aturdido al principio, ahora me siento firme. Vosotros conocéis mi ritmo: un golpe de emotividad, fuerte agitación, y dominio inmediato de mí mismo. Soy profundamente feliz por haber pasado por aquí. Un hombre necesita haber conocido la enfermedad, la desgracia o la prisión… Ayer por la mañana oí la misa en una capillita muy pobre y sencilla, en la que la misa adquiría un sentido muy tranquilizador. Ya veis, cuando tantos hombres y niños sufren la muerte por culpa de malentendidos, hay que ofrecer pequeños sacrificios al malentendido».
He ahí un testimonio de uno de los compañeros de prisión: «puedo decir con toda certeza que Emmanuel Mounier era el rayo de sol de la celda, pues tenía siempre la palabra amable para calmar un enervamiento momentáneo transmitiendo a su entorno la paz de su alma». y; como los grandes militantes de la historia, aprovecha la cárcel para seguir escribiendo -ahaora en lo que va a ser su futuro Tratado del Carácter-, para formar un círculo de estudio con los otros reclusos, y aun para discutir con el médico de la cárcel sobre Nietzsche. Por sentido del humor, que jamás pierde, y por consolarla, a su madre le escribe: «mamá, por divertirme, querría hacerte la lista de gente de bien que han visto alguna vez la vida a través de una reja desde Platón y Sócrates hasta Jesucristo, y san Pablo y san Pedro, hasta san Francisco de Asís…» «Una parte de nuestro tiempo -dice un testigo- estaba consagrada a la conversación, incluso a conferencias por iniciativa de Mounier, que se hacían al final de la jornada, cuando se nos despojaba de nuestras ropas y se nos habían puesto los pijamas. Sentados en redondo sobre nuestros jergones llenos de chinches y, cuando comenzaba a hacer un poco de fresco, envueltos en nuestras miserables mantas a la manera de los beduinos, hablábamos o nos escuchábamos. Así nos inició Emmanuel a la filosofía personalista, al movimiento Esprit, a Charles Péguy, nos dio sus ideas sobre la vida social, política, nacional e internacional, sobre el sentido y la finalidad de nuestra resistencia. Cuando llegaba nuestro turno de dar la «conferencia» sobre el tema que habíamos elegido, él nos escuchaba con una simpatía activa y fraterna, luego nos preguntaba, nos hacía sus observaciones o sus críticas con una caridad que en rarísimas ocasiones yo había percibido anteriormente y cuyo equivalente iba a encontrar muy raramente después» (M. Guérin). Monseñor Ancel, que fue a visitarle, anotó sus impresiones: «he visitado varias veces a Emmanuel Mounier en la cárcel de San Pablo en 1942. Mostraba una serenidad completa y, pese a un régimen verdaderamente malo, llegaba a abstraerse lo suficiente como para poder trabajar de forma asidua. Nunca le había visto menos deprimido. Él hablaba poco. Tuvimos algunas conversaciones cuyo detalle no recuerdo. Recuerdo simplemente una opinión de conjunto. Al entrar en la celda donde estaba, sentí como un acrecentamiento de la vida y valor espiritual. No hubiese sabido explicar cómo, pero allí había dignidad de vida, calma, una fuerza que contrastaba singularmente con la atmósfera general de la prisión». Pasan los días sin comunicársele la causa de su reclusión y, junto con otros dos detenidos, decide iniciar una huelga de hambre.
Huelga de hambre
La tarde del 19 de junio de 1942 la radio inglesa da la noticia: «en el día de hoy, y para protestar contra su prisión y las leyes tiránicas del régimen de Vichy, cuatro franceses han comenzado la huelga de hambre: Emmanuel Mounier, Bertie Albrecht, Jean Perrín y Francois-Regis Langlade». Mounier escribe a su abogado: «no querría una medida de gracia mendigada y concedida con altivez. Pido el fin de una arbitrariedad, que es otra cosa, no la debilidad del interés que mendiga». También al durísimo director de la cárcel le pide: «la libertad y el honor a la vez». La huelga será, además, un testimonio de discernimiento ético; Mounier rechaza expresamente hacer la menor excepción de su decisión de abstenerse de todo alimento. Se le recomienda emplear medios de eficacia tomando cada día un biscote y dos trozos de azúcar. Rechaza este ardid por honestidad y porque su combate es contemplado en el exterior y tiene que ser ejemplar, y por su necesidad de pagar físicamente arriesgando su persona al haber sido juzgado inepto para el servicio armado y hecho la guerra desde los despachos. Segundo problema, más complejo, al que da una respuesta que estima clara: ¿hasta dónde llevará la prueba de fuerza? Sabiendo como cristiano que no tiene derecho de atentar contra su vida, ni comprometer gravemente su salud, ha pedido en secreto al médico amigo que le sigue dando la orden de cesar la huelga cuando estime que ha llegado a la zona de peligro grave, y el primer día de la huelga le ha escrito una nota confidencial en este sentido. El médico podrá así atestiguar, dado el caso, que la detención de la huelga en esas condiciones no es imputable a un momento de debilidad, sino a un límite que su paciente había fijado ya, en nombre de sus convicciones.
