La pugna de intereses por el control de los recursos energéticos (petróleo y gas natural) puede abocar a nuevos conflictos especialmente allí donde los yacimientos y las reservas son más importantes (Oriente Medio y Asia central). La coincidencia de estos nuevos conflictos con otros ya preexistentes (la crisis saudí, el conflicto palestino-israelí) puede llevar a situaciones incontrolables y, como señala Joseph S. Nye Jr. (The Paradox of American Power), asistente del secretario de Defensa en la Administración Clinton, ahora que Estados Unidos se ha convertido en el único superpoder mundial podría suceder que se incrementara su vulnerabilidad y se acelerara la erosión de su supremacía…
La caída del muro de Berlín en 1989, la desaparición del comunismo europeo y el colapso de la Unión Soviética (1991) suponen el fin de un orden bipolar que había sido la base del sistema mundial y de las relaciones internacionales durante la segunda mitad del siglo XX.
Empezaba una nueva etapa, basada en la incontestable hegemonía política y militar de Estados Unidos, en la configuración de alianzas impensables hace unos años (Consejo OTAN-Rusia, mayo de 2002) y en la creciente importancia económica -y en menor medida, política- de la Unión Europea. Con el viejo orden internacional acababa también el siglo XX y la tarjeta de presentación del siglo XXI no pudo ser más brutal: el 11 de septiembre de 2001, los atentados contra las Torres Gemelas y contra el Pentágono ocasionaban más de 3.000 muertos y enfrentaban a la opinión pública mundial, a través de las cámaras de televisión y en directo, con el rostro más terrible del nuevo siglo, las redes del terrorismo internacional, preñado de fanatismo religioso y de infraestructura financiera que invoca viejas frustraciones relacionadas con causas legítimas -Palestina- y se nutre de las contradicciones generadas por el nuevo orden internacional y por el control de los recursos energéticos. El 11 de septiembre fue el inicio de un nuevo tipo de conflicto que deja obsoletos los sistemas de defensa convencionales y preludia nuevos episodios que, en los próximos años, tendrán como escenarios más conflictivos Asia central y el Oriente Medio, mientras Estados Unidos y la Unión Europea serán los objetivos de los ataques terroristas.
Durante la guerra fría los grandes conflictos fueron, fundamentalmente, de orden ideológico, mientras que, en la actualidad, se relacionan con el control y la explotación de recursos -agua, piedras preciosas, drogas, minerales y, sobre todo, petróleo y gas-, aunque en muchos casos existían conflictos regionales previos que se han realimentado con la desaparición del sistema bipolar y la pugna por el control de los recursos. Los ejemplos son más que abundantes y, como ha puesto de relieve Michael Renner (L’Estat del Món 2002, Barcelona, 2002), existe una relación directa entre «la extracción ilegal -o legal, podríamos añadir- de recursos, el tráfico de armas -y en algunos casos de drogas y personas-, los conflictos violentos, las violaciones de los derechos humanos, los desastres humanitarios y la destrucción del medio ambiente». Son recursos destinados casi en exclusividad al Primer Mundo y que, en cambio, en muchas ocasiones -excepción de los países petroleros del Oriente Medio-, desgastan y empobrecen a los países del Tercer Mundo que los poseen, aunque enriquezcan a las elites políticomafiosas que controlan el poder y la capacidad de destrucción militar. Sin duda, un caso evidente es Angola: uno de los países más pobres del mundo -en el año 2001, sobre un total de 174 países ocupaba el lugar 160 según el índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas-, con más de un cuarto de siglo de guerra a sus espaldas, que ha provocado casi cuatro millones de desplazados -la cuarta parte de la población-, ha disminuido la esperanza de vida a 47 años y ha ocasionado que las dos terceras partes de la población haya de vivir con menos de un dólar al día y, sin embargo, con importantes yacimientos de petróleo y minas de diamantes. En definitiva, en el centro de la nueva conflictividad internacional se sitúa la disputa por el control de los recursos -como ya había sucedido durante el período colonial- y, sobre todo, del petróleo y el gas que son los combustibles que mueven el motor de la economía mundial.
EL PETRÓLEO
La distribución, el mercado y la evolución de los precios del petróleo en los últimos 30 años ha variado considerablemente.
De la información recogida en la tabla que aparece en esta página se desprenden algunas conclusiones:
1. Desde principios de los años 70 (1970-74 respecto a 1997-2001), la producción mundial de petróleo se ha incrementado en un 30 por ciento.
El consumo no ha cesado de aumentar y se prevé que, en los próximos 20 años, según estimaciones de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), crecerá todavía a un ritmo del 1,9 por ciento anual, situándose en el 2020 en casi 115 millones de barriles por día. La producción de petróleo deberá aumentar en una proporción similar para poder satisfacer dicha demanda.
2. La utilización del petróleo como arma política por parte de los países árabes durante la cuarta guerra árabe-israelí (1973) disparó bruscamente los precios, que sólo en un año se multiplicaron por cinco. La revolución iraní (1979) provocó una nueva alza. Los precios casi se triplicaron alcanzando su máximo en 1981 con una media de 36,43 dólares por barril. Sin embargo, a partir de 1984, iniciaron una rápida caída, que alcanzó el mínimo en 1999 con una media de 9,67 dólares por barril (la invasión de Kuwait por Iraq y la segunda guerra del Golfo, 1990-1991, sólo provocaron un alza coyuntural). De hecho, a finales de los 90, la situación se había vuelto insostenible para los países exportadores. El repunte de los dos últimos años y del primer semestre de este año supone una mejora sustancial y los expertos de la OPEP confían en poder estabilizar los precios en torno a los 25 dólares por barril (con una horquilla que iría de los 22 a los 28 dólares), lo que, en términos de poder adquisitivo real, supone poco más de 7 dólares de 1973-74, es decir, un 40 por ciento menos del precio alcanzado en 1974.
3. La participación de la OPEP en la producción mundial del petróleo ha pasado de representar el 53 por ciento del total (media de 1970-74) al 43 por ciento (media de 1997-2001). Es una caída significativa que alcanzó su máximo en la segunda mitad de los 80 cuando los países OPEP sólo aportaron la tercera parte de la producción mundial. Hasta mediados de los 80 hay una correlación muy clara entre alza de los precios y la disminución de la cuota de producción de la OPEP. A partir del mínimo de la segunda mitad de los 80 se inicia una recuperación -la recuperación comienza a percibirse a partir de 1988-89- que coincide con el largo período de caída de los precios antes indicado. Por supuesto, la pérdida de cuota de producción OPEP se ha compensado con una mayor producción de petróleo principalmente en Canadá, China, Brasil, México, Noruega y el Reino Unido (en conjunto pasaron de una media de 3,1 millones de barriles por día en 1970-74, a 12,4 millones de barriles por día en 1997-2001), correspondiendo a los tres últimos los incrementos más significativos. En cambio, Estados Unidos (de los 9,3 millones de barriles diarios de 1970-74, pasó a los 6,1 de 1997-2001) y la antigua URSS (de 7,9 a 6,3) disminuyeron la producción en términos relativos y absolutos. En el primer caso, la caída de los precios provocó un incremento de las importaciones en detrimento de la producción. En el caso de la extinta URSS, que había sido el mayor productor mundial durante los 80 superando los diez millones de barriles diarios, la obsolescencia tecnológica del sector hidrocarburos y la crisis política de la desaparición de la URSS repercutieron en la caída de la producción. Además, algunas de las repúblicas independientes no han incrementado su producción a la espera de disponer de conductos de exportación distintos a los del monopolio de la red de oleoductos rusa.
En resumen, en las últimas tres décadas se ha incrementado la producción de petróleo y se han incorporado con fuerza nuevos productores al mercado mundial en detrimento de la producción de la OPEP que, a pesar de haber recuperado en los últimos años unos niveles de producción semejantes a los de 1970-74, ha perdido diez puntos en cuota de mercado (el 53 por ciento de media en 1970-74 y el 43 en 1997-2001). Los países de la OPEP siguen aportando, sin embargo, más del 40 por ciento de la producción mundial y su porcentaje de reservas probadas (el 79 del total) supera al de todos los otros países juntos. Paralelamente, la caída de los precios en términos nominales y de poder adquisitivo ha hecho disminuir las rentas petroleras en los principales países exportadores, lo que ha abierto una crisis sin precedentes en Arabia Saudí y provoca problemas de estabilidad política en Venezuela.
