Después de que varios reportajes televisivos mostraran a niños trabajando para subcontratistas de Ikea en India, Vietnam, Filipinas o Pakistán (donde incluso se les encadenaba a las máquinas), la empresa de la familia Kamprad creó un código de conducta que en la práctica no es más que papel mojado…
Ikea t'estima. Un model per desmuntar), de Olivier Bailly, Jean-Marc Caudron y Denis Lambert.
En su ya clásica exposición del capitalismo tardío, Ernst Mandel caracterizó al capitalismo transnacional como un sistema basado en la incesante rotación del capital. «La lógica del capitalismo tardío -escribió- conduce necesariamente (…) a convertir el capital ocioso en capital de servicios y simultáneamente a reemplazar el capital de servicios por capital productivo, en otras palabras, servicios por mercancías: servicios de transporte colectivo por automóviles privados; servicios de cine y teatro por equipo privado de televisión; mañana, programas de televisión e instrucción educativa por video-cassettes. No hay necesidad de subrayar los peligros que implica esto para el medioambiente a causa del desmesurado crecimiento de esta montaña de mercancías.»
El hipermercado, esa gran superficie de aspecto anodino que salpica nuestra periferia conurbana, es la mejor representación de esa «inmensa acumulación de mercancías» de la que hablaba ya Marx, de esa «inmensa reunión, bajo un mismo techo, de más de lo que cualquier persona podría comprar [y cuya sola] mera masa de objetos estimula el deseo», como ha escrito recientemente el sociólogo británico Richard Sennett. Ikea es, qué duda cabe, uno de los mayores exponentes de este modelo.
Este libro tiene la virtud de ser breve y ameno. Bailly, Caudron y Lambert -periodista y activistas de ONG respectivamente- escudriñan al gigante sueco del mueble hasta allí donde se lo permite la opacidad de esta exitosa empresa. Fundada en 1943 por Ingvar Kamprad (un calvinista cicatero que mantuvo nueve años de amistad, entre 1941 y 1950, con Per Engdahl y Sven Olov Lindholm, líderes del movimiento neosueco pronazi), Ikea facturó en el 2005 14.800 millones de euros y recibió ese mismo año a 410 millones de clientes en sus 220 establecimientos repartidos por todo el mundo, que dan trabajo a más de 90.000 empleados. La inauguración de un centro comercial en Arabia Saudita el 1 de septiembre del 2004 provocó una auténtica avalancha humana que terminó con veinte hospitalizados por desmayos, dieciséis heridos y dos muertos. Sorprendentemente para estas cifras, Ikea es una de las pocas empresas de su tamaño que no cotiza en bolsa, y una complicada red financiera la sostiene. Lo hace a través de la Stitching Ingka Foundation (radicada en Holanda, lo que no deja de ser curioso en una empresa que hace del chovinismo sueco bandera), asociada a la Stichting Ikea Foundation, poseedora de Ingka Holding, que agrupa a todas las empresas de Ikea. Ingka Holding está gestionada a su vez por Ikea International (con sede en Dinamarca), que es la encargada de asegurar las compras, la distribución, la venda y en ocasiones la producción misma del producto. Inter Ikea Systems (con sede en Delft, Holanda), subsidiaria de aquella en el organigrama de la empresa, es la compañía propietaria de la marca Ikea (su imagen). IKANO, una organización paralela, agrupa a todas las sociedades que no están integradas en Ingka Holding, y cuya sedes son, invariablemente, paraísos fiscales. Comprenne qui pourra.
Al terminar la lectura de Ikea t'estima uno no puede más que llevarse la impresión de que esta influyente empresa -que, no lo olvidemos, amuebla los interiores de la mayor parte de los hogares occidentales- reúne en grado sumo, bajo su impecable imagen corporativa azul-y-amarilla, todas las características negativas que uno asocia a una corporación capitalista, a saber: explotación laboral, destrucción del medio ambiente, embotamiento del espíritu de la población.
