Hace casi un siglo, el Papa Pío XI proclamó que la política, en cuanto atiende al interés de la entera sociedad constituye “el campo de la más amplia caridad, la Caridad Política” por encima del cual no cabe señalar otro que el de la misma religión. El concepto era nuevo, aunque su contenido está insertado en la larga tradición eclesial. Después de Pío XI, la noción de «Caridad Política» va a seguir siendo profundizada por casi todos los Pontífices.
Francisco la ha colocado como una de las columnas estructurales de su magisterio sobre la moral social, como ha vuelto a quedar de manifiesto en su última encíclica Fratelli tutti, en la que aclara: «El amor no solo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Esta caridad política supone haber desarrollado un sentido social que supera toda mentalidad individualista. La caridad social nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo individualmente, sino también en la dimensión social que las une» (nn 181-182).
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Caridad Política no es simplemente hacer política con amor, sino amar políticamente. Nos referimos al amor teologal, el que tiene su fuente y meta en la Santísima Trinidad y se configura según las relaciones intratrinitarias. Y en esa misma medida, es una caridad eclesial, ya que la Iglesia -concretada en sus diversas comunidades unidas por los apóstoles- es el seno maternal en el que se sigue generando el Amor de Dios en la historia.
En consecuencia, la principal estrategia de la Caridad Política es hacer Iglesia, como decía Tomás Malagón porque esta -por sí misma- es la principal acción política. Porque ella genera -en sí misma- el dinamismo, las estructuras, la cultura y los criterios que transforman la política según la Verdad, la Belleza y la Bondad. La mejor Caridad Política es la formación de militantes cristianos que formen familia de familias, que den respuesta asociadamente y desde abajo a los problemas del mundo en que vivimos. Esta es la gran aportación de Guillermo Rovirosa y Julián Gómez del Castillo, adelantándose en décadas a lo que hoy están exponiendo los principales teólogos que tratan estos temas y cuyas conclusiones exponemos en este número de nuestra revista.
Todos ellos, siguiendo la estela de De Lubac, pero también de los Padres de la Iglesia y de los autores medievales, plantean la superación del dualismo moderno que separa lo temporal de lo sobrenatural. Nos recuerdan que solo existe un fin, el religioso, el divino, que incorpora lo temporal a su desarrollo. Para ello hay que superar el concepto de «ley o derecho natural» como algo autónomo o paralelo de dicho fin sobrenatural. La fe, la esperanza y la caridad trinitarias no pueden seguir siendo añadidos o adornos a una realidad que imaginamos (falsamente) en yuxtaposición con lo teológico. Al contrario, la visión teológica es la que nos revela la estructura más profunda de la realidad y sin ella las ciencias sociales carecen de fundamento. Callarlo, aunque sea con la excusa de facilitar el diálogo, es traicionar al otro y a la realidad, sabiendo que el diálogo es siempre necesario.
Desde esta experiencia del Amor trinitario-eclesial surge espontáneamente una nueva cultura y -desde ella- una política al servicio de las familias, de las asociaciones intermedias y de la solidaridad internacional. Esto es el amor hecho política. Así ha sido siempre en la historia del cristianismo. Así, la Iglesia ha sido la madre de los grandes pasos históricos y de las principales civilizaciones desde hace dos mil años. Ahora, nos toca dar el siguiente.
Editorial de la Revista Id y Evangelizad 121
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