La historia de cómo una comunidad decidió no caer en la ira y la venganza tras el asesinato de una niña de 14 años hace 25 años, y cómo encontraron un propósito al reconocer la imagen de Dios incluso en seres humanos que cometieron crímenes terribles.
por Dale S. Recinella* en Vaticannews
Recuerdo aquel día. Nunca olvidaré el momento en que me llegó la noticia a través de la radio del coche. Fue hace unos 25 años por estas fechas.
Durante una semana, toda la zona de Jacksonville (en el noreste de Florida) se había volcado en la intensa búsqueda de una niña de ocho años llamada Maddie Clifton. Sus padres sólo la habían perdido de vista durante quince minutos. Se había desvanecido en el aire. En su propio barrio. A poca distancia de su casa. La peor pesadilla de cualquier padre.
Todo el noreste de Florida estaba cubierto de lazos morados, símbolo de unidad en el esfuerzo por encontrar a esta preciosa niña. Se podía sentir que toda la zona rezaba con un solo corazón, respiraba con un aliento común, esperaba con una fe compartida.
Yo conducía hacia la cárcel de los condenados a muerte por la autopista 121 en dirección sur. Cuando el sheriff Nat Glover anunció una rueda de prensa para poner al día al público sobre el caso de Maddie, me encontraba a mitad de camino entre Mudlake Road y la zona del vertedero de los tres condados, cerca de la frontera entre los condados de Baker y Union. Mi radio estaba encendida.
Probablemente casi un millón de personas estaban pegadas a la radio o a la televisión en ese momento, escuchando ansiosamente entre las sombras del miedo compartido. El sheriff Glover empezó a hablar con voz seria y forzada. Todos podíamos sentir el dolor que intentaba sofocar. La angustia caía como un manto sobre el noreste de Florida.
Habían encontrado el cadáver de Maddie. Había sido asesinada por el chico de 14 años que vivía al otro lado de la calle. Su cuerpo sin vida había sido descubierto escondido bajo la cama de agua del chico.
Las lágrimas brotaron de mis ojos mientras clavaba las uñas en el volante. Podía oír claramente el grito furioso de mi alma. Era mi parte de la agonía compartida que desgarraba a toda nuestra comunidad.
Cuando llegué al aparcamiento de la prisión, me planteé seriamente dar media vuelta y volver a casa. ¿Qué sentido tenía? Aquella mañana, recorrer la distancia hasta el corredor de la muerte y distribuir la Comunión parecía superior a mis fuerzas. Aquella mañana, parecía más allá de mis fuerzas y de mi capacidad enfrentarme a hombres que habían cometido actos horribles contra los seres queridos de otros seres humanos y ser capaz de ver en ellos la imagen de Dios.
Sin embargo, años atrás, un sacerdote me había enseñado una oración que era el antídoto para un momento tan peligroso: «Jesús, mueve Tú mis pies».
La dije. Jesús lo hizo. Y me llevó dentro para ayudar espiritualmente a sus hijos.
En los 25 años transcurridos desde aquella crisis espiritual en el aparcamiento de la cárcel, ha habido una gran cobertura mediática del caso. El joven que cometió el crimen fue juzgado como adulto y condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
La prensa local se plegó a las expectativas, deshumanizando al chico con definiciones como «monstruo» y difundiendo las frases de los lugareños que lamentaban que el asesino juvenil no pudiera ser «frito» en la silla eléctrica.
Pero en todo esto, un artículo de prensa me impactó más, me desafió, me humilló más que ningún otro. Era una carta al director del periódico local escrita después del juicio del joven por la tía y el tío de la niña de ocho años asesinada.
«Gracias a Dios, según la ley Joshua Phillips era demasiado joven para ser condenado a muerte… Su madre afirma que ya es cristiano…. Rezamos para que esto sea cierto y para que [su] vida eterna esté asegurada en Dios…. En cuanto a Dios, que es amor y ‘administra justicia’ a la vez que está ‘dispuesto a perdonar’, pocos como nuestra familia han tenido el terrible privilegio de experimentar y llegar a una comprensión más completa de estos atributos».
Los miembros de nuestra comunidad, que más que otros podrían haberse sentido con derecho a sentir ira y deseo de venganza, habían optado por ceder a la misericordia de Dios. El mal había sido vencido. Todos los que nos atrevimos a mirar vislumbramos la Luz del Reino de Dios irrumpiendo, venciendo el mal al hacer el bien.
*Ex abogado financiero de Wall Street. «Capellán laico» de condenados a muerte en Florida