Explotación laboral, tanto en los países productores del Tercer Mundo como en los trabajadores del Primero. Después de que varios reportajes televisivos mostraran a niños trabajando para subcontratistas de Ikea en India, Vietnam, Filipinas o Pakistán (donde incluso se les encadenaba a las máquinas), la empresa de la familia Kamprad creó un código de conducta que en la práctica no es más que papel mojado, pues los trabajadores de los 1.300 subcontratistas que proporcionan sus productos a Ikea tienen prohibido el derecho a la sindicación (algunos incluso nunca han oído hablar de ello) y trabajan una media de quince horas al día (de las ocho de la mañana a las once de la noche) sin contar las horas extra y el horario nocturno, frecuente cuando se acelera el plazo de entrega de los pedidos. Muchos de los obreros que viven lejos de la fábrica duermen directamente en sus puestos de trabajo para no perder tiempo en desplazamientos, que les sería descontado del sueldo. Por si fuera poco, son los trabajadores, y no la empresa, quienes corren con los gastos en seguridad médica, descontados de sus 36€ mensuales de salario. Si lo hacen es, entre otras cosas, porque ponerse enfermo en una factoría de Bangla Desh o India significa uno o dos días sin sueldo. El grueso de las auditorias a estos subcontratistas lo realiza el Compliance and Monitoring Group de Ikea con lo que, como afirman los autores, sería como si un alumno de instituto se encargase de su propia evaluación. Más cerca de nosotros, Ikea ha destacado fomentando el trabajo precario entre jóvenes y estudiantes, o rompiendo huelgas (en Bélgica un bono de compra en una tienda de electrodomésticos a los trabajadores que permanecieran en su puesto de trabajo el día de la huelga), pero tiene su peor antecedente en una circular interna de la compañía en Francia firmada por el director de marketing, que aconsejaba no contratar a trabajadores de color porque «tienen menos posibilidades, y aquí de lo que se trata es de avanzar rápido.» Según un sindicalista citado por el diario L'Humanité, el director de un Ikea parisino declaró a la prensa en 1997 que querían reforzar «su imagen nórdica» y que por esa razón no iban a poner «personas de origen extranjero en contacto con la clientela.» Se pidió a Ikea que desmintiera estas acusaciones, pero los responsables de la compañía -me disculparéis la broma- se hicieron los suecos.
Destrucción del medio ambiente. Después de los escándalos que estallaron en Dinamarca y Alemania en los 80 por la presencia de formaldehído y otras sustancias tóxicas en sus productos, el origen de la madera de los muebles expuestos en Ikea sigue siendo, en su mayor parte, de procedencia dudosa y, con toda probabilidad, talada sin ningún control en los bosques de Rusia o China. Sólo en el 2005 se calcula que esta madera de naturaleza incierta alcanzaba los 640.000 metros cúbicos. La voracidad maderera del coloso sueco se retroalimenta con su estrategia empresarial de obsolescencia planificada, pues ninguno de sus productos está diseñado para durar más de dos temporadas y, aún haciéndolo, su poderosa maquinaria publicitaria tratará de convencer a sus fieles compradores de lo contrario, pues uno de sus mayores logros estriba precisamente en haber sustraído el valor patrimonial del mueble para convertirlo en un producto de consumo. Pero el expediente ecológico de Ikea no termina aquí. Su modelo de grandes superficies en el extrarradio obliga a los clientes al desplazamiento en automóvil con lo que, de las más de dos toneladas ( 2.808.424, exactamente) de CO2 que Ikea libera anualmente, el 56% es imputable a los compradores.
Embotamiento del espíritu de la población. La extensión y creciente hegemonía del diseño Ikea, del mueble de líneas y madera clara, uniformiza los interiores de los hogares, narcotiza la creatividad de los diseñadores y elimina progresivamente las particularidades culturales de cada nación, un patrimonio humano que era garantía de diversidad. Lo peor es que Ikea ni siquiera representa el diseño sueco, sino su propio diseño, el diseño Ikea, y con él pretende crear un mundo a su imagen y semejanza. Para los trabajadores de los centros comerciales resulta igualmente alienante, como escriben los autores de este libro, «pasar su jornada laboral disfrazados de canario y rodeados de cocinas», realizando una «actividad monomaníaca en la tienda alineando decenas de miles de vasos o centenares de palillos» en lugar de «un trabajo de dimensión humana que ofreciera actividades más variadas». La publicidad, uno de los pilares fundamentales de la compañía, promueve a macha y martillo el consumo irracional, con consecuencias funestas no sólo para el medioambiente, sino para los cada año más endeudados hogares europeos.
Y si después de todo este cahier de doléances alguien todavía puede creer en las bondades de la ideología de un mercado libre completamente desbocado (el sistema que, según nos repiten con insistencia, asegura la libertad personal a través del consumo), bandera que Ikea enarbola orgullosamente, no está de más recordar que el 75% de Habitat, la principal competidora de Ikea, está en manos de la familia Kamprad. El otro 25% lo posee la Stitching Ikea Foundation. Todo queda en familia y el monopolio se disfraza de falsa libertad de elección.
Uno de los platos que nunca falta en los comedores de Ikea son las albóndigas (suecas, naturalmente). Según parece, incomestibles. Pero viendo lo que hace con sus empleados y el medio ambiente, esta carne triturada es el menor de sus pecados.
Rebelión. Àngel Ferrero es licenciado en Comunicación Audiovisual
por la Universidad Autónoma de Barcelona.
Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad.