Si aceptamos, aunque sea sólo por una vez, el derecho a matar a nuestros hermanos improductivos -aunque sea limitado a indefensos enfermos mentales- entonces, en línea de principios, el homicidio se convierte en admisible para todos los seres humanos.
Si se estudian detenidamente los argumentos, los motivos y la propaganda en la que Hitler impuso la práctica masiva de la eutanasia, se descubre que las palabras, los conceptos y los ejemplos utilizados hoy por los lobbys favorables a la muerte dulce son muy parecidos a aquellos utilizados por los médicos nazis.
Retomando conceptos difundidos por las Sociedades Eugenésicas en boga en los primeros decenios del siglo XX, la eutanasia es considerada por el régimen nazi una práctica piadosa para eliminar las vidas indignas de vivir. Ya en 1924 Aldolf Hitler escribía en Mein Kampf: Si no hay ya fuerza para combatir por la propia salud, el derecho a vivir es menor. Y en sus conversaciones con Hermann Rauschning, entonces presidente del Senado en Danzig, afirmaba que la piedad conoce sólo una acción: dejar morir a los enfermos.
Con una carta firmada de su puño y letra en 1939, Hitler escribía que el Jefe de la Cancillería de Estado y su médico personal habían sido encargados de otorgar a una serie de médicos los poderes necesarios para que a los pacientes considerados incurables, según el mejor juicio humano disponible, les sea concedida una muerte piadosa. Desde entonces, la maquinaria de la muerte dulce comenzó a funcionar a pleno rendimiento. Las pruebas aportadas en los juicios de Nuremberg (1945-46) estiman que fueron asesinadas 275.000 personas con la eutanasia, entre ellos 8.000 niños.
Un Estado que ayude a morir
Para que se aceptara el programa de eutanasia, la propaganda nazi comenzó a producir películas. Los manicomios en los que se efectuaban las eliminaciones se presentaban como espléndidos lugares de curación, con interiores de lujo, maravillosas vistas y un trato fantástico. Al mismo tiempo se difundieron cortometrajes con imágenes de enfermos terminales y sufrientes con la idea de mostrar condiciones indignas de vida. En 1941 se difundió la película Yo acuso, en la que se cuenta la historia de un profesor, Heyt, casado con la joven Hanna, enferma de esclerosis múltiple. Heyt se esfuerza en curar a Hanna, pero finalmente decide ayudar a morir a su mujer. El hermano de Hanna denuncia a Heyt por homicidio, pero los jueces concluyen que la ley debe cambiarse para permitir la eutanasia.
El servicio de seguridad de Hitler recogió las reacciones de los 18 millones de personas que vieron la película y emitió un informe en el que subrayaba que la gente había aceptado, aunque con alguna reserva, que las personas afectadas por enfermedades incurables deben poder tener una muerte rápida apoyada por la ley.
La única oposición al filme y a la eutanasia llegaba de la Iglesia Católica. El entonces obispo de Münster, August Von Galen (beatificado en 2005), denunció ásperamente el programa de eutanasia: «Si aceptamos, aunque sea sólo por una vez, el derecho a matar a nuestros hermanos improductivos -aunque sea limitado a indefensos enfermos mentales- entonces, en línea de principios, el homicidio se convierte en admisible para todos los seres humanos.» Su prédica se lanzó en octavillas desde aviones británicos. Sólo la popularidad del prelado le salvó de ser colgado por los nazis.
En el número especial de 1996 dedicado al 50 aniversario de los juicios de Nuremberg del British Medical Journal, Hartmut Hanauske-Abel, profesor de la Cornell University de New York escribe: Lo que ocurrió en Alemania puede volver a ocurrir. (…) La vida pública actual no ofrece ningún modelo contra el derecho de los más fuertes. Modificar esta concepción de los enfermos terminales será un trabajo de generaciones que podrá llevarse a cabo con una valoración distinta del hombre, concluye.