¿QUÉ EUROPA?.

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Europa no ha hecho examen de conciencia y confesión de culpas colectivamente respecto de sus grandes locuras: fascismo, nazismo y comunismo. ¿Se ha preguntado cómo se pudo llevar a la muerte a tantos millones de hombres? ¿Se han indagado las razones del silencio durante setenta años sobre los crímenes y campos de concentración del comunismo soviético, idealizado como la patria de la libertad, que sólo por su degradación interna se ha hundido, sin que los correspondientes ideólogos, universidades y partidos occidentales hayan hecho todavía una revisión de su curso?. G. Steiner, premio Príncipe de Asturias, ha preguntado a la Ilustración europea por su responsabilidad en los muertos: «Los expertos estiman más o menos en 150 millones el número de víctimas de guerra, deportaciones, de hambres (con mucha frecuencia provocadas), de campos de concentración y de muerte entre agosto de 1914 y la reciente guerra de los Balcanes -150 millones de Madrid a Kiev, de Naarvick a Mesina».


 

Por OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
ABC – Domingo 13 de junio de 2004

La identidad de una persona o comunidad viene dada por su geografía y por su historia, por las experiencias y los proyectos vividos, por las memorias que cultivan y por las esperanzas que anticipan. Todo eso tiene que estar ante los ojos y arder en las conciencias, cuando llegan las grandes decisiones históricas. ¿Actuaremos con generosidad y lucidez o con el olvido de nuestros principios fundadores, de nuestros fundamentos morales y de nuestras responsabilidades históricas?

En el siglo XX Europa perpetró la perversión de sus mejores valores e ideales; y luego realizó un intento de reconstrucción que evitase la repetición de la barbarie anterior. Las dos guerras mundiales resultaron de la degradación de una cultura, que elevó las categorías de raza y nación, la voluntad de poder y la ideología revolucionaria a valores supremos, a los que adoró y sacrificó millones de víctimas.

Europa tiene que reconocer ese pasado sin reprimirlo con rencor. La memoria, cuando no se la purifica, se convierte en fuente de odio inconsciente a sí mismo, con el rechazo de los mejores ideales y valores. La confesión de la culpa y el perdón son la real puerta de un futuro en libertad. Europa no ha hecho examen de conciencia y confesión de culpas colectivamente respecto de sus grandes locuras: fascismo, nazismo y comunismo. ¿Se ha preguntado cómo se pudo llevar a la muerte a tantos millones de hombres? ¿Se han indagado las razones del silencio durante setenta años sobre los crímenes y campos de concentración del comunismo soviético, idealizado como la patria de la libertad, que sólo por su degradación interna se ha hundido, sin que los correspondientes ideólogos, universidades y partidos occidentales hayan hecho todavía una revisión de su curso? G. Steiner, premio Príncipe de Asturias, ha preguntado a la Ilustración europea por su responsabilidad en los muertos:

«Los expertos estiman más o menos en 150 millones el número de víctimas de guerra, deportaciones, de hambres (con mucha frecuencia provocadas), de campos de concentración y de muerte entre agosto de 1914 y la reciente guerra de los Balcanes -150 millones de Madrid a Kiev, de Naarvick a Mesina».

A ese proceso de destrucción siguió después de la Segunda Guerra Mundial un proceso de repensamiento para que en el futuro no se repitieran tales fenómenos.

Tres europeos, nacidos en tierras fronterizas y por ello testigos y víctimas de lo que los nacionalismos feroces pueden provocar, iniciaron los vagidos de la nueva Europa. Eran los tres católicos: R. Schumann, de la Alsacia unas veces alemana y otras francesa; K. Adenauer, de la zona del Rhin, igualmente repartida entre los mismos poderes; y A. de Gasperi, que por nacido en Trieste sabía de las guerras entre Austria e Italia. Eran conscientes a la vez de que las fuentes de riqueza eran las reales razones de las guerras. Por ello crearon instituciones que administraran en común los recursos, comenzando por el acero y el carbón. Aquellos inicios nos han llevado al milagro europeo que hoy vivimos: superación de fronteras, libre circulación de personas, moneda única, intercambio de universidades…

Llegados a este momento estamos ante el reto más difícil. Aclarados los aspectos políticos, jurídicos y financieros, quedan los aspectos morales, culturales y religiosos. ¿Sobre qué cimientos y condiciones se hará la extensión de la actual Unión Europea? ¿Qué valores son el solar intocable, sin el cual no podrá mantenerse nuestra cultura? Estos son los derechos humanos; el valor incondicional de la vida humana; la aceptación del prójimo como persona más allá de su riqueza o pobreza, cultura o etnia; la dignidad sagrada de familia y matrimonio; la defensa de la vida naciente, débil, enferma o feneciente; la compartición de la riqueza en la justicia; el respeto a la realidad sagrada y al misterio, que los hombres han invocado con la palabra «Dios».

