Internet y la rebelión de los cuerpos

2367

Para cambiar la realidad no basta con aprovechar las ventajas que la rapidez y la relativa seguridad de la comunicación digital suponen para construir la opinión pública, sino que ésta debe acompañarse necesariamente de la fuerza de la masa ciudadana.

Las revoluciones norteafricanas demuestran que, si bien la Red es muy útil para lanzar movilizaciones, el éxito final sigue dependiendo de la fuerza como grupo físico, de la fuerza real o virtual de los ciudadanos.

"Si queréis liberar a una sociedad, dadle Internet". Esta receta, propuesta por Wael Ghonim, ejecutivo de Google, es compartida por aquellos que consideran que las revoluciones populares que han depuesto a los Gobiernos de Túnez y Egipto, y amenazan con derrumbar a otras tiranías semejantes en Bahréin, Yemen o Libia, constituyen la prueba fehaciente de que el poder emancipador de las nuevas tecnologías de comunicación es real. Los analistas, la prensa o las cancillerías, acostumbrados a interpretar el mundo a partir de los juegos de poder entre grupos políticos reconocibles -clases sociales, oligarquías, Ejército, sectas religiosas-, han visto desbordadas sus más arriesgadas previsiones y, al igual que ocurrió con el Mayo del 68 o la caída del muro de Berlín, son incapaces de enfrentarse a coyunturas en las que, siquiera sea temporalmente, los protagonistas son aquellos que tradicionalmente no han tenido voz -jóvenes, desempleados, mujeres- y que hoy se están sirviendo de las herramientas anónimas de la Red para ser escuchados.

El uso político de medios como Facebook o Twitter -originalmente destinados a dar respuesta a las inquietudes, muchas veces banales, de los jóvenes de las sociedades más desarrolladas- desmiente la idea de que la tecnología sea algo esencialmente neutral. Por el contrario, su singular disposición revolucionaria se ha puesto de manifiesto en la ineptitud de las rígidas estructuras represivas de los Gobiernos depuestos en Túnez o Egipto para hacerse cargo de la situación. Acostumbrados a habérselas con los enemigos rutinarios -panfletos, periódicos prohibidos, reuniones clandestinas-, la policía y la censura de aquellos países, poco adiestradas en el uso de los medios digitales, han sido incapaces de detectar y abortar los primeros pasos de los movimientos de protesta, construidos pacientemente en la Red por minorías de jóvenes e intelectuales, antes de convertirse en alzamientos generalizados.

Dicho esto, no es conveniente dejarse llevar, de nuevo, por la ilusión de que las herramientas digitales puedan constituir por sí mismas una alternativa completa a los sistemas de dominación heredados del siglo XX, como si de un bálsamo digital frente a las tradicionales alambradas, muros o guetos se tratase. Los recientes acontecimientos en el mundo árabe actualizan, por el contrario, la conocida máxima de Foucault según la cual lo que define a nuestra época es su carácter espacial. Nos hemos acostumbrado a la idea de que el desarrollo de los medios de comunicación acabaría sustituyendo, sin más, el modelo de relaciones sociales y económicas establecido por la tradición moderna del control político a través del espacio. Al espacial siglo XX seguiría, de este modo, un nuevo siglo XXI virtual definido por el potencial liberador de las nuevas redes capaces de destruir los sistemas caducos de participación ciudadana, mediados tradicionalmente a través del juego de representación de los partidos políticos y las estructuras simbólicas de la ciudad. Sin embargo, lo que las revoluciones digitales de Oriente Próximo ponen de manifiesto es que, si bien las movilizaciones propiciadas desde la Red han desbordado los cauces políticos habituales, el éxito final de las protestas ha dependido, en última instancia, de los mecanismos basados en el despliegue tradicional de los cuerpos en el espacio político.

Convocadas primero a través de Internet o la telefonía móvil, y engordadas después en su arrastre mimético, las masas de manifestantes -no muy distintas de las que ocuparon el espacio público de Occidente en las revoluciones del siglo XIX y XX- han inundado las calles de muchas ciudades árabes o beduinas. El movimiento subversivo, confinado hasta ese momento a los canales inmateriales de la Red, desbordó sus límites hasta expandirse al espacio real, colonizando lugares dotados de gran simbolismo cívico para los ciudadanos -la plaza de Tahrir en El Cairo, la recientemente arrasada plaza de la Perla en Bahréin- y desplegando en ellos las estrategias espaciales anacrónicas -pero no por ello menos eficaces- propias de la tradición revolucionaria moderna. Este salto al espacio real de un movimiento originariamente virtual vino acompañado de una transformación en el ethos colectivo de los manifestantes, conscientes ya de su fuerza como grupo unido, demostrando así que cualquier manifestación en masa, aunque sea pacífica, es el símbolo de una acción potencial, de una violencia retenida que, si fuese necesario, podría ejercerse sobre la realidad. Se trata de un poder físico del que carece cualquier herramienta digital.

