Franco y la masonería. Por Indalecio Prieto

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El General Franco viene sirviéndose de dos excelentes trucos políticos: la masonería y el comunismo escribe el lider socialista. De la masonería afirma: «Franco ha dividido a los masones en dos castas, castigando a los leales a la República y premiando a los que la traicionaron. Fusiló al general masón Núñez de Prado por mantenerse fiel a sus juramentos y ascendió a Cabanellas por faltar a ellos. No ha repudiado ni repudia a todos los masones. Ahora no repudia a los de las logias norteamericanas para recibir relucientes dolares y antes no repudió a Cabanellas para recibir sustancial herencia política labrada mediante sangrienta traición al noble pueblo español…»

Indalecio Prieto : Del libro: «DE MI VIDA»
Trucos políticos
25 de abril de 1953

FRANCO Y LA MASONERIA

El General Franco viene sirviéndose de dos excelentes trucos políticos: la masonería y el comunismo. Según él, su espada victoriosa ha decapitado completamente a tan terribles hidras devoradoras de España, y como a ambos monstruos les cortó de sendos tajos las muchas cabezas que tanto pavor producían y así no hay modo de que les renazca ninguna, cual le renacían a la hidra mitológica que por cada cabeza cercenada aisladamente le brotaba en seguida otra, nuestro Caudillo, no teniendo ya nada que hacer en ese orden dentro del patrio solar, se ofrece para iguales hazañas en tierras extranjeras. En aquellas donde amenace el comunismo puede aniquilarlo, y en aquellas otras donde el peligro sea la masonería puede extinguirlo.

De cuando en cuando se pavonea de tan colosales proezas, pero lo hace con discreción. A los diplomáticos; generales, banqueros y parlamentarios norteamericanos, casi todos masones, no les dice palabra mala de la francmasonería sino del comunismo. En cambio, su fobia antimasónica desátase sin freno mientras conversa con clérigos católicos de cualesquiera latitudes. De esta forma, ante Roma es el campeón del combate contra las logias, y ante Washington el más esforzado paladín de la pelea en favor del capitalismo.

Más de una vez diserté acerca de la fingida victoria de Franco sobre el comunismo, afirmando que éste apenas existía en España por 1936 y que si después surgió con alguna fuerza fue a consecuencia de la sublevación militar. Hoy quiero discurrir acerca del aplastamiento franquista de la masonería, cuyo peso era menor todavía que el del comunismo. Me proporcionan motivo para tal discurso el ruidoso acogimiento dispensado a la recapitulación en un libraco de los plúmbeos artículos que atacando a la masonería publicó estos últimos años Carrero Blanco, el más íntimo colaborador gubernativo de Franco, en «Arriba», órgano de Falange, y las revelaciones que, atribuyéndolas carácter sensacional, ha hecho este periódico en tomo a actividades de los masones españoles expatriados desde 1939, callando que se hallan tan divididos y exhaustos como los componentes de cualquiera organización política y sindical de las que flotan en el destierro, y desde luego tan desairados internacionalmente.

LOS MASONES Y YO

No soy ni fui nunca masón. Lo tengo dicho y lo repito hoy por venir a cuento. Nunca me atrajo la masonería por repelerme su estructura de rígida jerarquización y su régimen de absurdo silencio, sin que tampoco me quepan en la cabeza sus ritos y sus símbolos, propios de lejanos siglos. No estoy en pro de ella, pero tampoco en contra, lo cual me otorga amplia libertad para cuanto me propongo decir.

Los primeros masones los conocí en Bilbao a fines de siglo. Los de entonces, a efectos del amedrentamiento de gentes tontas o pacatas, equivalían a los actuales «rojos»: seres endemoniados, criminales abominables, ávidos de destruir todo lo divino y lo humano.

