Antes de que las ideas, los ideales y los proyectos cambiantes sobre el hombre y el mundo en que vive se conviertan en leyes –poderosos medios de persuasión-, se posan durante mucho tiempo en las mentes y los corazones de los seres humanos…
Por Víctor Manuel Arbeloa
Antes de que las ideas, los ideales y los proyectos cambiantes sobre el hombre y el mundo en que vive se conviertan en leyes –poderosos medios de persuasión-, se posan durante mucho tiempo en las mentes y los corazones de los seres humanos. Y ahí es donde podemos analizarlos y debatirlos con la mayor serenidad y humanidad posibles.
Pero hay cambios y cambios. Si, por ejemplo, una parte importante de la opinión pública considera normal y legítimo que en ese campo inmenso y delicado, apenas explorado, de la “ingeniería genética”, el único criterio para cualquier innovación sea el provecho que pueda derivarse para ciertas personas, sanas o enfermas…, entonces no estamos sólo ante un cambio cualquiera, que exige una reforma legal cualquiera.
Si una parte de la opinión pública considera normal y legítimo que cualquier persona, en virtud de su plena autonomía, pueda quitarse la vida, o pueda exigir a otros que se la quiten, cuando lo crea o lo crean conveniente, entonces no estamos ante un cambio cualquiera, que exige una reforma legal cualquiera.
Si una parte importante de la opinión pública considera normal y legítimo valorar y apreciar socialmente como matrimonio cualquier unión hetero u homo sexual, de dos o más personas, en cualquiera de sus múltiples combinaciones (incluso con animales, como algún escritor ha apuntado ya), llevado a cabo con cualquier finalidad y bajo cualquier condición, o sin condición alguna…, entonces no estamos ante un cambio cualquiera, que exige una reforma legal cualquiera.
No. Estamos ante otra cosa muy diferente.
¿Una civilización cristiana?
Desde hace dos siglos, superando incluso ciertos modelos greco-latinos, a cuya civilización tanto debemos, y a la misma civilización judaica, nuestra cuna y hogar, la nueva civilización, que se llamó y se llama cristiana (¿por qué sólo “occidental”?) se extendió primeramente por Oriente Próximo, África y Europa, y mucho más tarde por América, Extremo Oriente y Oceanía. Esta nueva civilización, asumiendo sustanciosas dimensiones de otras anteriores a ella, basó el vivir, el pervivir y el convivir del hombre en la existencia de un Dios creador y salvador, en la libertad y dignidad de la persona como criatura filial y a la vez creativa y responsable, así como en una ley natural común a toda la humanidad.