España es uno de los países de Europa donde la clase trabajadora ha aceptado con mayor resignación las reformas laborales neoliberales. Durante los últimos veinte años, desde la gloriosa huelga general del 14-D (1988) las sucesivas reformas han convertido al mercado de trabajo hispano en uno de los más precarizados de la Unión europea.
España es uno de los países de Europa donde la clase trabajadora ha aceptado con mayor resignación las reformas laborales neoliberales. Durante los últimos veinte años, desde la gloriosa huelga general del 14-D (1988) las sucesivas reformas han convertido al mercado de trabajo hispano en uno de los más precarizados de la Unión europea. El resultado social es palpable: mientras los jóvenes franceses se movilizan contra la perspectiva de que se precarice su futura situación laboral, en estos pagos los jóvenes, que ya llevan unos cuantos años pasando por la trituradora laboral de los contratos precarios y la economía sumergida, se movilizan para que les dejen olvidar emborrachándose en la calle el triste sino laboral en el que están inmersos o el que se les viene encima.
El discurso transmitido por los órganos de formación de opinión es que la precarización es una condición necesaria para que aumente la oferta de empleos. Este argumento es una falacia, pues nadie contrata a nadie solo porque lo pueda despedir con facilidad o pagarle con propinas. En la economía capitalista solamente se contrata a alguien como asalariado si este es capaz de rendir un beneficio. Es decir, si hay oportunidad de negocio, se contrata. Y sino, no, independientemente del coste o de la modalidad de contrato que haya que fijar. Por lo tanto, si el gobierno quiere facilitar la contratación, tiene dos formas de lograrlo: aumentando el empleo público o mejorando las oportunidades de negocio del capital, aumentando la rentabilidad que se puede lograr produciendo algún bien o servicio.
Como los precios de venta están en cierta medida controlados por la competencia, el gobierno se aplica a facilitar la reducción de costes, para que así, la diferencia entre el precio de venta y los costes de producción (es decir, la rentabilidad) aumente, y ante esas buenas perspectivas, los empresarios contraten más personal. Ahora bien: entre los costes de producción, los salarios de los trabajadores solo son el factor más importante en los servicios, pues en las actividades agrícolas e industriales, el desarrollo de las fuerzas productivas ha hecho aumentar mucho la productividad.
Pero la anterior afirmación es solo verdad para la industria vista como un todo. En la industria, la productividad está vinculada todavía hoy a importantes economías de escala, que es la forma que tienen lo economistas de indicar que una actividad, cuanto más grande, más posibilidades tiene de ahorrar costes en cada unidad de producto. Uno de los problemas de la economía española es el pequeñísimo tamaño de las empresas: el 88% de las empresas capitalistas (con asalariados) tiene menos de diez empleados, y el 94% menos de 20. Por lo tanto, solamente el 6% de las empresas con más de 20 trabajadores, podemos considerar que tiene posibilidades de aprovechar suficientemente las economías de escala, el avance tecnológico y de la productividad, que reduce el peso de los costes laborales por unidad de producto.
Por la estructura empresarial que hay en España, la posibilidad de aprovechar por ejemplo un aumento de la inversión en Investigación y Desarrollo, o en innovación, difícilmente se va a traducir en un aumento sustancial de la demanda de trabajo y del empleo.
Hay otros costes que afectan a todas las actividades productivas, y que pueden ser reducidos desde la intervención del estado respetuosa con las reglas del capitalismo, por ejemplo los costes de los alquileres y edificios, los costes energéticos o los costes financieros. Pero en estos tres casos nos enfrentamos con tres de los más poderosos poderes fácticos de nuestra economía: las constructoras y promotoras inmobiliarias, las empresas energéticas por encima de todas ellas, la banca. Y no es el caso de adoptar medidas en contra de las tres principales fuentes de ganancia capitalista del momento.
Porque si por ejemplo se nacionalizara la banca, o si al menos se prohibieran las «intereses compuestos», que son los que se cobran a quienes solicitan un crédito, y se sustituyeran por intereses simples, como los que se paga a los depositantes, la carga financiera de las empresas y de las familias se reduciría enormemente. Pero en nuestro contexto sociopolítico, una medida tan simple provocaría sin duda un golpe de Estado, financiado por quienes siempre financian esas cosas, con los beneficios que obtienen de los intereses compuestos.
