La ideología que emana de los organismos financieros internacionales, sostiene que los pobres sufren
Adital
La iglesia Nuestra Señora de Caacupé está en el centro de la Villa 21 de Buenos Aires, también conocida como Villa de Barracas o «Villa de los paraguayos». Es una pequeña parroquia en la calle Osvaldo Cruz, la principal de la villa, por donde transitan algunos coches y decenas de personas que van y vienen por el asfalto. Sin embargo, las primeras impresiones engañan: cada pocos metros salen pequeñas vías que se bifurcan en pasadizos estrechos e irregulares, donde viven las 40 mil personas de la villa.
La parroquia se fundó en 1987 cuando se independizó de la basílica del Sagrado Corazón, a pocas cuadras de la villa.
El barrio ocupa 65 manzanas, pero si se suman la Villa 24 y los asentamientos precarios llegan a 90 hectáreas. Mientras en la Villa 21 predominan los paraguayos, en la Villa 24 la mayoría son argentinos del norte, de Santiago del Estero y Tucumán. Un censo realizado por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, asegura que la población de ambas villas vive en tres tipos de viviendas: un 31% en casas que tienen piso de material o agua por cañería; un 32% en casas con piso de tierra o que no tienen agua, y otro 33% habita en casillas, mucho más precarias aún. Uno de cada cinco habitantes son niños o adolescentes entre 10 y 19 años.
El estigma de la violencia
La Villa 21 fue noticia meses atrás cuando cinco personas fueron muertas en un tiroteo. Casi todos los meses las villas aparecen en los diarios por sucesos similares: los medios asocian sistemáticamente violencia con delincuencia y drogas, como sucede en toda América Latina. Pero la violencia y la delincuencia tienen un costado político, algo que los medios esconden.
Bernardo Kliksberg, asesor del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para la región, afirma que la criminalidad y la violencia son percibidas como el mayor problema por la población de América Latina. En efecto, la tasa de homicidios cada cien mil personas creció de 12,5 en 1980, a 25,1 en 2006. En comparación, Noruega presenta 0,9 homicidios cada cien mil habitantes, Dinamarca 1,1, Canadá 1,5, Finlandia 2,2 y Estados Unidos, que presenta la mayor tasa del mundo desarrollado, alcanza sólo 5,5. Pero Sao Paulo y Rio de Janeiro alcanzan los 60 homicidios cada cien mil personas, cifras superiores a las que tienen los países en guerra.
La violencia y el crimen crecieron en el mismo período que se disparó la desigualdad y la pobreza. Si no se habla del contexto, dice Kliksberg «da la impresión de que en la sociedad existe un grupo de locos que cometen delitos». Por eso los altos niveles de pobreza y desigualdad hacen de América Latina «un continente muy tenso, con una cohesión social muy baja. No es lo mismo ser pobre en una sociedad de pobres, que ser pobre en la sociedad más desigual del mundo. El nivel de tensión que se genera es tremendo. Y para colmo, ser pobre después de no haber sido pobre», dijo Kliskberg.
Para avalar esa afirmación, mostró un cuadro inédito sobre posesión de bienes en América Latina, comparando 1995 con 2007. Los datos son alucinantes: en 1995, el 90% tenía agua potable, hoy sólo la tiene el 83%; en 1995, el 85% tenía heladera, hoy sólo el 77%; los que tienen acceso al alcantarillado pasaron del 76% al 64%; lavarropas del 57% al 48%; agua caliente por cañería del 57% al 35%; auto del 33% al 22%. Y eso que el continente lleva cinco años de crecimiento sostenido, porque los datos de 2003 son mucho peores.
Debate sobre la ayuda
Los barrios pobres de América Latina tienen muchos rasgos en común, sobre todo aquellos similares a las villas argentinas, las callampas chilenas, los cantegriles uruguayos y las favelas brasileñas. Todos los datos coinciden en que crecen de forma exponencial en casi todos los países.
El padre Pepe tiene una visión completamente diferente de quienes ven en la pobreza algo negativo o una «carencia». Como ejemplo pone el caso de la parroquia de Caacupé que fue ampliada y remodelada en el año 2000 por sus vecinos, en jornadas de fines de semana en las que participaron más de cien personas por turnos. Cree que las villas crecen porque allí existe solidaridad, «porque acá hay alguien enfermo y se le hace un lugar en la casa». Va más lejos y asegura que «acá hay una sociedad distinta».
Semejante afirmación merece una larga explicación: «Cuando la campaña electoral vimos que todos tenían una posición equivocada, tanto los conservadores como los progresistas. De la villa sólo informa la prensa amarilla que señala los defectos, o bien los tecnócratas que te hacen una maqueta y dicen cómo debe ser el barrio pero no interactúan con la gente, no la escuchan. Eso les impide ver al hombre real de la villa que fue armando su historia desde hace 40 o 50 años en un ámbito al margen de la ciudad, donde interactúan una cultura rural que la mayoría trae con una cultura de barrio, que nosotros la vemos ligada al cristianismo del pueblo».
Como todos los «curas villeros», desconfía de la ayuda institucionalizada y profesionalizada, tan diferente a la ayuda incondicional y espontánea que practicaron los primeros cristianos. Una mirada crítica sobre la llamada «asistencia para el desarrollo» sostiene que la ayuda es «una manera de disciplinar», ya que la cooperación se ha convertido en una verdadera estrategia diseñada y diagnosticada desde afuera: «La ayuda es ofrecida por razones propias de seguridad nacional del que ayuda, para los propósitos de mantener su propia prosperidad».
