La República Dominicana abolió la esclavitud en abril de 2009. Gran parte de los esclavos que cortan la caña de azúcar en la parte oriental de la Española son haitianos. Tráfico de seres humanos en la frontera: entran sin derechos, terminan la zafra y salen deportados. Y son pobres, muy pobres: antes de morir arrancan unas tablas a sus casuchas e inventan un ataúd
Christopher Hartley Sartorius luchó como un jabato en los cañaverales de la República Dominicana (RD) desde 1997. Hizo ver a los nativos, en gran parte haitianos, que hay Dios, que «sois hijos de Dios», y tronó en las homilías con «derechos humanos» y «libertades».
Los bateyes son zonas cañeras, transformados en guetos de pobreza extrema, en los que sobreviven unas cuarenta mil familias. Para el cultivo se emplea a niños de seis años; luego para la siembra y corte de la caña de azúcar, es decir, para cada zafra, los ingenios (fábricas) alquilan –en ningún caso contratan– el sudor de unos 25.000 inmigrantes haitianos y acuerdan con los buscones (traficantes de seres humanos) el precio.
El cura Sartorius denunció el régimen esclavista de las compañías azucareras en la RD. Y eso le costó la parroquia de San José de los Llanos. Amenazado de muerte, fue acusado por el Grupo Vicini de difamar al país y trasladado en 2007 a Etiopía, según el padre Arévalo. «Él se comprometió con las causas justas de los trabajadores, que fue lo que le pidió Juan Pablo II el día de su ordenación».
El misionero Christopher Hartley Sartorius entró con apenas quince años en el seminario. Su tío, Nicolás, le aconsejó: «Sólo te pido que no seas, como sacerdote, un tonto útil». Nadie, en sus cabales, podría serlo. Hace falta tener cuajo para no denunciar el tráfico de seres humanos, braceros vendidos (o alquilados) como ganado, el trabajo infantil, la discriminación racial, los déficits sanitarios y de educación (el 61% de la población de los bateyes es analfabeta), los fraudes y abusos laborales de los oligarcas locales (los Vicini, los Fanjul y los Campollo), instalados en el poder desde el siglo XIX.
Cuando un haitiano cruza la frontera, en vagones, como el ganado, y en carromatos, se les facilita un machete (la mocha), cuatro litros de agua y un colchón mugriento. Ganará poco más de dos euros por cortar en una jornada de doce horas tonelada y media de caña.
La Española, descubierta por Colón, es a día de hoy un mundo contrapuesto: Haití y RD, dos antagonismos en una isla, dos incompatibilidades.
Y más tras la sacudida bestial del seísmo del pasado 12 de enero, Haití es el país más pobre de América, pero fue el primero en abolir la esclavitud (1804).
Miles de haitianos trabajan como esclavos en los cañedos de la RD. Solo el Grupo Vicini produce 90.000 toneladas de azúcar al año. La caña ha sido el sostén de una economía que, ahora con el turismo, es la octava del Continente, pero a base de la expresión más espuria de la explotación del hombre.
Ya en el siglo pasado, el escritor de referencia, Ramón Marrero, hablaba de la turba harapienta de los cañaverales, que caminaba en una procesión de «seres sin alma (…) Veo sus siluetas y los golpes de sus mochas me encienden la angustia. ¡ Hasta cuando los hombres vivirán como bestias!».
El testigo lo recogió el cura español nacido en Londres para alzar la voz desde el púlpito: «Siempre es Viernes Santo en el cañaveral» . También ilustró al mismísimo presidente de la República, de visita a los bateyes de San Pedro de Macorís, la ciudad más azucarera del mundo: «Está usted en la antesala del infierno».
En febrero de 2004 y en las librerías de Punta Cana, a menos de 70 kilómetros de San Pedro de Macorís (la provincia tiene seis municipios, entre los que está San José de los Llanos), no había ejemplares a la venta de Tras las huellas de los braceros, un libro firmado por Esteban Sánchez, presidente de la organización civil Plataforma de Vida. Sánchez, de profesión abogado, denunció en el informe la existencias de grupos mafiosos que compran las voluntades de autoridades policiales, militares y judiciales. También asegura que al concluir la etapa de los Duvalier _Papá Doc y Baby Doc_ también terminaba la práctica en Haití de vender los nacionales a las fábricas azucareras de la RD. Claro que los Duvalier son bastante más poscontemporáneos que El Chapitas (pasión por colgarse medallas), inevitablemente conocido por Rafael Leónidas Trujillo, el dictador dominicano que presidio la República de 1934 a 1961.
