JESUITISMO y JESUITAS

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El diario EL PAIS afirma que los Jesuitas son «la izquierda de la Iglesia»¿La historia permite sostenerlo?… El P. Segarra S.J., residente en Roma, que guiaba a los españoles que allí iban a conspirar contra la República y prepararse para derribarla, para prender a manejar armas modernas, etc., etc., es un síntoma de cuanto la Compañía debía tramar y que quedó ignorado de todos los que no participaron en la conspiración….
JESUITISMO y JESUITAS



José Mª Llorens
Publicado en la Revista Id y Evangelizad

No escribimos movidos por ninguna pasión ni prevención contra esta Orden. Al hablar de ella queremos hacerlo con toda objetividad y siempre dispuestos a retirar una afirmación o una palabra que pudiese no ser absolutamente cierta. Nos damos perfecta cuenta de que la Compañía de Jesús como todas obra humana, no puede ser una cosa perfecta. Pero cuando más grande es una obra, tanto más relieve tienen los defectos de que pueda padecer. Y la Compañía es una gran obra, digan lo que digan sus fanáticos detractores. Una grandeza la suya que las pequeñeces, la ruindades inherentes a ella, la han eclipsado y comprometido con frecuencia.

Hemos tenido ocasión de frecuentar jesuitas interesantísimos, sea en el orden científico y espiritual, sea en el literario u otros. Hemos fraternizado o intimado con ellos hasta el momento en que han dejado de ser hombres libres para obedecer la voz o la consigna del superior. Una consigna que, con mucha frecuencia, ha levantado entre ellos y nosotros una muralla infranqueable. Porque la ley de la obediencia es algo muy serio para el jesuita. Ello no priva que, en algunas ocasiones, en algunas circunstancias en que el hombre que hay dentro del jesuita siente el peso aplastante de una orden que él comprende ser poco razonable, inoportuna, quizá injusta, hemos visto brotar de los labios de un jesuita, irreprochable, palabras que eran una protesta indignada contra la orden del superior. Pero esto era una revuelta momentánea a la cual sucedía una reacción de hombre disciplinado, obediente.

Apreciamos los grandes méritos de esta Orden religiosa, y es por esto precisamente que quisiéramos verla libre de ciertas actividades, impropias o indignas de su alta cualidad, sin el contrapeso de ciertas mezquindades que hay que achacar tal vez, más que a la Orden misma, a algunos de sus miembros. Creemos poder distinguir tres categorías de jesuitas.

Tres clases de jesuitas.

1.- Jesuitas de vanguardia –que los llamaremos nosotros- es decir, los apóstoles, los misioneros, hombres inflamados por la fe y el amor de Dios y el prójimo, hombres que han dejado todo por el ideal más sublime, entregándose totalmente, en una noble y auténtica cruzada –excelentísima ésta- de evangelización, aceptando todos los sacrificios, todos los renunciamientos, todos los sufrimientos, incluso la muerte. Cruzados verdaderos, éstos, que no matan, sino que saben morir por amor a sus hermanos, por la salvación y conversión de los cuales dan su vida con una generosidad y una elegancia cristiana admirables. Pléyade magnífica de jesuitas santos de todas las épocas.

Un solo ejemplo entre miles: Francisco Javier, el apóstol que parece hacer revivir, a través de los siglos, un nuevo Pablo de Tarso. Su obra es un milagro de Dios continuo. Francisco Javier no es el único hijo de Ignacio de Loyola. Pero es uno de los más ilustres, campeón fabuloso, legendario, de la obra de evangelización de pueblos remotos, inabordables. Él sólo bastaría para honrar espléndidamente su Orden. Pero la Compañía es rica en santos y en sabios que ha formado en la sólida fragua de sus instituciones.

