Idil: milagro viviente

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Comienzo mi carta con un dato que la semana pasada daban distintas agencias de noticias: «una joven somalí, de 28 años, que se encuentra en coma irreversible por un tumor cerebral, ha dado hoy a luz un bebé de 760 gramos, que se encuentra en perfectas condiciones, en el Hospital Santa Ana de Turín ‘Italia’.

La pequeña Idil, el mismo nombre que su madre, nació prematuramente a las 28 semanas de gestación después de que los médicos decidieran practicar a la madre una cesárea debido a un notable empeoramiento de las condiciones en las que se encontraba. El padre, había solicitado que la intervención se realizara con anestesia total para evitar cualquier posible sufrimiento de la madre. Tras el alumbramiento, aseguró que la pequeña es un «milagro viviente». La madre murió a continuación».


Hasta aquí la noticia con su claroscuro perfil de una muerte y una vida que se esconden en un titular de prensa común. Me ha llamado la atención esta historia casi anónima y desconocida, que ha dado la vuelta al mundo suscitando el pasmo más lleno de asombro que cabe imaginar.


Idil madre e Idil hija, han protagonizado sin pedirlo ni poderlo pedir ninguna de ellas un canto a la vida que es siempre, como el amor, más fuerte que la muerte. La vida es soberana y no entiende de leyes que la cercenan y aniquilan, porque su Creador, Dios mismo, la hizo así de rebelde, así de indómita, así de incorrecta políticamente. No sólo no entiende de las leyes injustas, leyes legales que cuentan con el apoyo cínico de los parlamentos humanos, sino que las contradice en silencio con la más irrebatible argumentación: la verdad, el amor y la libertad, sin subvenciones y sin siglas.


Un tumor cerebral podía haber llevado a una especie de aborto invertido si aquella pequeña no hubiese aceptado a su madre terminal, malformada, sin posibilidad de salida. Pero la vida de aquella niña existente y no nacida siguió el dictado sabio de Quien la creó, y sencillamente esperó la hora de seguir viviendo fuera de la cuna de amor donde estuvo concebida. Y la madre que engendró, hasta el final más último prestó su cuerpo casi muerto para que no se truncase la vida que llevaba en sus adentros.


Sabemos que a las pocas horas la madre murió pero la vida de la que fue portadora podrá testimoniar a quien quiera escucharlo, que es fruto de un milagro, del milagro de la espera, del milagro del respeto de la hermana madre tierra como gustaba cantar San Francisco de Asís, del milagro con el que discreto y tenaz Dios sigue contándonos que le importamos tanto, que nos ha dado un destino de eternidad que nace en el tiempo.


Han intervenido muchas gentes buenas. Primero la propia madre que se fue hasta Turín desde su Somalia natal para intentar sacar adelante su vida y la de su pequeña. Luego el padre, en todo momento al lado de este suceso en su lado más hermoso y el más duro de interpretar. La comunidad sanitaria de personas que han puesto lo mejor de su ciencia y de su conciencia, para que esta historia sea una historia que nos humaniza, que nos abre a Dios y nos abraza a los hermanos. Los periodistas que han querido narrarlo con respeto y con verdad. Cuánta buena gente en el reparto de esta escena conmovedora y llena de bondad.


Sí, es un milagro viviente, no un milagro de acuarela naïf, de música adormecedora o de fábula infantil para noches de insomnio. No. Es un milagro viviente, como tantos otros trazos y retazos que suceden a diario en nuestro entorno y en lo mejor de nuestro interior. Dichosos nosotros si vivimos así la vida. Dichosos si acertamos a mirarla como la miran los ojos de Dios.