La cooperación actual establece, en opinión de los críticos del desarrollo, una relación entre quienes otorgan y reciben la ayuda «casi feudal, por el diferencial de poder que ella misma establece». En consecuencia, denuncian que la ayuda genera una relación de superioridad e inferioridad que se resume en «la vergüenza de quien recibe y la arrogancia de quien dona».
El Padre Pepe cuestiona el concepto de «ayuda» y en su lugar sostiene que «debemos aprender de los pobres». Una vez más apela a los ejemplos, ahora sobre la forma como en el barrio se construyen las viviendas: cuando se hacen las losas o techos de cemento, varias familias cooperan durante todo el fin de semana de modo espontáneo. «Mientras los hombres hacen la losa, las mujeres cocinan y los niños juegan cerca y colaboran, y la fiesta es lo central, acá no se hace nada sin fiesta», dice Pepe.
Cuando otra familia se decide a construir su techo, las demás familias le cooperan y así lo hacen de modo rotativo, sin una «organización» formal sino de modo natural. El primer trabajo comunitario fue rellenar los terrenos que se inundaban. Luego vino la lenta construcción de la vivienda familiar, que puede demorar hasta diez años y alberga familias extensas, o sea padres e hijos pero también abuelos, los hijos que se casan y tienen más hijos, y hasta primos o parientes lejanos.
La fuerza del vínculo comunitario permite abaratar costos, de modo que el precio de la construcción es sólo el precio de los materiales. «Si hubiéramos tenido que encargar esta iglesia a una empresa hubiera costado decenas de miles de dólares. Pero no costó nada. Se construyó con mano de obra solidaria y haciendo fiestas para comprar los materiales. De ese modo pudimos hasta levantar una torre grande con campanas», señala Pepe.
Se trata de una economía comunitaria que ha sido capaz de construir barrios enteros, con todo su equipamiento. Las construcciones comunitarias y los trabajos de auto-ayuda social serían imposibles sin la solidaridad del barrio. Una lista incompleta de las actividades que desarrolla la parroquia, que no es la única entidad del barrio en trabajar con los vecinos, incluye seis capillas que replican las mismas actividades de la parroquia, que en los hechos funcionan como verdadereos centros sociales y culturales.
Además cuentan con ocho comedores directamente atendidos por la parroquia, pero en el barrio hay muchos más, tal vez 20 comedores populares. Tienen grupos de apoyo escolar y de prevención sobre drogas, merenderos, programas de deporte y de campamentos donde han llevado a más de mil jóvenes del barrio en los últimos años. La base es el trabajo voluntario, pero algunos programas tienen apoyo del gobierno municipal y de Cáritas.
«El próximo fin de semana llevo 200 chicos al campo», dice Pepe. «Además tenemos un centro de adolescentes varones, otro centro de adolescentes mujeres y una escuela de oficios que hacen carpintería, herrería y artesanía en vela y cerámica con dos chicas del barrio que dirigen los talleres. En los exploradores hay 850 chicos y estamos empezando con el trabajo más difícil que es la recuperación de la droga, el paco como le dice acá».
El poder de las redes sociales
La forma como sacan a los adolescentes de la droga revela la profundidad del compromiso y los recursos humanos a los que apelan. Crearon un centro diurno para recibir a los jóvenes dependientes donde cuentan con una pequeña granja donde ya viven ocho jóvenes en proceso de recuperación. Pero la granja está lejos del barrio, en un ambiente natural donde se les facilita la posibilidad de cortar con la droga. El paso siguiente es la reinserción en el barrio, donde pueden entrar nuevamente en contacto con las drogas.
«En la granja hay un ambiente idílico en donde es más fácil dejar la droga. Pero volver al barrio es todo un desafío. Para hacerlo de modo gradual, decidimos un paso intermedio: están en el barrio pero no en sus casas ni en sus pasillos. Hacen una vida comunitaria de seis meses en la villa con talleres de herrería y otros trabajos. Así recomienzan una vida más sólida con otras amistades, con otros horizontes pero cerca de la familia», relata Pepe con entusiasmo.
El paco está considerada la droga más destructiva, que involucra a niños desde los 8 años y dejó a toda la gente que trabaja en droga sin respuesta. «Del 2000 para acá esto cambió mucho, se generalizó la droga. Antes los que se drogaban podían convivir con la droga, podían ir al colegio o incluso trabajar y nadie lo notaba, pero hoy eso cambió y se requiere un trabajo muy urgente porque destruye en pocos meses», dice Pepe con un dejo de tristeza.
También trabajan con la tercera edad que es otro sector muy vulnerable. Muchos trabajaron en negro, sin aportes jubilatorios, y cuando ya no pudieron trabajar más se quedaron solos y tuvieron que acudir a las villas como último recurso. Pepe: «Hicimos un grupo, luego un comedor y un hogar donde viven diez abuelos, y tratamos que tengan un papel protagónico, muchos cocinan en los comedores, otros cuidan las puerta, o hacen mandados, cuestión que se sientan útiles. Algunos estaban alcoholizados, tirados en la calle y lograron salir con el apoyo de la comunidad. La gente dice que los que se drogan vienen a las villas porque aquí se vende droga. Nosotros decimos que vienen porque acá no los van a dejar morir, aunque estén tirados en la calle les dan comida, ropa, un baño»
(*) Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe el «Informe Mensual de Zibechi» para el Programa de las Américas