2.- Una segunda categoría, que llamaremos la retaguardia y que dividiremos en dos clases: los que se dedican a las tareas poco o nada interesantes de conquistar almas piadosas y sus capitales, combinando el confesionario con las visitas a domicilio, manteniéndolas en una atmósfera de solicitud por su alma y de interés por su cuerpo, con profusión de agua de San Ignacio. Cuando estas personas mueren, la familia se da cuenta de que los bienes que esperaba y tenía derecho a heredar han desaparecido, por donación en vida, o pasan, por un testamento ignorado, a un heredero inesperado: los jesuitas, en forma directa o indirecta. Bernanos dice: «El mercadeo de los jesuitas me inspira una repugnancia invencible».

Esto da lugar en algunos casos, a pleitos, discusiones, escándalos, y produce siempre un desen-gaño respecto de hombres que la buena ente creía ocupados exclusivamente en cosas de orden espiritual. Se dirá que la gran obra científica y misionera de los jesuitas sería imposible sin este apoyo económico. Nosotros evocaremos, una vez más, la Divina Providencia, que puede prescindir de los capitales de los hombres y de hombres hábiles. Queremos hacer constar, por espíritu de justicia, que no es solamente la Compañía la que usa de estos procedimientos en la búsqueda de bienes materiales. Pero ahora hablamos de la Compañía de Jesús únicamente.

3.- Hay, en esta segunda categoría, otra clase de hombres buenos, buenísimos en sí mismos, pero sin personalidad suficientemente fuerte para imponer su criterio de bondad, rectitud y honestidad a los demás. Hombres que obedecen y secundan, frecuentemente con desagrado, las órdenes de los hábiles. ¡Cuántos casos concretos de este género hemos vivido de la acción dominadora de los «vivos», de los astutos, quizá situados en puestos de mando por estas «cualidades»! Y ya hemos dicho que la obediencia, en la Compañía, es una cosa fundamental, esencial, osaríamos decir implacable.

Hemos recibido confidencias de algunos jesuitas, buenos religiosos, que, en un momento dado, no han podido reprimir los impulsos de disconformidad con ciertas órdenes que estaban en desacuerdo con su conciencia de hombres sensibles y leales. Reacción pasajera, que ha cedido el paso a una contrareacción dictada por el deber esencial de obediencia. Cosas, todas, que no hacemos más que indicar, sobradamente conocidas para que debamos insistir sobre este punto. Mayormente cuando no es esto lo que nos interesa decir al hablar de la Compañía y de las distintas categorías de sus hijos.

Jesuitas y jesuitismo.

Hay que distinguir, pues, entre jesuitas y jesuitismo, entre los hombres, considerados individualmente, y las consignas que la superioridad les impone. Los hombres, ordinariamente, son buenos o malos, mejores o peores, según lo que son personalmente por su temperamento, mentalidad o psicología. Si son malos, o menos buenos personalmente, será difícil que se opere en ellos un cambio apreciable al entrar en la Orden. Y esto a pesar de la vigilancia de sus superiores y el deseo del individuo de mejorar o enmendar aquello que pueda haber de defectuoso en su persona.

En cuanto a las consignas que se dan a los miembros de la Compañía, las hay indiscutiblemente excelentes, otras menos buenas, otras evidentemente malas, como algún ejemplo que hemos citado hace un momento. Entre estas últimas, además de la de orden material, hay las de carácter político, inspiradas siempre en los intereses de la Compañía, no del país. Hay, sobre todo, las que tienden a hacer de la Compañía una fuerza, un poder terrenal formidable, invencible. En este terreno es donde estallan las reacciones violentas de los miembros contra las órdenes de los superiores.