La sociología que a lo largo de los últimos años se viene construyendo en torno a las consecuencias del uso de Internet ha insistido en el carácter dinámico y cada vez más fugaz de los intercambios humanos, insinuando que la dependencia creciente del ciberespacio podría suponer, a medio plazo, nuestra metamorfosis en seudocuerpos o almas puras que acabarían volcando toda su energía espiritual en la Red. Esta hipotética conversión de los internautas en ángeles cibernéticos queda refutada por los hechos acaecidos en Túnez o Egipto y los que hoy están ocurriendo en Libia. Al constituirse en movimientos de masas, los levantamientos sociales se han hecho necesariamente materiales, deviniendo una verdadera revolución de personas: cuerpos visibles y completos que, retando al poder constituido, se manifiestan como tales en el espacio público. Si estos cuerpos, finalmente, mantienen su inercia unitaria, su tozudez física a dejarse desplazar por dicho poder, entonces la resolución de esta puesta en escena es, tal y como ha ocurrido, inmediata: si se decide a ejercer la violencia sobre la masa de manifestantes, es el Estado el que gana la partida (recordemos casos análogos como los de Tiananmen, el cruel desalojo de la instant city de los saharauis en El Aaiún o la vesánica represión en Libia devenida ya cruenta guerra civil); si, por el contrario, es el poder estatal el que se muestra vacilante, son los revolucionarios los que se hacen con el triunfo y el régimen ominoso acaba cayendo. Este sentido material, corporal de la revolución democrática en los países árabes se ha podido constatar, desde el origen, en el hecho simbólico que desencadenó todo el proceso: la autoinmolación de un joven vendedor callejero, Mohamed Buazizi, como protesta porque la policía le había arrebatado el carrito de verduras con el que se buscaba la vida. Fue, de este modo, un acto físico, brutal, ejercido sobre su propio cuerpo por un ser humano, y no los angélicos intercambios de sujetos anónimos refugiados en la Red, el que prendió la llama en Oriente Próximo.

Olvidado por la tradición filosófica, el cuerpo ha sido a lo largo de los dos últimos siglos el arma de choque de las revoluciones de Occidente y parece ser que seguirá desempeñando esta función en las nuevas que se avecinan. En un mundo cuya realidad merma de espesor día a día, el cuerpo adquiere un prestigio, un aura mayor cuanto más dudosa sea la condición de lo real. Por otra parte, los roles tradicionales que el espacio público y deliberativo propio de la modernidad desempeñaban en nuestras sociedades están siendo asumidos por un nuevo ciberespacio democrático, que sustituye al antiguo allí donde existía (Occidente) o se instala donde no había ninguno, como en Túnez o Egipto. Junto a este espacio de comunicación -sea virtual o no- existe un segundo espacio: aquel que es el medio propio de la acción revolucionaria de los cuerpos, la tradicional escenografía política que sigue hoy desempeñando sus funciones propias, bien como elemento simbólico (las manifestaciones del Primero de Mayo en Occidente, por ejemplo), bien como verdadera trinchera para el cambio político (desde Tiananmen hasta Tahrir). Como han demostrado los hechos -en El Cairo, en Bengasi, en Bahréin- los agentes cibernéticos pueden ocupar el primer espacio, pero nunca el segundo. De este modo, el destino de los modelos de control político -sean espaciales o virtuales- es entreverarse, contaminarse mutuamente. Para cambiar la realidad no basta con aprovechar las ventajas que la rapidez y la relativa seguridad de la comunicación digital suponen para constituir la opinión pública, sino que esta debe acompañarse necesariamente de la fuerza de la masa ciudadana, dispuesta a ejercer la violencia sin desprenderse, en ningún momento, del aura de la que todavía gozan los cuerpos en la época de su presunta reproductibilidad técnica. Son ellos, no Twitter ni Facebook, los que están derribando a las dictaduras.