Se llamaba Juan Crisóstomo, como el gran Patriarca de Constantinopla. Y no por gusto, hubo de parecerse a él en su resistencia al poder arbitrario del emperador.
Si el gran Padre de la Iglesia de Oriente sufrió el exilio por la libertad de la Iglesia, Jan Chryzostom Korec fue perseguido y encarcelado por la dictadura comunista que convirtió a Checoslovaquia en uno de los territorios más oscuros al otro lado del Telón de Acero. El pasado 24 de octubre, a los 91 años de edad, falleció el cardenal Korec, testigo valiente de la fe, jesuita y obispo clandestino, obrero y limpiacristales. Eslovaquia le despidió como a un héroe, pero como él decía: “no me atribuyo grandes méritos, cuanto más pasan los años, más me doy cuenta de que todo lo que es importante se debe a la gracia de Dios”.
Supe de Jan Korec, por primera vez, en la segunda mitad de los ochenta del pasado siglo, gracias al testimonio de algunos amigos de la asociación Rusia Cristiana que le visitaron clandestinamente en su apartamento de Bratislava. Allí conversaron con él sobre la realidad de la Iglesia bajo el comunismo, no sin antes tomar todo tipo de precauciones para no ser interceptados o grabados por los servicios de seguridad. Esos amigos volvían a Italia o a España con los ojos y el corazón llenos de nombres y rostros de hombres y mujeres que vivían la fe en medio de circunstancias que ahora nos resultan literalmente inimaginables. Pero el caso de Korec era singular: en 1951, con apenas 27 años, había recibido la ordenación episcopal en la clandestinidad, y había ejercido su ministerio durante nueve años mientras trabajaba en una fábrica de productos químicos sin ser descubierto.
Como era lógico, la policía terminó por identificarle y fue condenado a doce años de cárcel. Fue una condena especialmente dura en la que frecuentemente sufrió aislamiento, ya que resultaba evidente su “peligrosidad” a la hora de comunicar la fe y la esperanza a otros prisioneros. La breve primavera de Praga, en el 68, le permitió recuperar la libertad e incluso viajar a Roma, donde Pablo VI le recibió paternalmente y le entregó, dieciocho años después de su ordenación, las insignias episcopales. En todo caso no podría mostrarlas públicamente hasta 1989, ya que los días de plomo y furia se abatieron de nuevo sobre su patria cuando los tanques soviéticos borraron a sangre y fuego todo rastro de aquella efímera primavera. En lugar de anillo y pectoral, Jan Korec lucía cotidianamente el mono de trabajo, primero como limpiacristales en Bratislava, después nuevamente como obrero en una planta química. Durante todo el periodo comunista, en la cárcel o en periodos de libertad, llegó a ordenar clandestinamente a 120 sacerdotes. En 1991 Juan Pablo II le nombró cardenal, y posteriormente le pediría que predicara los Ejercicios Espirituales para la Curia Romana.
El jesuita Korec fue ciertamente pobre entre los pobres, un misionero en salida hacia las periferias de la desesperación de tantos hermanos, un pastor con olor a oveja pero también a sudor, a sosa y acetato. En su telegrama de pésame el Papa Francisco le ha definido como un testigo que “jamás se dejó intimidar, dando ejemplo de fortaleza y confianza en la Divina Providencia, y de fidelidad a la Sede de Pedro”. Como él mismo reconoció en una entrevista, ni el estudio ni los discursos le habrían servido para entender qué significa la fidelidad a Dios como la fatiga de permanecerle fiel dentro de las condiciones reales de la vida. Y terminaba reconociendo que no había deseado nunca vivir una vida distinta de la que había tenido.
Francisco repite con frecuencia que la Iglesia es el pueblo de la memoria, un pueblo en camino de la mano de su Señor a través de las vicisitudes de la historia. Pues bien, con Korec se marcha, quizás, el último obispo de una generación heroica, de una cosecha que para nuestros jóvenes es prácticamente desconocida. Aquella llamada “Iglesia del silencio” supo hablar con la elocuencia del martirio, que ahora nos descoloca y a veces casi nos incomoda. ¿Qué hemos aprendido de su testimonio?
Autor: José Luis Restán