EL GAS NATURAL
En la última década la producción de gas natural no licuado [véase tabla] ha crecido un 18 por ciento (la de gas natural licuado, un 29). El gas natural se ha convertido en una alternativa parcial al petróleo sobre el que presenta ventajas de producción y medioambientales. Sus yacimientos se encuentran mucho más esparcidos, aunque sólo Estados Unidos y Rusia producen el 40 por ciento del total y los 17 primeros países productores el 84 del total (año 2000). En el caso de1 petróleo, para obtener un porcentaje similar hay que sumar las producciones de los primeros 19 países productores. Sin embargo, la OPEP produce el 40 por ciento del petróleo (Oriente Medio, la tercera parte), pero sólo el 16 por ciento del gas natural no licuado (Oriente Medio, el 9). En otras palabras, la dependencia energética en e1 caso del gas natural no licuado es mucho menor por la mayor diseminación de los yacimientos y por la importancia de los situados en Europa Occidental y América del Norte. Ello no es óbice para que el intento de controlar mejor los yacimientos de Asia central -hasta 1991 bajo el control de la URSS pero ahora abiertos a la competencia de otros inversores extranjeros- genere nuevas situaciones de conflicto. De hecho, tanto Zbigniew Brzezinsky (El gran tablero mundial), consejero para la Seguridad Nacional de la presidencia de Estados Unidos entre 1977 y 1981, como Ahmed Rashid (Los talibán), ya habían avanzado los conflictos que se avecinaban a causa de los cambios geoestratégicos a que había dado lugar la desaparición de la URSS y los intereses relacionados con la explotación de los yacimientos y su comercialización a través de nuevas rutas por Afganistán.
Así pues, el mercado del petróleo -y del gas natural- sigue siendo una de las principales fuentes de conflicto en el mundo. El crecimiento de Europa y Estados Unidos entre 1945 y 1975 se basó en un petróleo a bajo precio, para lo cual Occidente justificó regímenes y alianzas impresentables y contribuyó a derrocar a quienes cuestionaban dicha política (baste recordar las implicaciones de la CIA en el golpe de Estado que acabó con el gobierno nacionalista de Mossadegh en Irán en 1953). Tras un período de precios altos, el crecimiento actual se basa de nuevo en una energía barata. La incorporación de nuevos países productores, el crecimiento de la producción de gas natural no licuado y la pérdida de peso relativo de la OPEP en el mercado mundial parecen ser el camino para conseguir unos precios semejantes a los de principios de los 70. Esta estrategia produce, lógicamente, nuevas tensiones que con facilidad derivan en conflictos de largo alcance que ya no pueden enmascararse bajo el manto del «choque de ideologías». De ahí la obsesión por el «choque de civilizaciones».
En general, se están produciendo dos tipos de conflictos distintos de resultados imprevisibles:
1. Conflictos internos con guerras civiles larvadas (Argelia, donde intereses franceses y estadounidenses, y españoles en el gas, compiten en la privatización de la antigua empresa estatal de hidrocarburos); guerras civiles de larga duración y de resultado incierto (Angola, país que a pesar del conflicto ha multiplicado la producción por más de cinco entre 1970-74 y 1997-2001); conflictos de larga duración (las prospecciones en la región complican todavía más la resolución del conflicto del Sáhara Occidental); potencial crisis política, institucional y social asociada, en buena parte aunque no únicamente, con lo que se ha denominado el escenario pospetróleo, que estaría llegando no por el agotamiento de las reservas sino por la caída de los precios y de las rentas petroleras (caso de Arabia Saudí, que podría extenderse con facilidad a otros países de la península Arábiga). En este último apartado cabría, quizás, el reciente intento de golpe de Estado en Venezuela y el papel, por lo menos dudoso, de Estados Unidos y otros países occidentales.