En paz con su conciencia, anota: «desde el primer día yo le había pedido al cura de Vals que me llevase la comunión. Extrañado por su silencio, al fin le veo esta mañana. Me explica que no está muy seguro de poder darme el sacramento legítimamente, en vista del carácter de rebelión contra el poder establecido que presenta mi decisión, y que ha presentado mi caso al profesor de moral del seminario mayor, cuya respuesta estoy esperando». «Al fin he visto al cura. Su profesor le ha confirmado finalmente en su negativa a darme la comunión. Tímidamente, como una moneda que se maneja mal. Me ha enseñado la carta que había recibido: dos o tres de esos desesperantes estereotipos sobre los efectos directos e indirectos, un pequeño lugar común de santo Tomás sin contexto, todo eso sin vida, sin fe». Así que, «puesto que el sacerdote visible no quiere que yo comulgue con las especies visibles, Dios quiere concederme un reflejo eucarístico en mi presencia en la Iglesia sufriente y abandonada, que en el exterior sufre las persecuciones y la Iglesia que sufre las enfermedades dentro. No, no pienso en ninguna presencia altiva de ninguna orgullosa Iglesia invisible de los puros… Después que la Iglesia local me ha negado los sacramentos, vivo en unión real y visible con vosotros, Iglesia sufriente de Alemania, Iglesia sufriente de Austria, Iglesia sufriente de Polonía».
El 27 de junio, al noveno día de la huelga, Mounier, debilitado, es transferido al hospital de Aubenas junto a Albrecht, que había caído en síncope al octavo. El asunto se pone grave, se teme lo peor, las autoridades se inquietan. Al duodécimo día, el 30 de junio, los reclusos conocen el levantamiento de su reclusión: Vichy ha capitulado: «¡el pájaro ha roto su jaula! Digo roto, porque ha habido que sudarlo», «he aguantado muy bien físicamente; he perdido once kilos». El 30 de octubre de 1942: juicio absolutorio por el beneficio de la duda. Habían pasado diez meses.
Diciembre de 1944: Châtenay-Malabry
Realista en sus utopías, Mounier también buscó vivir en una comunidad a pequeña escala: una hectárea y media de Châtenay-Malabry con árboles y un huerto alrededor de tres casas ex patricias, aunque muy deterioradas, vendidas por un precio bastante bajo. Esprit quería ser más que una revista, siendo una revista. Del 17 al 28 de diciembre del 1944 tiene lugar la instalación en los «Murs blancs» con las familias Mounier, Fraisse y Marrou, sus primeros ocupantes. Luego vendrán los Domenach en septiembre de 1946, los Baboulène un año después, más tarde los Ricoeur. Se ha fraguado una federación de familias autónomas. Châtenay sirve también como lugar de encuentro: allí se reúne cada tres meses un día entero el comité directivo. En el centro de todo ponía a su hogar, su mujer y sus hijitas, su prójimo más próximo; el otro inmediato dado un día y gracias al cual, vencida o poblada toda soledad, el mundo entero de los otros quedaba abierto y él mismo, Emmanuel, abierto a los otros. Esa era la fuente de aquella alegría tan perceptible en él. El domingo, una vez al mes, los «Muros blancos» acogían a los amigos de «Esprit», ya fuera para escuchar una exposición, para un debate organizado, para un encuentro con extranjeros que estaban de paso por París… Ahí tienes a Emmanuel, cultiva las patatas y las poda de arbustos, Châtenay es para él un lugar de equilibrio: trabajo de equipo, recepciones amistosas y reuniones de Esprit no le impiden consagrarse a una necesidad personal que parece fantástica cuando se sabe que además de sus ocupaciones habituales y de sus turnés de conferencias va a emprender durante cinco años largos viajes. Châtenay será el portaaviones que sobre la mar océana sirva como base de despegue de sus numerosas salidas a provincia y al extranjero, cada vez más reclamado.
Y, mientras, Esprit ha devenido una «gran revista»: en pocos meses sube a 5.000 abonados, dobla, triplica y cuadruplica su tirada, ahora entre 10.000 y 13.000 números, siendo los lectores indirectos, obviamente, muchos más, hasta el punto de que Esprit crea opinión en la sociedad francesa, pasa a ser una entidad de sentido, una realidad significativa. Y si esto es importantísimo en cualquier parte del mundo, lo es más en un país donde la intelligentsia ejerce un poder social tradicional. Bastaría con leer algunas de las cartas de 1945 a 1950 para comprender el efecto catarata de las adhesiones a Esprit. ¿De dónde sacaría tiempo Mounier para responder personalmente y agradecer los testimonios de cientos y cientos de personajes de la cultura como K. Jaspers, A.Camus, G. Bachelard, J. Rostand, etc.?