Por lo tanto, si no se actúa sobre las otras fuentes de coste, solo queda como alternativa que sean los trabajadores ocupados quienes se encarguen de facilitar el aumento de los beneficios suficiente para que los empresarios consideren rentable contratar nuevos trabajadores. Esto es lo que se viene haciendo en España con las políticas impulsadas por los gobiernos del PSOE y del PP desde que en 1987 se hizo la primera contrarreforma del Estatuto de los Trabajadores (aunque previamente, la firma de los Pactos de la Moncloa comprar el nivel de paz social mínimo que requería una intervención de cirugía económica como la que se iba a acometer en los años siguientes: de aquellos barros…)
El resultado queda reflejado de forma patente en el siguiente gráfico. Con los datos de la Encuesta Trimestral de Coste Laboral y del Índice de Precios de Consumo elaborados por el INE, se constata que el coste salarial mensual por trabajador en España es hoy el más bajo de lo que va de siglo. Un trabajador medio con su salario en 2005 podía consumir casi 14 euros al mes menos que en el año 2000 (hay que insistir que en el gráfico estamos hablando de euros del 2001: en euros de ahora mismo, esa cifra sería de unos 16 euros de capacidad adquisitiva menos al mes).
Por tanto, no es de extrañar que con esta caída de los salarios, el empleo asalariado haya aumentado sustancialmente. Eso si, en el sector privado, porque los impuestos con los que se puede financiar más puestos de trabajo en el sector público los pagan también los capitalistas. Y como eso puede suponer reducir la rentabilidad, el ajuste fiscal se ha hecho por la vía de reducir el gasto social, y en consecuencia, no aumentando el empleo público.
Pero este aumento del empleo no significa que los trabajadores vivan mejor que a finales del siglo pasado, porque sus salarios reales son más bajos, sus jornadas de trabajo más largas y sus condiciones de trabajo más estresantes y sus contratos de trabajo más precarios. Quienes viven mejor son los capitalistas, que están obteniendo unas rentabilidades como no conocían desde los mejores años del boom económico franquista.
Los datos que maneja la Unión Europea muestran un índice de rentabilidad en España que se mantuvo por encima de la caída media de la eurozona durante la crisis de los años setenta, que se recuperó rápidamente con las reformas laborales del PSOE en la segunda mitad de los ochenta, y que ha superado los niveles de la década dorada de los sesenta con más facilidad que en los otros países de nuestro entorno económico inmediato.
Los beneficios van camino de representar una cantidad similar a las rentas salariales (salarios más cargas sociales). Con la diferencia que las rentas salariales se las reparten casi 15 millones de trabajadores, y la otra mitad de la tarta se la llevan unos tres millones de empresarios (según la Encuesta de Población Activa, en el cuarto trimestre de 2005, había en España 19,3 millones de ocupados, de los cuales 3,1 millones son empresarios con o sin asalariados y 15,8 millones de asalariados).
Dicho en euros y con los datos de las cuentas económicas integradas de la contabilidad nacional de España: los ocupados generaron en 2005 (en realidad, entre octubre de 2004 y septiembre de 2005) un valor añadido de unos 45.825 euros cada uno. Los asalariados recibieron de media, entre salarios y otros conceptos salariales, 26.419 euros (19.612 euros en concepto de coste salarial brutos). Los empresarios por su parte (incluidos los autónomos), se embolsaron de media 119.570 euros (88.545 euros, descontados los impuestos netos sobre la producción. En las votaciones en las elecciones, un empresario es igual a un obrero. En las votaciones en el mercado, un empresario vale casi lo que cinco obreros. ¡Y algunos dicen que ya no hay clases!
Al aceptar «cargar con el muerto», los trabajadores han renunciado a jugar un papel relevante en la política de nuestro país. La situación social es la consecuencia directa de un sistema económico que se basa en la mejora de los beneficios a costa del deterioro de los salarios y del trabajo. No verlo así equivale a negarse a encontrar alternativas viables.
Joaquín Arriola
La Insignia. España, abril del 2006.