2. Conflictos internacionales que modifican las geopolíticas regionales en función de nuevos intereses geoestratégicos relacionados con el control de los yacimientos de petróleo y gas natural -en ocasiones, también el control del agua, un bien escaso en zonas densamente pobladas como el Oriente Medio, contribuye a alimentar un conflicto previo-. Las situaciones más conflictivas se dan cuando coinciden en un mismo escenario crisis como las del punto anterior con cambios geoestratégicos motivados por el control de los recursos energéticos tras un vacío de poder. Es lo que está sucediendo en Asia central, donde el vacío dejado por el colapso de la URSS se está llenando con una creciente presencia de Estados Unidos, interesado en los recursos energéticos de Uzbekistán, Kazajastán y Turkmenistán. Al mismo tiempo, dicha presencia interfiere con la crisis saudí e incide en la política regional de Pakistán, Irán, Turquía, aunque el nuevo gran juego lo protagonizarán, sin duda, Estados Unidos, Rusia y China.
El potencial desestabilizador de la crisis saudí se puso de manifiesto con los atentados del 11 de septiembre. Hace un decenio, los jóvenes saudíes, urbanos, acomodados, universitarios y menos atados a las relaciones tribales, rechazaban el trabajo manual, que hacían inmigrantes musulmanes, y aspiraban a un trabajo cualificado y bien remunerado. Al mismo tiempo, las universidades islámicas formaban miles de ulemas críticos con los dirigentes tradicionales. Pero, a finales de los 80, la caída de los precios y las rentas del petróleo coincidió con la aceleración del crecimiento demográfico (15 millones de habitantes en 1991 y 22 millones en 2000). Se incrementó la deuda exterior (28.000 millones de dólares en 1998) y el paro (el 18 por ciento) entre los jóvenes (más de la mitad de la población). La custodia de los lugares santos del islam dejó de dar beneficios y el peregrinaje no contrarrestaba la pérdida de prestigio en el mundo musulmán. Por último, desde 1991, la presencia de soldados estadounidenses en tierra santa del islam minó el poco prestigio que conservaba el régimen de los Saud, acosado por las denuncias occidentales de corrupción y por la crisis institucional y generacional -el rey y sus sucesores rondan o superan los 80 años-. En los últimos años, la combinación explosiva de estudios universitarios y rigor religioso se proyectó en personajes como Osama Bin Laden -15 de los 19 secuestradores que participaron en los atentados del 11 de septiembre eran saudíes- y su organización, Al Qaeda. Creen que el islam es la solución a los problemas del país y que hay que acabar con la influencia y la presencia extranjera. No son muchos pero tienen poder, capacidad financiera y el apoyo de los sectores religiosos más conservadores. Es la revuelta de las clases privilegiadas que hizo del Afganistán de los talibanes -un territorio sin Estado para un Estado, Al Qaeda, sin territorio- su laboratorio experimental. El resto es de sobras conocido.
En conclusión, la pugna de intereses por el control de los recursos energéticos (petróleo y gas natural) puede abocar a nuevos conflictos especialmente allí donde los yacimientos y las reservas son más importantes (Oriente Medio y Asia central). La coincidencia de estos nuevos conflictos con otros ya preexistentes (la crisis saudí, el conflicto palestino-israelí) puede llevar a situaciones incontrolables y, como señala Joseph S. Nye Jr. (The Paradox of American Power), asistente del secretario de Defensa en la Administración Clinton, ahora que Estados Unidos se ha convertido en el único superpoder mundial podría suceder que se incrementara su vulnerabilidad y se acelerara la erosión de su supremacía. La globalización ha puesto el mundo al alcance de redes que no conocen fronteras ni estados, que han privatizado la guerra reconvirtiéndola en terrorismo (lo que acelera la tendencia iniciada con el siglo XX: Primera Guerra Mundial, un 15 por ciento de víctimas civiles; Segunda Guerra Mundial y la de Corea, un 50 por ciento; segunda guerra del Golfo, un 85 por ciento), y que se alimentan de las contradicciones abiertas por los nuevos conflictos, que adquieren un carácter progresivamente asimétrico -estados o coaliciones contra redes- y amenazan con extender, en forma de terrorismo, su campo de acción a Estados Unidos y Europa occidental y, en forma de operaciones militares, al Oriente Medio y Asia central.