«La carne es el quicio de la Salvación» (editorial)
Así de contundente se manifestaba Tertuliano en el siglo III. Y no era una excentricidad de este gran teólogo, sino el sentir de toda la Iglesia que con expresiones similares enfrentaba la ideología gnóstica, que es la primera gran alternativa teórica que sufrió el cristianismo. La gnosis es un sistema de pensamiento y una propuesta de salvación, que supone la ruptura con la historia, con la comunidad eclesial, con la fijación positiva del contenido de la fe y con el cuerpo herido de los pobres, conversos y enfermos. Los gnósticos consideraban que la ciencia y la cultura académica ofrecían una forma de conocimiento superior a la que proponía la Iglesia, que desde siempre ha sido la casa de los creyentes sencillos (que los gnósticos llamaban «carnales») y rechazada, por ende, por los intelectuales y espiritualistas.
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La misma prometeica orientación se observa en el pelagianismo, el otro gran enemigo del cristianismo desde su primera hora, porque pone su esperanza en las propias fuerzas y méritos morales: «El mejor incentivo para la mente consiste en enseñarle que es posible hacer cualquier cosa que uno realmente quiera hacer», decía Pelagio a comienzos del siglo V. Actual, ¿verdad? Ahora ya saben de dónde provienen los eslóganes que repiten coaches, publicistas, profesionales de la política y demás portavoces de la nada.
Frente a gnosticismo y pelagianismo, con sus innumerables variaciones, la Iglesia simplemente recuerda lo que está en la Palabra que la constituye: «Muchos seductores han salido al mundo: los que niegan a Jesús como Mesías venido en carne. Esa gente es el seductor y el anticristo» (2 Jn 7). El espiritualismo, el intelectualismo y el voluntarismo moralista son los peores enemigos de la fe cristiana, que es -por su propia naturaleza- encarnada. De hecho, el binomio cristianismo encarnado es un pleonasmo; como lo es decir «espiritualidad encarnada».
Consecuente con una fe que se verifica en la carne, otro padre de la Iglesia, Ireneo (siglo II), aclara que solo podemos encontrar a Cristo en la Iglesia católica, la única que puede garantizar que está fundada en la sucesión apostólica y la primacía de Pedro. La fe encarnada exige fidelidad a la Tradición y al Magisterio eclesial. Implica comunión no solo sincrónica (con los creyentes contemporáneos) sino también diacrónica, con los que nos han trasmitido el patrimonio de la fe desde hace 2000 años. No es posible cambiar sus principios y orientaciones fundamentales para adaptarse a los caprichos neognósticos y neopelagianos.
En la misma línea, la fe encarnada se recibe y cultiva a través de mediaciones tan toscas y sencillas como el agua, el pan, el vino, el aceite y unos ministros pecadores, que no pocas veces han sido motivo de escándalo, lo cual no impedía que san Francisco de Asís dijese de ellos: «Y no quiero fijarme en si son pecadores, porque yo descubro en ellos al Hijo de Dios, y son mis señores. Y lo hago por esta razón: porque lo único que veo corporalmente, en este mundo, de ese mismo altísimo Hijo de Dios, es su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás».
Junto con Cristo y su Iglesia, los pobres son la otra manifestación y exigencia necesaria (no opcional) de la fe cristiana. Nuestra relación con ellos, viviendo la caridad política, objetiva la verdad de nuestra adhesión al Señor porque Él los ha constituido como jueces en el más allá y también aquí y ahora. Los pobres reales, con sus aspiraciones, mentalidad y sus luchas. No los que adaptamos a nuestros desvaríos gnósticos y pelagianos.
El Verbo hecho carne, la Iglesia católica y los empobrecidos de la tierra son el quicio de la Salvación.
Editorial de la revista Id y Evangelizad 122
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