Aún no había leído yo en Ángel Ganivet la aserción de que influyen mucho en el carácter de los individuos sus nombres, pero aun ignorando tan ingeniosa teoría, yo estimaba inconcebible que el masón bilbaíno más notorio se llamara Cándido Palomo. Un Palomo, y por añadidura Cándido, no parecía adecuado para personificar las furias del averno. Don Cándido, desafiando infinitas miradas de odio, ostentaba su filiación luciendo, a guisa de dije colgado de la leontina, un gran triángulo de oro, no sé si mayor que el de Hiram-Abi en la época salomónica.

Tampoco estimé apropiado el nombre de otro masón descollante: Segundo Salvador, habilitado del magisterio público, a cuya librería íbamos los colegiales en busca de pizarrines, planas de Iturzaeta para aprender a escribir y epítomes de gramática, encontrando allí a un grupo de maestros mal vestidos y peor afeitados, habituales contertulios de don Segundo, que distaban mucho de semejar la corte infernal de aquel Lucifer tocado con un gorro de seda negro y redondo, de aquel diablo obeso y miope que, para buscar en los anaqueles el epítome pedido, hacía deslizar sus gafas nariz abajo hasta dejarlas colgadas inverosímilmente de la mismísima punta, mientras el corro magisterial proseguía sus comentarios sobre la última crónica de Mariano de Cavia narrando faenas taurinas de Lagartijo. ¿Cómo iba a llamarse Salvador, aunque fuese Segundo, quien, lejos de salvar almas, se consagraba a perderlas para toda una eternidad?

Pero, además, don Cándido y don Segundo eran personas bellísimas, sencillas, buenas y afables. A Palomo sólo se le veía orgulloso el 2 de mayo luciendo su gorra escocesa del Batallón de Auxiliares defensor de la villa durante el asedio carlista de 1874 o paseando ufano con el tenor Florencio Constantino, también masón, apenas éste volvía a Bilbao, su pueblo natal, tras largas giras por grandes teatros de ópera americanos y europeos. En cuanto a Salvador su orgullo lo cifraba en salvar de atascos económicos a los pobres maestros mediante parciales anticipos de sus míseros haberes.

Conocía a otros masones bilbaínos no muchos, pues en total eran pocos, por concurrir a los festivales de la escuela evangélica y donarnos a los alumnos prendas de ropa. Invierno hubo en que me defendí del frío llevando bajo la blusa de percal un chaleco de Bayona, regalo del comerciante en tejidos don Constante Ollo, a quien, por su alta talla, debió de haber entregado don Quijote el generoso lábaro de la caballería andante, tan quimérico como el estandarte de la francmasonería.

En aquellos festivales, niñas y niños nos reuníamos para cantar en derredor del armónium que tocaba la maestra, doña Tomasa Cantabria, cuya historia era digna de un folletín. En el umbral de la logia de Santander apareció cierta noche una niña recién nacida de la que se hicieron cargo, prohijándola y educándola, los masones santanderinos. Al apellidarla pusiéronle el nombre de la logia: Cantabria. Era nuestra profesora y luego sería esposa del pastor protestante, don José Marqués.

En Madrid topé más tarde con varios masones pintorescos y exhibicionistas, entre ellos Alejandro Medina -el «Ciudadano Medina», según se llamaba a sí mismo-, un viejo republicano con voz de trueno, muy afecto a la familia Salmerón. Al derrumbarse la monarquía portuguesa el «Ciudadano Medina» obtuvo un nombramiento de inspector de los ferrocarriles  lusitanos que le permitía viajar gratis en coche-cama por todo el continente, y su afán vanidoso era mostrar el abultado tarjetero de pases de libre circulación ferroviaria y los títulos acreditativos de su jerarquía masónica.

El volteriano y masón Miguel Cabanellas entregó al ortodoxo y pío Francisco Franco el poder que éste ejerce «por la gracia de Dios», según rezan flamantes monedas acuñadas con su busto, de perfil tan judaico como su apellido.

