El autor sostiene que los países desarrollados presionan a los capitanes de barco de tal manera que éstos intentan deshacerse de los polizones aunque sea de forma criminal. La política del «que se los lleve el que los ha traído» aplicada egoísta y concertadamente por todos los Estados costeros, no conduce a ninguna parte, salvo en ocasiones a la muerte de esas personas.
José María Ruiz Soroa es abogado especialista en derecho marítimo.
Publicado en el EL PAIS 15-06-2004
Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la delincuencia se contemplaba desde una perspectiva estructural. Al delincuente se le comprendía en parte como fruto de una determinada estructura socioeconómica, de un determinado contexto cultural. Hoy, por el contrario, la sociedad contempla al delincuente como un actor racional que dotado de plena autonomía rompe las reglas de la convivencia por su maldad o su propio interés. En consecuencia, no se intenta comprender, sino sólo sancionar. El derecho penal en boga trata al delincuente como una no persona, casi como un enemigo (Díez Ripollés).
Viene esto a cuento de la presentación descontextualizada que se está haciendo del caso de ese capitán que abandonó en la mar a unos polizones y les condenó a una muerte segura. Acto horrible, sin duda, pero del que no se nos explican sus causas, la situación estructural que ha hecho que se repita en la mar. Lo único que nos dicen los periódicos es que el capitán en cuestión es coreano y que el buque es de bandera de conveniencia. ¿Y qué? No hay contexto, no hay explicación, salvo la utilización soterrada de esa sospecha, de hondas raíces antropológicas en las sociedades costeras, hacia todo lo que viene de la mar, ante esa raza de hombres, los marinos, en los que cualquier maldad puede anidar.
¿Y por qué lo hacen entonces? Pues no por maldad ni crueldad despiadada, sino porque los capitanes son personas humanas sometidas a una presión tan desorbitada que, en ocasiones, les lleva a intentar deshacerse de la causa inmediata de la presión aunque sea en forma criminal. Y esa presión, no se engañen los lectores, procede precisamente de esos Gobiernos occidentales que una vez consumado el hecho se declaran espantados con grandes aspavientos. De nuestro Gobierno, sin ir más lejos.
Los países desarrollados reaccionan ante el fenómeno del polizonaje marítimo con un egoísmo salvaje: su única política ante este fenómeno es la de rechazar el desembarco en puerto de los polizones. El «rechazo en frontera», lo llaman burocráticamente. Y para conseguir ese resultado no dudan en acudir a todo tipo de expedientes de más que dudosa juridicidad: sancionar con multas desmesuradas a los buques en que aparezcan polizones, obligar bajo amenaza a los capitanes a convertirse en carceleros, a que encierren y engrilleten a los polizones para que no puedan saltar a tierra, forzar a que los buques zarpen de nuevo con los polizones a bordo, a pesar de que carecen de medios para atenderles a bordo, en violación de todas las normas de seguridad marítima. Convierten a los polizones en un cargamento forzoso que es imposible descargar en ningún puerto, pues todos los Estados abordan la cuestión con la misma intransigencia. Han llegado a darse casos de grupos de polizones que han permanecido años (sí lector, años) a bordo de un buque sin poder ser desembarcados, generando una convivencia muy difícil a bordo.
Al capitán que se encuentra en la indeseada situación de descubrir un polizón a bordo le llueven las piedras desde todos los cielos: las Autoridades de los sucesivos puertos a que va arribando le sancionan, su armador le regaña, furioso por los problemas de demora y multas creados para el buque, y probablemente llegará a despedirle, su buque se convierte en una cárcel ambulante en la que conviven los marineros, convertidos en carceleros, y los polizones, trastocados en prisioneros, ambos incómodos en ese papel que no les corresponde. Lo que resulta verdaderamente sorprendente es que, a pesar de ello, en la mayoría de los casos se trate con cariño y decencia a los polizones que aparecen a bordo de los buques mercantes.
En España, desde la época de Margarita Robles en el Ministerio de Interior, se han ido sucediendo órdenes e instrucciones sobre trato a los polizones: su denominador común es la apelación al mecanismo represor (sancionar al buque) para lograr el resultado final perseguido (que se los lleven). Nuestros jueces contemplan impertérritos la situación de unas personas sometidas en un puerto español a una auténtica detención ilegal (privados por la fuerza de libertad por unos particulares -los Capitanes mercantes no son Autoridad policial o penal- y en una dependencia privada), sin conceder nunca el obligado habeas corpus. Dicen que esas personas no están bajo su jurisdicción, que están en territorio extranjero y que pueden ser privadas de libertad sin atender a los requisitos constitucionales al efecto. Es curioso que a los jueces españoles les sea más fácil encontrar razones para sostener su jurisdicción en crímenes cometidos en Chile o Argentina que en casos de personas privadas ilegalmente de libertad en Santurtzi o Algeciras. Quizás sea que un caso es políticamente rentable, mientras que en el otro tratamos con un desheredado de la fortuna, con una no-persona.
La política del «que se los lleve el que los ha traído», aplicada egoísta y concertadamente por todos los Estados costeros, no conduce a ninguna parte, salvo en ocasiones a la muerte de esas personas. Es muy cómoda la ceguera voluntaria por parte de los Estados desarrollados acerca de las consecuencias de su política. Sólo cuando los polizones mueren, entonces sí, nuestra indignación de honestos ciudadanos de un país desarrollado despierta enfurecida ante este abominable crimen y lapida al infractor, el capitán de turno. Sólo entonces, cuando muere, el polizón alcanza por fin el estatus jurídico de persona humana reconocible como tal en nuestros Estados bienestaristas. Es el capitán, su asesino, quien se convierte ahora en no persona. Dramático intercambio de roles. Pero toda la indignación del mundo no conseguirá ocultar un hecho: que no somos inocentes de esas muertes, que las hemos provocado con nuestra ceguera culpable.