El comunismo y la guerra fría
La Francia liberada ha quedado bajo el influjo del comunismo que ha alcanzado su máximo prestigio durante la Resistencia: el Partido es el «Partido de los fusilados». Ahora los comunistas rodean a De Gaulle en su recién instaurado gobierno, pues a los ojos de muchos el PCF ha dejado de ser un partido estalinista (el propio Stalin se había aliado con Roosevelt y Churchill, contribuyendo a liberar a Europa de la peste nazi) apareciendo como musa de mártires y poetas. Esprit tampoco pudo permanecer al margen de esta situación: sin el comunismo se piensa que no cabría rehacer Francia, ni soñar la revolución contra el desorden establecido. La fuerza del partido, el coraje de sus militantes, su sentido de la organización, su eficacia: la bella máquina comunista de revolucionarios sin ejércitos impone.
Así las cosas, la reconciliación momentánea de Esprit con el comunismo adoptaba la forma de un triple encuentro simultáneo: el de los cristianos con la clase obrera, el de los intelectuales con el marxismo, el de los revolucionarios con el Partido Comunista. Y, aunque Esprit seguía rechazando el materialismo dialéctico que parecía a sus rectores filosóficamente insostenible y contraria a la fe cristiana, y a pesar de que muchas de las ideas del Capital de Marx están puestas en cuarentena por Esprit, Mounier está bien asido al mástil de su nave, la nave de los pobres. Sólo que la imponente máquina de la URSS afirma que las clases trabajadoras son el Partido Comunista, y éste es el partido de los pobres. Pero esto es harina de otro costal. Desde luego, el marxismo está cerca de los pobres, pero no son los pobres. Hay que transformar la pobreza dialogando con el marxismo, pero sin confundir las cosas: el marxismo no es sino una herramienta -necesitada de engrase y de una muñeca humana para su manejo- en orden a la erradicación de la pobreza. Por eso, el Evangelio de Mounier no es el marxismo, es el Evangelio del Jesús liberador de los pobres. En marzo de 1950. En respuesta a Garaudy, escribe Mounier: «mi evangelio me enseña que nadie es más perspicaz que Dios, porque busca siempre un camino hacia el corazón del más desesperante de los hombres. Mi evangelio, además, es el evangelio de los pobres. Nunca me dejará satisfecho ante un solo malentendido con aquellos que tienen la confianza de los pobres. Nunca me llevará a alegrarme de aquello que pueda dividir el mundo y la esperanza de los pobres. Esto no es una política, ya lo sé. Pero es un cuadro previo a toda política y una razón suficiente para rechazar ciertas políticas».
La ajena miseria, punto de partida. Sólo desde la voluntad de respuesta a la ajena miseria se aguanta la propia penuria: «La experiencia de la miseria fue nuestro bautismo de fuego. El cuerpo totalmente herido del proletariado como un Cristo en cruz, los fariseos alrededor, la alegría de los mercaderes, los Apóstoles que han huido, y nuestra indiferencia como la noche abandonada del calvario. Somos los servidores (no los jefes o los salvadores: los servidores) de los miembros dolientes de Cristo, incluso cuando -como dicen Proverbios 30, 9- a fuerza de miseria (en la que están implicados algunos discípulos) este pueblo ultraje a Cristo».
El 28 de julio de 1947, con 40,8 grados a la sombra, la temperatura más alta desde 1873, viene al mundo la tercera hija, Martine, a la que su ufano papá abrirá el Libro de Martine. Temperatura ambiental muy alta y, sin embargo, en el mundo guerra fría. Ante ella, Mounier propone el «no-alineamiento», impropiamente denominado «neutralismo», algo novedosísimo y antipopular, pues parecía una desafección hacia la URSS. En octubre de 1947, algunos escritores (Camus, con su revista Combat, Sartre, Maurice Merleau-Ponty, con Temps modernes, Mounier) se reúnen para manifestar la necesidad de no dejar en manos de América y de la Rusia soviética todas las iniciativas internacionales. Así, Esprit ganaba autonomía política frente al Partido Comunista, y mantenía el rechazo al desorden del capitalismo, que trataba de establecerse bajo la forma del Plan Marshall: de acuerdo con recibir la ayuda económica americana que hoy nos resulta imprescindible, pero en desacuerdo si es al precio de un servilismo militar y diplomático a la potencia americana. El manifiesto Primera llamada a la opinión internacional iba a ser publicado en Temps modernes y en Esprit, pero sólo apareció en esta última porque a última hora Merleau-Ponty renunció a hacerlo aparecer en su revista.