En 1918 don Luis Simarro, que ocupó la vacante de gran maestre producida por fallecimiento de don Miguel Morayta, me invitó a ingresar en la logia presidida por él. Rehusé y no insistió. Poco después se hizo masón mi gran amigo Bernardino Sancifrián, copropietario del famoso café Fornos, y puso todos sus ardores de neófito en catequizarme. Cada vez que le subían de grado – en una carrera rápida, pero no tan vertiginosa como la de don Manuel Ruiz Zorrilla, quien al día siguiente de ser admitido de aprendiz fue ascendido a compañero y al otro día a maestro-, yo le manifestaba estar enterado del ascenso.

Preocupábale mucho mi exacta información por creer que alguien rompía secretos que todos juraban guardar y, al fin, para liberarle de penosas cavilaciones, le revelé el mío. Viendo que en Fornos y viniendo de la logia del Pretil de los Consejos, obsequiaba con suculento banquete a los periodistas Martínez Sol, Escola, y Torralba Becci y algunos masones más, yo tenía por seguro que el ágape era para festejar un ascenso, no equivocándome. Tampoco Sancifrián, más insistente que el doctor Simarro, logró mi alistamiento.

MASONERÍA Y REALEZA

Pasando por Alvarez Mendizábal, ha de retrocederse hasta el conde de Aranda y otros ministros de Carlos III para descubrir una efectiva influencia política de la masonería española, influencia reflejada inclusive en decisiones reales. No puede igualarse con ella la que, esporádicamente y sin profundidad, hubo en el reinado de Isabel II, porque no cabe atribuir a tenebrosos planes de las logias los volubles caprichos eróticos de la «reina castiza», cuya estatua fue desmontada del pedestal el 14 de abril de 1931 para, merced a humorístico rasgo del pueblo madrileño, llevarla al convento de las arrepentidas, donde, ya en frío bronce, no daría los malos ejemplos de antaño en ardorosa carne.

Todo lo demás que se relata de palaciega influencia masónica en períodos posteriores a Isabel II es pura filfa. El último personaje monárquico de primera fila que alcanzó dentro de la francmasonería categoría de gran maestre fue don Práxedes Mateo Sagasta, pero su escepticismo le ahogaba el fervor indispensable en semejante cargo. Sagasta -el «hermano Paz»- no lo sentía por nada cuando escaló la Presidencia del Consejo de Ministros. Debido a un descuido de su hija Esperanza, presentóse a gran solemnidad palatina ostentando una banda masónica en lugar de la correspondiente a preciadísima condecoración regia. Cuando, al pie del trono, el jefe del Gobierno advirtió el error filial, no se inmutó. A Sagasta lo mismo le daban ocho que ochenta.

Franco no ha descabezado a la hidra masónica por no existir tal hidra. Si acaso se trataba por su tamaño minúsculo -dicho sea con todo respeto para los miembros inmolados o perseguidos- de una modesta salamandra. Franco, gloriando su proeza, no engaña al Vaticano, mucho mejor enterado que él de las pequeñas proporciones de ese enemigo.

¿Entonces a qué ha obedecido la persistente campaña de Carrero Blanco, ninfa Egeria del Caudillo, contra los masones, campaña con brotes muy recientes? Adviértase que al mismo tiempo se hacía correr, de oído a oído, la versión, por lo visto falsa, de que el infante, don Juan es masón. Semejante campaña, aunque con disimulo, enderezóse a desprestigiar al pretendiente entre las derechas fanáticas o hipócritas. En la intimidad y durante reciente visita a México, dolióse la infanta María Cristina de Borbón de que su hermano Juan fuese tildado de borracho por el generalísimo. Este justifica así, «sotto voce», su propósito de que se proclame rey al primogénito de don Juan, muchacho de catorce años, con lo cual y en espera de la mayor edad del reyecito, Franco prolongaría el ejercicio de su omnimodo poder.

Acusaciones de masonería contra los últimos reyes de España se han repetido frecuentemente. ¡Si llegó a decirse que estaba afiliada a tan maldita secta la regente doña María Cristina de Habsburgo! Valiéndole un proceso, lo dijo en su libro León XIII, los carlistas y la monarquía liberal, don José Domingo María Pascual Corbató, cura trabucaire que, después de haberse batido como soldado de don Carlos, convirtióse en sacerdote.