Durante su mandato ordenó la limpieza étnica de unos quince mil haitianos que vivían en la raya divisoria de su país y la RD. Pero el flujo de trabajadores haitianos hacia los carrizales dominicanos no descendió, puesto que es la única opción: trabajar para comer. Aunque luego, en los bateyes, viven, trabajan y mueren como esclavos.
Lo cierto es que los hábitos de Trujillo tomaron carta de naturaleza de tal forma que no perdieron vigencia hasta la caída de Papa Doc en 1986. El Estado dominicano se dedicó a comprar braceros haitianos para luego alquilárselos a los ingenios.
Las luces rojas, tras las denuncias del cura Sartorius, han moderado la codicia del sector azucarero en cuanto a los métodos esclavistas. Ahora se acuerda con los amos de los braceros el día que comienza la zafra: cruzan la frontera como ilegales, trabajan sin contrato, o sea, sin derechos, y al terminar la cosecha, se les deporta a su país.
No pierden gran cosa: en el cañal viven bajo techos de hojalata, sin luz, sin agua, si retrete, sin voz. Y esa realidad, descarnada y brutal, es por la que no transige el misionero Sartorius: «Vivo en este infierno porque un hombre que una tarde de viernes se dejó matar, pronunció mi nombre con una ternura incomprensible… Para mí estos cañaverales son su Gólgota de amargura; la caña, cruz de todos los sufrimientos, y estos pobres, la figura de un Cristo roto a quien quisiera, por amor, darle la vida». Qué amargo puede ser el azúcar en donde, según la propaganda, las playas son paradisíacas.
El secretario de Estado y el arzobispo de Toledo ventilan el caso del cura Sartorius
Un dominicano osado. Carlos Agramonte, autor de «El sacerdote inglés», novela la miseria en los campos de caña y convierte a Christopher Hartley Sartorius en el protagonista de este libro-denuncia. Sus compatriotas nunca afrontaron el problema de explotación extrema ni resuelto las ancestrales diferencias entre haitianos y dominicanos. «La labor pastoral del Padre Christopher fue fabulosa, pero la sociedad dominicana lo rechazó, de tal modo que su vida corrió peligro».
Efectivamente, el cura Sartorius no sólo perdió la parroquia macorí de San José de los Llanos sino que tuvo que salir huyendo (hacía Etiopía) tras sufrir repetidas amenazas de muerte.
Agramonte corrió la misma suerte el año pasado: en marzo fue víctima de una operación mafiosa que buscaba matarlo tras la publicación de la novela, que fue retirada de las librerías dominicanas. En abril, voló a Madrid, donde fijó su residencia.
En noviembre de 2009, la agencia Efe reveló que Carlos Agramonte había escrito al arzobispo de la Archidiócesis de Toledo, Monseñor Rodríguez Plaza, para defender el buen nombre del Padre Christopher, «uno de los misioneros más valientes que han pasado por la República Dominicana». Dos meses antes, Carlos Morales, secretario de Estado de Relaciones Exteriores de la RD e ingeniero químico de dilatada experiencia en el sector azucarero, le pidió al arzobispo de Toledo que mediara ante Sartorius para que cesara en sus denuncias, al considerar que «gravitan negativamente sobre la imagen exterior de la República Dominicana».
Agramonte, en su carta al citado prelado, pidió «hacer justicia a un gran sacerdote y a un gran misionero que ha sido agredido por el hecho de amar a su prójimo. El Padre merece de los dominicanos gratitud eterna por su labor de amor y evangelizacion «.
La República Dominica abolió la esclavitud en abril del año pasado
«Se prohibe la esclavitud, la servidumbre y la trata de personas en todas sus formas» dice en su preámbulo la ley acordada en el Congreso y en la Corte de Apelación. Mulatos, zambos, negros ladinos o mestizos pueden estar contentos. Tuvo que ser en el siglo XXI: la República Dominicana abolió la esclavitud y el comercio de seres humanos en abril de 2009. No fue sin tiempo.
Para ello, un cura anglo-español tuvo que enfrentarse al poder establecido, al político, al financiero y, de alguna forma, al eclesiástico Roma prefirió plegar velas antes que exponer la vida del misionero a las iras de las azucareras, a veces sustanciadas en los periódicos que controlan así: «El resentimiento de este cura contra los dominicanos es un mal que durará cien años, sigue esparciendo su veneno y como tiene buenas relaciones con medios españoles provoca la impresión equivocada con informaciones falsas».
El consorcio Vicini, que maneja el suculento negocio del azúcar, alimentos, bebidas, energías eléctrica y renovable, bancos y servicios financieros, medios de comunicación, turismo y bienes raíces, es un enemigo poderoso que empieza a ceder. Los biznietos del genovés Juan Bautista Vicini hablan en su web de «código ético».