Johny es uno de los 500.000 niños soldados que militan en las guerras de los mayores. ¡Quinientos mil!. ¿Quién carga los fusiles de estas criaturas? He aquí lo que dice uno de los misioneros arriesgadamente comprometido en la peligrosísima tarea de rescatar niños soldados:
Por JUAN FERNÁNDEZ MARÍN
Acabo de llegar a mi casa después de una grata tertulia con Luis y Ángeles, padres de Angelín, que el domingo pasado hizo su Primera Comunión. Reconocen mis amigos que esto de la celebración de las comuniones se ha desbordado. Justamente lo que dice tanta gente pero a lo que nadie pone coto. Pensando en los disparados gastos y en las vanidosas barbaridades con que se deforma una celebración que debiera tener como orientación el Evangelio, me he acordado inevitablemente de Johny.
Johny es un niño de Sierra Leona que juega a la guerra en vez de jugar a la pelota, como sería propio de un niño de diez años. Cuando tenía siete años le secuestró un grupo guerrillero. Primero fue utilizado como porteador de víveres y armas. Después, le entregaron un fusil y le enseñaron a disparar. «Yo me encargaba del control de la carretera -cuenta Johny- y nadie pasaba sin mi permiso. Si alguien desobedecía mis órdenes, le matábamos. Un día mandé bajar a la gente que viajaba en un autobús. Colgamos de un árbol al conductor, lo degollamos, a la vista de todos. Los jefes nos daban las órdenes y nosotros las obedecíamos».
Ahí queda la pregunta como una seria provocación a nuestro aburguesamiento. Que cada cual se examine. Yo, el primero. No puedo, como dicen algunos, ser cristiano a mi manera. Sólo hay una manera de ser cristiano: serlo a la manera de Cristo. Y eso pasa ineludiblemente por la fidelidad a sus exigencias, entre las que está la austeridad y el deber de compartir. |
En Sierra Leona y otros muchos lugares, miles de niños soldados, entre ellos Johny, practican una versión adulterada y macabra del “juego de las prendas”. El juego consiste en escribir en unas papeletas el nombre de las distintas partes del cuerpo. Se meten los papeles en un macuto y por turno se van extrayendo. Según las reglas del juego, cada uno deberá amputar a un prisionero el miembro que aparece en la papeleta. Como los niños soldados no saben escribir, introducen en el macuto palos marcados significando los miembros del cuerpo.
Johny está perdido en esta guerra absurda. Las guerras, todas son absurdas, desconciertan a cualquiera y más a los niños. No entiende por qué unos llaman enemigos a los otros y se matan entre sí. (Los enemigos declarados de Johny son el hambre, el analfabetismo y la malaria y los fusiles no pueden hacer nada contra ellos). Él sólo sabe que la guerra le da de comer (a un soldado nunca le faltará un plato de arroz) y que los señores de la guerra le han regalado el primer juguete de su vida: un fusil que dispara balas de verdad.
En una arriesga operación, los misioneros javerianos rescataron a un centenar de niños soldados, entre los que estaba Johny. En un centro de rehabilitación, los misioneros les curan, con cariño, las profundas heridas del cuerpo y del alma. «No puedo dormir -explica Johny- porque sueño que la gente que yo maté viene a buscarme, con sus cuerpos llenos de sangre, y yo busco mi fusil para defenderme y no lo encuentro».
La mirada de Johny es la de un náufrago que se está ahogando en un río de aguas turbulentas y busca desesperadamente una mano a la que agarrarse. La mano se la han tendido los misioneros. «Mi madre me ha dicho que si me acerco a ella llamará a los soldados para que me maten. Está avergonzada por lo que hice y tiene miedo de mí».
Johny es uno de los 500.000 niños soldados que militan en las guerras de los mayores. ¡Quinientos mil!
¿Quién carga los fusiles de estas criaturas? He aquí lo que dice uno de los misioneros arriesgadamente comprometido en la peligrosísima tarea de rescatar niños soldados: «Cuando veo en España cómo se gasta en vanidades y lujos un verdadero río de dinero y pienso en la falta de medios que padecemos nosotros para redimir a estos niños, experimento la dolorosa sensación de que los cristianos de Europa y yo no creemos en el mismo Evangelio. ¿Cómo es posible que, con motivo, por ejemplo de las primeras comuniones, se hagan fiestas costosísimas y aquí se nos mueran niños de hambre?»
Ahí queda la pregunta como una seria provocación a nuestro aburguesamiento. Que cada cual se examine. Yo, el primero. No puedo, como dicen algunos, ser cristiano a mi manera. Sólo hay una manera de ser cristiano: serlo a la manera de Cristo. Y eso pasa ineludiblemente por la fidelidad a sus exigencias, entre las que está la austeridad y el deber de compartir.