Data de pocas semanas una curiosa polémica entre el corresponsal en Roma del diario monárquico madrileño, «ABC» y varios masones españoles expatriados. Según dicho corresponsal, Alfonso XIII rechazó la invitación que se le hizo para ingresar en la masonería, y según los masones aludidos, cuyo mentís he visto en dos periódicos de la emigración republicana que se editan en Sudamérica, fue el monarca quien, a través de un duque, indagó en 1915 cerca de don Luis Simarro los trámites que debía cubrir para ser admitido en la Orden Masónica. No pretendo dirimir el pleito, que me interesa muy poco.

Cerraré este capítulo diciendo que la única persona de alcurnia real que, según mis noticias, perteneció a la masonería española, fue Muley Hafid, ex sultán de Marruecos.

Prosiguiendo el anecdotario, pasemos a sucesos, muy bien documentados, más próximos y más interesantes.

MASONES DE DOS CASTAS

El primer organismo dirigente que tuvo el movimiento subversivo contra la República española fue la titulada junta de Defensa Nacional, constituida en Burgos el 23 de julio de 1936. La presidía el general de división Miguel Cabanellas Ferrer.

Cabanellas firmó el 24 de julio un decreto disponiendo que «el excelentísimo señor general de división don Francisco Franco Bahamonde asuma las funciones de general jefe del ejército de Marruecos y del Sur de España.».

Cabanellas suscribió seguidamente la declaración-programa de dicha junta al país.

Cabanellas restableció el 29 de agosto la bandera roja y gualda de la monarquía.

Cabanellas nombró el 29 de septiembre «Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos al general de división don Francisco Franco Bahamonde».

Cabanellas, dispensándole honores máximos, dio posesión de esa jefatura a Franco el 1 de octubre en la Capitanía general de Burgos.

Cabanellas dijo en aquel acto a Franco: «Señor Jefe del Gobierno del Estado Español: En nombre de la junta de Defensa Nacional, os entrego los poderes absolutos del Estado. Estos poderes van a Vuestra Excelencia, soldado de corazón españolísimo, con la seguridad de que cumplo, al transmitirlos, el deseo fervoroso del auténtico pueblo español. »

Cabanellas oyó de Franco la siguiente respuesta: «Mi general, señores generales y jefes de la junta: Podéis estar orgullosos; recibisteis una España rota y me entregáis una España unida en un ideal unánime y grandioso. La victoria está a nuestro lado. Ponéis en mis manos a España; yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme. Llevaré a la patria a lo más alto o moriré en mi empeño. Quiero vuestra colaboración. La junta de Defensa Nacional seguirá a mi lado.»

Cabanellas recibió seguidamente de manos de Franco el nombramiento de inspector general del Ejército, el cargo militar más alto después del generalísimo…

Pues bien, Miguel Cabanellas Ferrer, de quien recibió sus actuales poderes dictatoriales Francisco Franco Bahamonde, aquel a quien éste quiso conservar junto a sí y al que gratificó con la investidura de inspector general del ejército, era masón. Y Franco lo sabía, como lo sabíamos todos, por pertenecer Cabanellas al sector de masones pintorescos y exhibicionistas, estilo del «Ciudadano Medina», que andaban por peñas de cafés y cervecerías jactándose de figurar en las logias.

Franco ha dividido a los masones en dos castas, castigando a los leales a la República y premiando a los que la traicionaron. Fusiló al general masón Núñez de Prado por mantenerse fiel a sus juramentos y ascendió a Cabanellas por faltar a ellos.

No ha repudiado ni repudia a todos los masones. Ahora no repudia a los de las logias norteamericanas para recibir relucientes dolares y antes no repudió a Cabanellas para recibir sustancial herencia política labrada mediante sangrienta traición al noble pueblo español.

El volteriano y masón Miguel Cabanellas entregó al ortodoxo y pío Francisco Franco el poder que éste ejerce «por la gracia de Dios», según rezan flamantes monedas acuñadas con su busto, de perfil tan judaico como su apellido.