Recientemente he leído una noticia verdaderamente espeluznante. Una mujer estadounidense de 28 años ha sido condenada a cadena perpetua por haber metido a su bebé de un mes dentro del microondas.
El 'pequeñín' murió debido a las quemaduras. Resulta inconcebible que una madre sea capaz de tal atrocidad. Con toda razón la sociedad estadounidense ha quedado conmocionada, hasta el punto de que se le han negado a la acusada los privilegios que serían concedidos a otros reos con similar condena.
En concreto, en la sentencia se rechaza la petición de la defensa para que la joven sea condenada a cadena perpetua pero con posibilidad de salir en libertad condicional tras 25 años en prisión. La justicia parece afirmar con esta decisión que no existe perdón para una madre que asesina a su hijo indefenso recién nacido. Es más, así se desprende de las palabras pronunciadas por la juez encargada del caso, Mary Wiseman, quien afirmó que «no existe ningún adjetivo que describa adecuadamente la horrible atrocidad de este crimen. Fue un acto impactante y completamente aborrecible en una sociedad civilizada».
Terrible, ¿no? Pues bien, uno no puede sino hacerse una peliaguda pregunta: ¿Porqué una madre que hace lo mismo con su hijo sólo unos meses antes no sólo no es llamada criminal, sino que recibe la ayuda necesaria del Estado para llevar a cabo su crimen? Él «acto impactante y completamente aborrecible en una sociedad civilizada» se convierte automáticamente en un derecho de la madre, mientras que el bebé de ocho meses pasa a ser… nada.
Millones de niños han sido quemados igual que el hijo de la condenada de Álabama. Y en algunos países -la España de Zapatero y la América de Obama, sin ir más lejos- se busca bendecir el aborto libre, la muerte del hijo con absoluta impunidad ¿Cuál es la diferencia entre el cadáver del niño de Alabama y el de un niño abortado con solución salina? Ponga sus cuerpecitos quemados en una mesa e intente distinguirlos y luego decida cuál de esos niños es una víctima de una «horrible atrocidad» y cuál no.
En realidad, ¿qué autoridad decide quién es o no sujeto de derechos? En nuestras enfermas sociedades, esclavas del positivismo jurídico, hemos llegado a un punto en que el bien y el mal lo imponen las leyes, y éstas las impone cualquier hijo de vecino. Lo cual es lo mismo que afirmar que el bien y el mal no existen. Hace algo más de un siglo la esclavitud era aceptada en Estados Unidos, porque no estaba prohibida. Igual que el aborto.
El gran pensador Henry David Thoreau luchó contra este sinsentido positivista y hoy sus palabras siguen siendo actuales: «Los jueces y los abogados y todos los hombres con responsabilidad tratan este caso de un modo muy burdo e incompetente. No consideran si la Ley de Esclavos Fugitivos es justa, sino únicamente si es lo que ellos llaman constitucional ¿Es la virtud constitucional o lo es el vicio?, ¿es constitucional la justicia o la injusticia? En cuestiones morales y vitales tan importantes como ésta, es igual de impertinente preguntar si una ley es constitucional o no, que preguntar si es o no beneficiosa. Siguen siendo los servidores de los peores hombres y no los servidores de la humanidad. La cuestión es, no si tú o tu abuelo, hace setenta años, llegasteis o no al acuerdo de servir al diablo, y si ese servicio en cuestión ha finalizado ahora; lo que importa es si vas a servir a Dios de una vez por todas -a pesar de tu propio pasado desleal o, el de tus antecesores- obedeciendo a esa eterna y sólo ella justa CONSTITUCIÓN, que El, y no Jefferson o Adams, ha escrito en tu corazón».
Pablo de Santiago
El DISTRITO, noviembre, 2008