La primera tarea es la de la memoria, redescubriendo cuáles son nuestros orígenes. Aquí no vale inventar, sino que hay que reconocer la historia: Grecia e Israel, Sócrates y Jesucristo, Roma y la Edad Media, el Renacimiento y la Reforma, la Ilustración y la revolución francesa, los movimientos sociales del siglo XIX y la ciencia del siglo XX. Por ello, si la nueva Constitución europea quiere abrirse con un proemio que recoja los fundamentos históricos de Europa, no puede excluir ninguna de esas raíces: la griega, la romana, la cristiana, la medieval y la moderna. No es honesto decir que recordar ese pasado es imponer un futuro. El cristianismo es fruto de libertad; y nace de la decisión de cada sujeto personal. La Iglesia católica ha manifestado en el Concilio Vaticano II su postura sobre la libertad, la religiosa y las demás. Juan Pablo II lo ha repetido hasta la saciedad. Recordar las raíces cristianas es reconocer hechos, no imponer programas. Es ignorancia o insolencia confundir ambos planos y decir que con ello se quiere transferir a los demás la identidad cristiana.

El cristianismo no es sólo viejas raíces hundidas en tierra, invisibles o indefinibles. Son realidades presentes como troncos recios, ramas anchas, frutos vivos y visibles. Son instituciones, personas, ideas, comunidades que afirman con humildad y coraje su identidad ciudadana. La religión es una ejercitación de la vida humana tan digna como la ejercitación ética, la estética, la lúdica y la política. Quien exige reducir la religión a un hecho de intimidad individual debería hacer lo mismo con esas otras dimensiones. Hay que recordar que la expresión de los ciudadanos por cauces políticos no es la única legítima en un Estado de Derecho, y quien excluye o desatiende las demás expresiones por los cauces correspondientes está cegando impulsos, derechos y necesidades fundamentales.

El fondo del problema es, sin embargo, otro que casi nadie quiere reconocer. Con la eliminación del concepto cristiano de la existencia desaparecen fundamentos de muchas realidades, que ahora nos parecen «naturales». Valgan cuatro ejemplos de cómo, perdida la comprensión cristiana, se tambalean afirmaciones que antes nos parecían evidentes. El primero es la categoría de persona, cuando no es comprendida como imagen de Dios, sagrada por sí misma. P. Singer, en su libro «Desacralizar la vida humana» (2003), reclama una relectura de la categoría de persona para que abarque a ciertos animales y no a todos los hombres (ciertos niños, enfermos y ancianos, que hayan perdido la capacidad de sentir y gozar).

El segundo son los derechos humanos. Si no se los fundamenta en lo universal común, ¿qué responder a ciertos movimientos que los rechazan afirmando que sólo son un producto particular de la cultura de Occidente y de la religión cristiana? El tercero son la familia y el matrimonio, con la correspondiente defensa social y protección jurídica. En «El Mundo» (1.6.2004) una carta de Z. Ylfii reclama la legalización de la poligamia, argumentando que siendo España un estado laico ningún precepto constitucional la puede prohibir, si los cónyuges consienten libremente, y acusa a la Iglesia Católica de ser responsable de algo tan «inhumano» como el matrimonio en unidad y fidelidad.

El cuarto aspecto es la pérdida de respeto y el desacato a lo más sagrado que ha venerado la humanidad, a Dios, nombrado así, o con otras palabras o quizá con el silencio. A esto va unida la pérdida del respeto a los símbolos, figuras y palabras sagradas. Esa degradación llega al límite cuando la blasfemia se refiere al nombre de Dios y a la persona de Cristo. Quien eso hace pretende vulnerar lo más sagrado de la humanidad y ofende en lo más íntimo a los creyentes. Podridas están una cultura y una nación cuando eso ocurre; cuando la entera sociedad por respeto a sí misma no lo rechaza; cuando los poderes públicos no defienden a los ciudadanos en su identidad como personas. Goethe afirmó que «el estremecimiento ante lo sagrado es la parte mejor del ser humano». Quien lo ha perdido se está hundiendo en el abismo de lo inhumano o volviendo al cieno de lo prehumano.

Europa tiene que decidir de qué fuentes quiere beber y a qué fines quiere servir. ¿Negará sus fundamentos y por rencor contra sí misma volverá a un silencio represivo de las mejores necesidades humanas? Europa tiene que ser sí misma, haciendo de su inmenso saber y riqueza un fiel servicio a todo lo humano, y a todos los humanos, no sólo a los europeos.