El gigante asiático representa nada menos que el 40% del crecimiento total de la demanda mundial de crudo en los últimos cuatro años y ha superado a Japón como segundo consumidor mundial, después de EE UU. El pasado enero, la compañía energética china CNOOC anunció planes para comprar el 45% de un yacimiento marino frente a las costas de Nigeria por 2.270 millones de dólares.
En un viaje realizado en febrero, el presidente chino, Hu Jintao, recorrió ocho países del continente africano: en cada parada firmó acuerdos comerciales y de inversiones, perdonó deudas y ofreció préstamos libres de intereses, valorados en cientos de millones de dólares. Una semana después, George W. Bush anunció la creación de un nuevo mando de combate en África (Africom), que comenzará sus operaciones en septiembre de 2008.
El nuevo organismo llenará un hueco importante en los intereses estratégicos de Washington en África. Esta decisión refleja la preocupación sobre los posibles peligros que representan los puntos más débiles de esa zona, como los Estados fallidos y el aumento de la militancia islamista.
El hecho de que la visita de Hu y el anuncio de la creación del Africom coincidieran fue, seguramente, una casualidad. El Pentágono lleva años planeando este mando, y el interés de China por África no es nuevo. No obstante, es evidente que ambas potencias están dedicando más esfuerzos a esta zona del mundo en un momento de creciente inestabilidad y mayor competencia en la búsqueda de recursos.
Los motivos para ocuparse de África quizá sean distintos, pero es posible que acaben chocando en el lugar menos pensado. Los intereses chinos son, sobre todo, económicos. Atrás quedan los tiempos en los que su objetivo principal era asegurarse de que los países africanos no establecieran relaciones diplomáticas con Taiwan. Para una China siempre sedienta de recursos naturales, el petróleo y los depósitos minerales de África son muy atractivos, y este continente ofrece además un mercado cada vez mayor para los artículos textiles baratos que exporta Pekín.
El comercio entre ambas economías aumentó de 10.600 millones de dólares en 2000 (unos 8.000 millones de euros) a unos 55.000 millones en 2006, y el primer ministro chino, Wen Jiabao, dice que su país tiene intención de incrementarlo hasta alcanzar los 100.000 millones en el horizonte de 2010. Buena parte de este comercio tiene relación con el petróleo africano.
El gigante asiático representa nada menos que el 40% del crecimiento total de la demanda mundial de crudo en los últimos cuatro años y ha superado a Japón como segundo consumidor mundial, después de EE UU. El pasado enero, la compañía energética china CNOOC anunció planes para comprar el 45% de un yacimiento marino frente a las costas de Nigeria por 2.270 millones de dólares.
En el caso de Estados Unidos, las razones para involucrarse más son muy diferentes. Durante los últimos seis años, mientras la atención del mundo estaba centrada en Irak, Afganistán y Pakistán, el Cuerno y el norte del continente africano han visto cómo aumentaban de forma alarmante los conflictos entre Estados. También hay que tener en cuenta el resurgimiento del argelino Grupo Salafista de Predicación y Combate (GSPC), que ha cambiado su nombre por el de Al Qaeda del Magreb. La tarea de Africom consistirá en vigilar estos movimientos y conflictos, entrenar a militares nativos para que hagan frente a las amenazas terroristas y dar respuesta militar –como este invierno en Somalia– cuando la situación lo exija. Todo ello se suma a las misiones humanitarias que lleva a cabo regularmente el Pentágono en países como Liberia. Washington cree que las amenazas que pueden surgir de África justifican la existencia de una estructura de mando regional única y coherente, en lugar del sistema anterior, compuesto por varios mandos que compartían la responsabilidad y, en ocasiones, podían tener intereses contrapuestos.
Pero no parece que estas motivaciones vayan a desembocar en las formas más peligrosas de conflictos e inestabilidad entre EE UU y China a corto ni a largo plazo. Si llegan a chocar en un futuro próximo, será seguramente en el terreno diplomático y en el del desarrollo. Aunque no parece probable que se produzca un enfrentamiento geoestratégico por el petróleo en África, lo que sí preocupa más, según sostiene Alex de Waal –miembro de la Iniciativa para la Equidad Global en la Universidad de Harvard–, es el hecho de que “Pekín ha puesto en peligro los planes de paz, seguridad y democracia con su intervención masiva e incondicional en apoyo de Sudán, Zimbabue y Angola”. Desde hace años, China ofrece préstamos, construcción de infraestructuras esenciales, y asesoramiento y materiales militares y de ingeniería a diversos regímenes africanos, sin obtener a cambio ninguna promesa de mejora en su historial de derechos humanos. Este apoyo incondicional le permite tener abiertas las puertas diplomáticas, a diferencia de lo que ocurre con la estrategia occidental de condicionar la ayuda al respeto a los derechos fundamentales y a la forma de gobernar, que muchos dirigentes africanos se niegan a cumplir o cumplen con gran lentitud. En otras palabras, un agricultor africano prefiere que los chinos le construyan ya una carretera que vaya de su pueblo al mercado que esperar a que lo hagan los estadounidenses o el Banco Mundial, que sólo la comenzarán cuando el Gobierno emprenda las reformas exigidas.
De producirse esa lucha entre las dos potencias, se diría que la ayuda incondicional de China saldría ganando. Pero no tiene por qué ser necesariamente así. De hecho,“en lugares como Suráfrica y Nigeria, la llegada de productos textiles ha desplazado a mucha gente que trabajaba en el sector”, dice Jennifer Cooke, codirectora del Programa de África en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, con sede en Washington. “Y, a medida que estén más involucrados, los chinos se verán obligados a ocuparse de asuntos como las condiciones de trabajo, las cuotas de empleo y la responsabilidad social de las empresas, aspectos que las compañías estadounidenses tuvieron que abordar en los 70 y 80”.
La desigual trayectoria de la Casa Blanca en la guerra contra el terrorismo no inspira mucha confianza, pero el hecho de que África deje de estar repartida entre varios mandos militares ofrece motivos de esperanza. No obstante, está por ver si los regímenes africanos prefieren las rápidas inversiones que ofrece Pekín o la salud y la estabilidad, menos tangibles y a largo plazo, que promete EE UU.
Paul McLeary es redactor de The Columbia Journalism Review y ha colaborado con The Christian Science Monitor, The Guardian y The San Francisco Chronicle.