Palabras del Santo Padre Francisco en los jardines Vaticanos a los presidentes de Israel, al de Palestina, y a representantes de judíos, cristianos, católicos, ortodoxos y musulmanes. Invocaron juntos al don de la paz, en Tierra Santa, en Medio Oriente y en todo el mundo.
Señores Presidentes
Los saludo con gran alegría, y deseo ofrecerles, a ustedes y a las distinguidas Delegaciones que les acompañan, la misma bienvenida calurosa que me han deparado en mi reciente peregrinación a Tierra Santa.
Gracias desde el fondo de mi corazón por haber aceptado mi invitación a venir aquí para implorar de Dios, juntos, el don de la paz. Espero que este encuentro sea el comienzo de un camino nuevo en busca de lo que une, para superar lo que divide.
Y gracias a Vuestra Santidad, venerado hermano Bartolomé, por estar aquí conmigo para recibir a estos ilustres huéspedes. Su participación es un gran don, un valioso apoyo, y es testimonio de la senda que, como cristianos, estamos siguiendo hacia la plena unidad.
Su presencia, Señores Presidentes, es un gran signo de fraternidad, que hacen como hijos de Abraham, y expresión concreta de confianza en Dios, Señor de la historia, que hoy nos mira como hermanos uno de otro, y desea conducirnos por sus vías.
Este encuentro nuestro para invocar la paz en Tierra Santa, en Medio Oriente y en todo el mundo, está acompañado por la oración de tantas personas, de diferentes culturas, naciones, lenguas y religiones: personas que han rezado por este encuentro y que ahora están unidos a nosotros en la misma invocación. Es un encuentro que responde al deseo ardiente de cuantos anhelan la paz, y sueñan con un mundo donde hombres y mujeres puedan vivir como hermanos y no como adversarios o enemigos.
Señores Presidentes, el mundo es un legado que hemos recibido de nuestros antepasados, pero también un préstamo de nuestros hijos: hijos que están cansados y agotados por los conflictos y con ganas de llegar a los albores de la paz; hijos que nos piden derribar los muros de la enemistad y tomar el camino del diálogo y de la paz, para que triunfen el amor y la amistad.
Muchos, demasiados de estos hijos han caído víctimas inocentes de la guerra y de la violencia, plantas arrancadas en plena floración. Es deber nuestro lograr que su sacrificio no sea en vano. Que su memoria nos infunda el valor de la paz, la fuerza de perseverar en el diálogo a toda costa, la paciencia para tejer día tras día el entramado cada vez más robusto de una convivencia respetuosa y pacífica, para gloria de Dios y el bien de todos.
Para conseguir la paz, se necesita valor, mucho más que para hacer la guerra. Se necesita valor para decir sí al encuentro y no al enfrentamiento; sí al diálogo y no a la violencia; sí a la negociación y no a la hostilidad; sí al respeto de los pactos y no a las provocaciones; sí a la sinceridad y no a la doblez. Para todo esto se necesita valor, una gran fuerza de ánimo.
La historia nos enseña que nuestras fuerzas por sí solas no son suficientes. Más de una vez hemos estado cerca de la paz, pero el maligno, por diversos medios, ha conseguido impedirla. Por eso estamos aquí, porque sabemos y creemos que necesitamos la ayuda de Dios. No renunciamos a nuestras responsabilidades, pero invocamos a Dios como un acto de suprema responsabilidad, de cara a nuestras conciencias y de frente a nuestros pueblos. Hemos escuchado una llamada, y debemos responder: la llamada a romper la espiral del odio y la violencia; a doblegarla con una sola palabra: hermano. Pero para decir esta palabra, todos debemos levantar la mirada al cielo, y reconocernos hijos de un mismo Padre.
A él me dirijo yo, en el Espíritu de Jesucristo, pidiendo la intercesión de la Virgen María, hija de Tierra Santa y Madre nuestra.
Señor, Dios de paz, escucha nuestra súplica.
Hemos intentado muchas veces y durante muchos años resolver nuestros conflictos con nuestras fuerzas, y también con nuestras armas; tantos momentos de hostilidad y de oscuridad; tanta sangre derramada; tantas vidas destrozadas; tantas esperanzas abatidas… Pero nuestros esfuerzos han sido en vano.
Ahora, Señor, ayúdanos tú. Danos tú la paz, enséñanos tú la paz, guíanos tú hacia la paz. Abre nuestros ojos y nuestros corazones, y danos la valentía para decir: «¡Nunca más la guerra»; «con la guerra, todo queda destruido». Infúndenos el valor de llevar a cabo gestos concretos para construir la paz. Señor, Dios de Abraham y los Profetas, Dios amor que nos has creado y nos llamas a vivir como hermanos, danos la fuerza para ser cada día artesanos de la paz; danos la capacidad de mirar con benevolencia a todos los hermanos que encontramos en nuestro camino.
Haznos disponibles para escuchar el clamor de nuestros ciudadanos que nos piden transformar nuestras armas en instrumentos de paz, nuestros temores en confianza y nuestras tensiones en perdón. Mantén encendida en nosotros la llama de la esperanza para tomar con paciente perseverancia opciones de diálogo y reconciliación, para que finalmente triunfe la paz. Y que sean desterradas del corazón de todo hombre estas palabras: división, odio, guerra. Señor, desarma la lengua y las manos, renueva los corazones y las mentes, para que la palabra que nos lleva al encuentro sea siempre «hermano», y el estilo de nuestra vida se convierta en shalom, paz, salam. Amén.
Fuente: romereports.com / vatican.va