Una opción por los pobres
Mientras, el cristianismo de vanguardia descubría a la vez sociológica y místicamente la clase obrera, en un momento en que ésta aún no se había fragmentado ni aburguesado. En 1943, los sacerdotes Godín y Daniel habían publicado un reportaje que produjo gran conmoción, «¿Francia país de misión?», sobre la descristianización de los ambientes obreros. Mounier y sus amigos se adhieren a esta experiencia con fervor visitando con frecuencia al padre André Depierre, sacerdote obrero en Montreuil, donde asisten a asambleas que unen fraternalmente católicos y obreros comunistas: se entrevé la reconciliación futura de la Iglesia y del proletariado.
Al comenzar la Misión obrera de París, Mounier escribió al padre Depierre: «no pudiendo pertenecer actualmente a esa comunidad de pobres y desheredados, quiero que seamos al menos mi mujer, mis hijas y yo, de su Orden Tercera recogiendo las migajas que caen de su mesa». Sólo dos días antes de morir, le escribe esta especie de testamento obrero y pobre: «quiero recordarle en primer lugar nuestra propuesta de tomar algunos contactos, de hacer algunos servicios y de entrar muy indignamente, pero de forma práctica, en la acción colectiva de un sector obrero. Haciéndolo a la menor señal, y de la forma que usted crea mejor. Insisto mucho en que hallemos juntos un medio de entrar en el sufrimiento y las luchas de los trabajadores. Aunque intentemos trabajar por la verdad y la justicia, no estaremos totalmente al lado de Cristo mientras no tengamos roce con estos marginados a través de un trabajo común, al menos de vez en cuando. No crea que al pedirle esto quiero pagar el diezmo de una buena conciencia; desearía, junto con mi mujer, dar al menos un poco y prepararme para el día en que quizás los acontecimientos nos empujen a darlo todo».
J. Lacroix, su fiel amigo, ve en esto la última conversión de Mounier hacia la pobreza absoluta. «El espíritu de pobreza era una realidad vivida en el hogar de Mounier. Se rechazaba la seguridad burguesa, se practicaba el desprendimiento y la sumisión a la divina voluntad. Tenía como un ansia de partir. Gradualmente había ido creciendo en él la idea de que su vocación le exigía la pobreza integral. El espíritu misionero le dominaba por completo. Sin haber tomado aún una decisión respecto del sistema, se iba preparando para una transformación de vida que habría significado una especie de mudez. La muerte le sorprendió de golpe y le dejó colmado, cuando se disponía a continuar y a realizar un más profundo esfuerzo por «redescubrir un nuevo rostro de lo espiritual». F. Mauriac también escribe: «no hay militante cristiano, hombre o mujer, que no deba meditar este testamento. La santidad que en él se expresa es la que hoy me conmueve más. He sido contemporáneo de auténticos santos de los que he desconfiado porque su posición política se prestaba a equívocos. Es necesario que ciertos seres mueran para poder acercarse a ellos. El ejemplo de Mounier ayuda a comprender que estar del lado de los pobres no tiene sentido en una vida aburguesada. Él había elegido desde el primer momento, sin ostentación, pero deliberadamente, la pobreza. Nació pobre. La pobreza es un estado del alma». J.Guitton escribe: «Mounier no veía la salvación sino en la previa destrucción del desorden. Pero, a diferencia de muchos revolucionarios, permaneció siempre pobre. Renunció a vivir de un oficio con un buen sueldo y, sin fortuna, se lanzó a la aventura de la pobreza. Cuarenta años han pasado. Él ha planteado el problema de la revolución en sus relaciones con la revelación. Estoy seguro de que la última palabra de Mounier, si hubiese vivido, habría sido análoga a la Péguy, a saber, que la única revolución que cuenta se hace en las profundidades de la persona, que es una revolución análoga a la que han hecho los santos. De esa revolución interior del espíritu, de la que Francisco de Asís ha dado un tipo perfecto, la sociedad saca provecho abundante».
Tres crisis cardiacas
En septiembre de 1949, le sacude una crisis cardíaca, que él minusvalorizó como un accidente de agotamiento, pues los médicos le confirmaron en este error, retomando sus tareas como si no hubiera pasado nada. En febrero de 1950, tuvo una segunda crisis y hubo de parar varios días. El 22 de marzo de 1950, a las tres de la madrugada moría de un ataque al corazón en pleno sueño. También ahora a la tercera fue la vencida. Mounier, sin embargo, no supo en ninguna de las tres que tenía dentro de sí la enfermedad mortal
Tomado de la Revista «Vida Nueva». No 2255, 4 de Noviembre de 2000. pp. 29 -59