El cristiano auténtico sabe que el Hombre de Dolores sigue vivo y palpitante en los hombres de dolor
El Dolor, tanto el dolor físico como el dolor moral, sigue y seguirá siendo el gran interrogante de la Humanidad:
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¿Por qué el dolor?
Y hubo, hay y habrá espíritus simplistas que hacen del dolor su principal argumento de ateísmo:
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Si existiera Dios, ¿cómo podría permitir…?
Precisamente es el dolor uno de los aspectos que ponen más en evidencia la existencia de Dios.
Porque el dolor es el gran estorbo para los que quisieran que este valle de lágrimas fuera el paraíso terrenal.
El bienestar tiende ferozmente a aislarnos, a complacernos en nosotros mismos; si nos proyectamos fuera es con objeto de perfeccionar nuestro bienestar físico o moral.
Quien no ha sufrido, quien ha encontrado expedito el camino en la vida, cae necesariamente en el egoísmo; más o menos disfrazado, más o menos consciente.
Todos conocemos (y a veces somos) ejemplos de personas que aparecen como espíritus fuertes, y haciendo planes y proyectos maravillosos… que, como castillos de naipes, son derribados por el más leve soplo de una contrariedad o de un dolor.
Esto puede explicar el porqué la gente devotísima que ama la buena vida, suele ser absolutamente incapaz para cualquier verdadera tarea de apostolado, que lleva consigo un auténtico sacrificio.
A lo más que se llega es a alguna de las innumerables formas de paternalismo.
La primera manifestación del dolor es el grito. ¿Y qué es el grito, sino una llamada a alguien que pueda comprender el dolor y poner un remedio?
El grito es una afirmación de inferioridad del ser vivo. Muchas veces el que profiere gritos de dolor no sabe a quien los dirige; llama a alguien; al primero que se presente.
El sufrimiento implica una necesidad insatisfecha, y para apaciguarse es menester que la necesidad sea atendida. Pero produce un gran alivio el ver la propia necesidad compartida, al menos, moralmente, por los demás.
Así el enfermo viene aliviado por el sufrimiento que adivina en los familiares que le atienden. Así el que ha perdido su salario en el juego pega a su mujer y a sus hijos. Así las bestias heridas tienden a herir a cualquier ser vivo que esté a su alcance. Así el colérico rompe los objetos que encuentra a su paso aliviando su cólera con la cólera que su acto provocará en el propietario de los objetos.
El que padece grita, llama, exige y reclama al que compadece (padece-con). Esta es la primera y elemental exigencia del dolor, de todo dolor, ya sea físico o moral. El remedio ya lo pondrá el otro.
Esto quizá pueda explicar la ingratitud de que se quejan tantos católicos dedicados a las obras buenas que tienden a aliviar dolores, pero que no dejan en los favorecidos la sensación de haber padecido-con.
El cristiano auténtico, cuando sufre, encuentra siempre su dolor compartido en dosis abrumadoras por el Divino Crucificado y es entonces cuando se hace uno con Cristo. Y se abraza al dolor. Y para él, el dolor ya no es una carencia, o un vacío, que hay que llenar, sino una plenitud que se desborda y se derrama sobre otros que sufren el dolor máximo: la carencia, el vacío de Cristo. Así se continúa y perpetúa la obra redentora del dolor de Cristo; así Dios sigue visitando su pueblo.
Pero el cristiano auténtico que no sufre personalmente graves quebrantos físicos y morales, pero ha sido convenido a Cristo por el grito inaudito y estentóreo que convirtió al Centurión y que resuena y resonará potente hasta el fin de los siglos desde todas las imágenes del Crucificado, siente la necesidad ineludible de padecer con Cristo doloroso.
Muchos podrán quedar satisfechos sufriendo imaginativamente con un Cristo de escayola, de marfil o de metal. Otros quedarán satisfechos para todo el año derramando unas lagrimitas muy dulces, escuchando un sermón, el viernes santo, pronunciado por el orador sagrado de moda.
Pero el cristiano auténtico sabe que el Hombre de Dolores sigue vivo y palpitante en los hombres de dolor; en las criaturas humanas que sufren. Sabe también que los gritos de todos los que sufren reclaman (sin ellos saberlo) la manifestación de los hijos de Dios.
Cristo escarnecido, Cristo sediento, Cristo despreciado, Cristo viviendo en un establo, Cristo azotado y preso, Cristo abandonado de todos, Cristo clavado en un lecho de tormentos…, sigue viviendo y sufriendo a nuestro lado; nos rodea por todas partes. Son inútiles los esfuerzos que hacen Leví, Anás, Herodes y Pilatos para eliminarlo en la circulación de las calles céntricas de las opulentas Babilonias de hoy: en los suburbios que rodean y acusan la ciudad, sigue Cristo viviendo y sufriendo en los que pagan delitos que no han cometido.
Y todo lo que pueden hacer las buenas personas del Centro de la ciudad es organizar sus limosnas (que nunca se detraen de lo necesario sino de lo ampliamente superfluo) para alejarlo de la circulación de las calles céntricas. Y siendo así, ¿cómo podrán gozar del beneficio de padecer con Cristo doloroso, si no lo ven ni oyen su grito inmenso y atronador?
¿Puede alguien imaginarse una comunidad de compasión (padecimiento común) entre el dolor y las ansias de buena vida?
El equilibrio, la comunidad de sufrimiento, solamente puede establecerse entre los que sufren con Cristo y los que sufren sin Cristo. El grito desgarrador de los últimos es contestado por el abrazo de los primeros.
La solidaridad puramente humana (tan frecuente por fortuna entre los cristos inconscientes que viven en sus personas todos los dolores, oprobios y afrentas del Redentor) se eleva al plano divino cuando el Amor de los Cristos conscientes abre los caminos maravillosos de la Gracia y de la Redención.