Esclavitud a domicilio «Homeworkers»

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Más de 12 millones de «homeworkers» en India y unos 30 millones en China, aunque también abundan en Filipinas, Pakistán, Bolivia o Indonesia. Trabajan desde sus casas para multinacionales, explotadas y esclavizadas…

Durante 18 años Cecilia Campos adecentaba su casa en el raquítimo limbo temporal que le quedaba entre puntada y puntada. De tanto entornar los ojos perdió visión. Se ha pasado toda una mayoría de edad ejercitando hasta el extremo los músculos de la retina. En este tiempo su vida ha sido un eterno día de la marmota: el alba entre dedales daba paso a un crepúsculo de ojos cansados y dedos afilados. El intercambio se producía cada ocho días, cuando Cecilia recibía un salario que estiraba al máximo para poder comer tres días. Su patrón, decenas de prendas bordadas a mano.

Cecilia es una de las casi 400 trabajadoras a domicilio -homeworkers- que hay en El Salvador, un país que pocos ubicarían en el mapa de la explotación textil, liderado por China o India pero que también está representado en esta geografía del abuso. Estas homeworkers son costureras caseras que, en lugar de trabajar en grandes fábricas, lo hacen en sus hogares. Allí cosen hasta 18 horas al día, sin ningún tipo de cobertura social y, además, al margen de las leyes laborales, sin protección.

Wiego, una organización que se dedica a defender los derechos de estos trabajadores, contabiliza más de 12 millones de homeworkers en India y unos 30 millones en China, aunque también abundan en Filipinas, Pakistán, Bolivia o Indonesia. Según esta asociación, estas trabajadoras fantasma cobran aún menos que si estuvieran empleadas en fábricas. La mayoría son mujeres con escasos recursos y que a la vez trabajan en casa y cuidan a sus familias.

Ellas son las protagonistas de la «economía informal» que se desarrolla en estas mazmorras del mundo globalizado, en las casas de las sociedades pobres. Cuantificar el número de homeworkers es complicado: «No están inscritas en ninguna base de datos de empleo», explica Eva Kreisler, de la ONG Setem. «No tienen ningún vínculo claro con el cliente, ni prestación. Son invisibles. Si a las que trabajan dentro de las fábricas chinas ya les cuesta organizarse en un sindicato para reclamar sus derechos, para estas mujeres es imposible».

La salvadoreña Cecilia cuenta que se levantaba a las tres de la mañana y podía estar cosiendo hasta las 23.00. En las pausas que le daba la aguja hacía las labores del hogar o cuidaba a los niños. «Nosotras decidimos cuántas piezas podemos hacer. Yo al principio hacía entre 20 y 25 para cobrar más, pero después reduje la cifra a entre 10 y 15», relata a PAPEL.

Estas homeworkers son el último eslabón de la cadena de producción. Según explica Kreisler, las grandes empresas del textil contratan a las fábricas para que les confeccionen la ropa y son estas últimas las que, a su vez, si ven que no llegan a cumplir el pedido, encargan las piezas a estas mujeres para que las hagan en sus casas.

«No están dadas de alta como autónomas, pues en estos países no existen estos esquemas», explica Kreisler. «A las grandes empresas no les interesa que estas mujeres conozcan sus derechos y menos aún que sean identificadas como costureras a domicilio», añade Ingrid Palacios, coordinadora de Mujeres Transformando, la plataforma que contabiliza y defiende a este colectivo en El Salvador.

Hasta a la hora de explotar, cada país tiene su idiosincrasia. En Latinoamérica, según explica Lorena Miranda, de la misma agrupación, las costureras no cosen las prendas, sino que realizan los bordados a mano que luego se insertan en la ropa infantil. A Lorena le pagaban entre uno y dos dólares por cada bordado, mientras que el vestido o la camisa «se vendía después por entre 80 y 180 dólares» en EEUU.

Esta salvadoreña comenzó a bordar en casa con 14 años, ha estado 18 trabajando y lo acaba de dejar. Con 32 años, padece «problemas en la vista y la espalda», pero como ha trabajado tantos años en el limbo de su hogar, no tiene cobertura sanitaria. Según Cecilia Campos, hay piezas que se tarda hasta dos días en bordar. «El trabajo hecho a mano se valora mucho en Europa y EEUU y se paga mucho dinero por ello», denuncia Ingrid Palacios. A Lorena, que en su época activa entregaba unas 25 piezas por semana, el dólar y medio que recibía por cada bordado le daba para «comprar arroz, azúcar y algo de comida para tres días y la escuela de lo s niños. No llega para más», denuncia.

En Marruecos también hay un buen número de homeworkers. Según relata Fatima Allemmah, presidenta de la organización Attawassoul, a las empresas les compensa pagar a estas mujeres al pedido «porque no protestan. Necesitan dinero para vivir y se aprovechan de ello».

Sobre la sospechas que genera producir fuera de España, algunas cadenas, como Inditex, defienden los controles que se hacen en los países asiáticos para evitar que se incumpla el código de conducta. Pablo Isla, presidente de Inditex, dijo en la última presentación de resultados del grupo que se realizan unas 8.000 auditorías al año para evitar que los proveedores se salten las normas. El gigante realiza en España el 15% de su producción, mientras que los proveedores asiáticos representan entre el 35% y el 40%.

No sólo las grandes del textil recurren a esta figura. La joven dueña de una boutique del centro de Madrid, cuya familia es de origen marroquí, explica cómo encarga la confección de las prendas que ella diseña a dos costureras en Marruecos. En un viaje mensual al país en el que nacieron sus padres resuelve el pedido quincenal.

Según Kreisler, el hecho de que sean las fábricas las que subcontratan a estas mujeres, y no las propias marcas, hace que estas últimas justifiquen estas prácticas, delegando la responsabilidad a las fábricas. «En muchas se violan los derechos laborales. Cuando te pones en contacto con el cliente, te dicen que esta subcontratación no estaba autorizada, que no sabían que estas mujeres trabajaban para ellos. Sin embargo, ¿se ocupan de hacer inspecciones?», denuncia.

Fuente: elmundo.es