Esclavos en su país: Mauritania

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Biram uld Abeid Dah recibió en 2013 el Premio de Derechos Humanos de la ONU

En noviembre pasado, fue arrestado por “resistencia a la autoridad” y, junto a numerosos activistas, condenado a dos años de prisión. Su único delito: ser negro en Mauritania y osar protestar pública y pacíficamente contra el destino impuesto a su raza. Poco importó que su partido, Iniciativa para el Resurgimiento del Abolicionismo (IRA), resultase el segundo más votado en las últimas elecciones, pese a estar declarado ilegal.

Que la esclavitud sigue vigente en Mauritania es un secreto a voces, convenientemente silenciado por el Gobierno de Nuakchot, los omnipotentes poderes públicos occidentales y la prensa internacional. La colonización francesa consintió tan ominosa lacra, limitándose a impedir la venta pública de seres humanos. Así, los mauritanos de piel clara –apenas la cuarta parte de sus casi cuatro millones de habitantes– continúan ejerciendo su secular opresión sobre la población harratin, mote despectivo de sus compatriotas de tez oscura. Quizá fuera Mauritania el último país en abolir la esclavitud, en 1981. Aunque su práctica se penaliza desde 2007, la realidad es otra: entre 300.000 y 500.000 mauritanos negros permanecen relegados al estamento de la servidumbre, carentes de derechos; organizaciones humanitarias consideran esclavos, en sentido estricto, a 155.000 de ellos.

Sin embargo, ese país es miembro de Naciones Unidas y de la Unión Africana, signatario, por tanto, de cuantos tratados y convenios internacionales protegen la libertad y la dignidad de las personas. Pero casi nadie transgrede el tabú, todos miran hacia otro lado. Idéntica inercia condujo a la extinción de la Organización para la Unidad Africana, inoperante por el doble rasero que permitió a los dirigentes continentales, durante décadas, clamar contra el racismo sudafricano mientras, de tapadillo, no pocos de ellos violaban los embargos decretados y mantenían suculentos negocios con el régimen segregacionista. Pese a rimbombantes comisiones de derechos humanos –artificio destinado al consumo exterior–, África sigue “balcanizada” en 55 feudos impenetrables, en los que cada mandatario se erigió en dios, pretextando formalismos como la soberanía de los Estados.

Crearon tribunales especiales, papel mojado ante un sistema que acaparó todo el poder político, económico y moral, siendo rarísimo hallar negros en puestos relevantes. Los esclavos no llevan allí grilletes –sino un estigma– ante la imposibilidad de alterar un sino heredado de padres a hijos: pastores y campesinos en las zonas rurales, sirvientes domésticos en las urbanas, mercancía a menudo exportada para el deleite de magnates del Golfo Pérsico. Ignorancia y sumisión dificultan tomar conciencia o huir: se reprime cualquier asomo de rebeldía, según atestiguan SOS Esclavos, Global Slavery Index o la experiencia de protagonistas como Cheik Mohamed uld Mkhaitir, condenado a muerte por supuestos insultos a Mahoma y excarcelado al deteriorarse su salud durante la huelga de hambre emprendida por los presos a principios de año para concitar la atención del mundo.
Crisol de culturas, territorio de encuentro entre el mundo árabe-bereber y el mundo negro-africano, Mauritania se desliza hacia la confrontación: por instrumentalizar la religión y amparar privilegios intolerables de élites ancladas en el Medievo.

Autor: Donato Ndongo-Bidyogo

Fuente: Mundo Negro