Días después de que la patera naufragase, el mar devolvió tres cadáveres.
Reconocerlos, llorarlos, enterrarlos, son verbos de humanidad, de clemencia y misericordia, verbos que, por ser de amor, son de Dios.
Recordar esos muertos, hasta que la memoria nos haga daño, es verbo de justicia y, por serlo, también éste es verbo de Dios.
Los tres serán enterrados lejos de su tierra, de su pueblo, de los suyos. No podemos permitir que se les entierre también lejos de nuestra memoria, de nuestra conciencia, de nuestro corazón, de nuestra denuncia, de nuestra ira.
Si una sociedad concede más valor a la economía que a las personas, si se preocupa más de rescatar bancos que de rescatar náufragos, si pone las leyes del mercado por encima de las leyes del mar, esa sociedad habrá dejado de respetarse a sí misma, se habrá vendido a la indiferencia con que ella misma será enterrada, se habrá subido ya a la patera en la que ella misma habrá de naufragar.
“Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz”, estos muertos aún pueden desde su silencio humanizar a los vivos.
Desde la fe:
“Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos”.
“Ha resucitado el Buen Pastor que dio su vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey”.
Por el misterio de la encarnación, el Señor se hizo solidario con nosotros, subió a nuestra patera y, naufragando con nosotros en las sombras de la muerte, nos ha rescatado para que vivamos con él en la luz de su resurrección.
Sin solidaridad con los náufragos no hay comunión con Cristo.