Editorial
Alrededor del mundo existen más de cincuenta guerras en pleno desarrollo. Esta lacra está costando la vida de cientos de miles de personas cada año, condenando a países enteros a la violencia como forma de vida, devastando ciudades enteras hasta llevarlas a la miseria, destruyendo familias, promoviendo la degradación moral y espiritual en las sociedades. Se cuentan por millones los refugiados que huyen de la guerra. Con razón, el papa Francisco afirmaba que estamos asistiendo a la Tercera Guerra Mundial.
Esta realidad bélica está siendo enfrentada con muy pocas soluciones adecuadas; lamentablemente, la mayoría de las respuestas son falsas, incluyendo las de muchos que dicen ser cristianos. Entre estas últimas se cuenta el buenismo, que limita su respuesta a donaciones monetarias en campañas de diversas agencias, a pancartas de ¡No a la guerra! o a diversos estados en redes sociales como anestesia de conciencias. Por otra parte, el espiritualismo, que difumina el pecado y responsabilidad de las personas en la proliferación del mal, mediante una suma de plegarias, pero sin ningún compromiso por una cultura que rechace no solo la guerra más actual, sino todas las guerras, desencarnando así la fe ante el dolor humano y confiando solo en el mesianismo. Otra falsa respuesta es el indiferentismo de aquellos en los que ha desaparecido todo vestigio de solidaridad, pensando que las guerras no les afectan porque nada tienen que ver con su día a día o porque están tan lejos de sus países que nada tienen que ver con ellos, lo que conlleva la perversión de la catolicidad de la fe. Finalmente, la hipocresía de los que son selectivos con el tipo de guerras que denuncian, es decir, algunas guerras sí otras no. Se trata de males perniciosos y contrarios a la fe cristiana que tienen como raíz la superficialidad, la insolidaridad, la desencarnación de la vida cristiana y hasta el desprecio de la vida humana.
No todo es negativo: también debemos reconocer el testimonio de miles de personas, mayoritariamente cristianas, que denuncian el mal institucional y la responsabilidad de los poderosos en esta escalada de la violencia. Son testigos que entregan su vida ―incruenta y cruentamente―, que nos demuestran que el mal no puede vencer y nos muestran las entrañas del cristianismo: caridad, solidaridad y justicia.
Ante un mundo en guerra, la Iglesia católica sigue promoviendo la paz como único camino de reconciliación y convivencia. El don de la paz concedida por Jesús, quien ha dicho: «la paz os dejo, mi paz os doy», añadiendo, «no os la doy como el mundo la da» (Jn 14, 27), porque esta paz no es la mera ausencia de guerras, tampoco es el mero equilibrio de fuerzas adversarias, ni es fruto de una hegemonía despótica. Ni siquiera es el mero verbalismo que reivindica la paz, pero que no está dispuesto a poner la vida en juego. La paz que Cristo nos ha legado se fundamenta en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se trata de una paz, como ha dicho León XIV, «desarmada y desarmante», la cual promueve la responsabilidad y el compromiso por denunciar las causas que generan la guerra, al tiempo que propone vías para la construcción de una paz verdadera.
El Magisterio de la Iglesia ha sido constante en proponer diversas vías para la construcción de la paz: en el aspecto personal, renuncia a la violencia, dominio de sí mismo, respeto a la dignidad sagrada de la vida humana y a la estabilidad de los pueblos, ayuda y exigencia a los gobernantes en la construcción de la paz, vivencia del mandamiento del amor desde la catolicidad y la solidaridad, conciencia crítica ante las falsas esperanzas y lucha contra el egoísmo; en el aspecto social, se requiere una nueva mentalidad universal sobre la guerra y sus consecuencias para el mundo entero, una obra educativa que valore y promueva una auténtica paz, una opinión pública crítica y constructiva, denunciar y luchar sin tregua contra las causas de las injusticias y desigualdades; en el terreno político, se requiere una vivencia y promoción de la caridad política como compromiso para ir a la solución de las causas y no solo a las consecuencias de los males de la humanidad, en pos de una auténtica cultura de la paz, promoción del bien de toda y todas las personas, establecimiento de un orden internacional que acabe con el empobrecimiento de los pueblos mediante la puesta en práctica del destino universal de los bienes y la cooperación internacional para el desarme.
Como dijera santa Teresa de Jesús en uno de sus poemas ―que da título a esta revista―, ante la ausencia de paz en la tierra, los cristianos están llamados a aventurar la vida mediante la búsqueda constante de la paz en lo personal, social y político. Por ello, hemos querido dedicar este número al fin de todas las guerras y la construcción de la paz, contribuyendo con diversos elementos que nos permitan superar el falso pacifismo y las medias tintas ante la guerra.
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