Recordamos algunas de estas reacciones de amigos nuestros jesuitas que, en los últimos tiempos de la monarquía, estaban dispuestos a ayudar, en la forma que podían –y que no era ciertamente despreciable- a derribarla, por creer que así lo exigía el bien de España y de la Iglesia. Pero las consignas superiores les obligaron a renunciar a esa posición suya personal que habían de adaptar y amoldar a la general. Y este punto dependía mucho de la mentalidad del superior de cada residencia de jesuitas. Recordamos, a este respecto, la impresión que nos hizo un jesuita, hombre de trato exquisito y de gran corazón e inteligencia, que nos decía, hablando de la coacción que se les hacía en ciertas cuestiones: «Diríase que nos ponen como superiores a los peores.» Es decir, a los más autoritarios y duros en imponer las consignas recibidas de la cumbre de la Orden.

Contra la II República española.

Pero digamos ya lo que nos interesa aquí, es decir, estudiar la posición del jesuitismo respecto a la República española y de la «cruzada». Se comprende que, humanamente, los jesuitas, o mejor el jesuitismo, no tuviera grande o ninguna simpatía por la República, puesto que ésta les hizo objeto de medidas y restricciones, justas o injustas, que prácticamente equivalían a su supresión. ¿Prevenciones de orden político? ¿Razones de seguridad nacional contra una Orden extremadamente potente, adversa al régimen? Esta segunda hipótesis es muy posible.

Pero supongamos que las medidas de la República contra la Compañía era inmerecidas, injustas. En esta hipótesis, ¿tenía la Compañía derecho a combatir a la República? En tanto que sociedad humana, quizá, sí. Pero en tanto que Orden religiosa y, sobre todo, en tanto que Compañía de Jesús, ya no estamos tan seguros de estos derechos, ya que, en su calidad de cristianos, debían aceptar la tribulación y persecución que Dios les enviaba y permitía. ¿No era su fundador mismo, Ignacio de Loyola, quien pedía a Dios para sus hijos la gracia de la persecución? ¿Cómo podían, pues, los jesuitas, buenos hijos de Ignacio, rechazar esta gracia que Dios les enviaba para su bien?

Ignoramos el trabajo de zapa que hizo la Compañía contra la República, contra la opinión personal de algunos jesuitas que la miraban con la simpatía con que se mira un instrumento que se cree capaz de introducir cambios importantísimos en la vida nacional. Nosotros no conocemos otra cosa que lo sabido por todo el mundo, es decir, aquello que salió a la superficie, no lo que quedó dentro del secreto más absoluto. El P. Segarra S.J., residente en Roma, que guiaba a los españoles que allí iban a conspirar contra la República y prepararse para derribarla, para prender a manejar armas modernas, etc., etc., es un síntoma de cuanto la Compañía debía tramar y que quedó ignorado de todos los que no participaron en la conspiración.

Un acto público del general de los jesuitas nos da la medida de todo lo que se hizo en la más absoluta clandestinidad. Nos referimos a la Carta de dicho Padre General a todos sus súbditos de todo el mundo. Y al decir súbditos, nos referimos, no solamente a los jesuitas, sino a todas las congregaciones de jóvenes, señores y señoras dirigidos, en la forma más estricta de la palabra, por jesuitas, en general gente rica e influyente que significaba una fuerza enorme en manos y a la disposición omnímoda del jesuitismo. Esta carta tenía por objeto prestar ayuda y divulgar la Carta Pastoral Colectiva del episcopa do español de 1937, con la cual, ni que decir tiene, estaba de acuerdo dicho Padre General.

Sabiendo, como es público, la influencia de jesuitismo en todo el mundo, es fácil adivinar los resultados que obtuvo esta Carta en el vasto campo mundial sometido a la Compañía. Parece que esta acción y propaganda fue hecha a fin de conjurar la gracia de la persecución que Dios les concedía y ayudar a destruir el instrumento de Dios que se la procuraba: la República española.

El P. General a favor de La Cruzada del 36.

El Padre General V. Ledokowsky dirigió personalmente campaña a favor de los «cruzados» españoles. A su instigación fueron publicados artículos violentos en la revista Cartas de Roma que tenían por principal objeto condenar la posición del País Vasco en su «monstruosa alianza con los que quemaban iglesias y asesinaban sacerdotes». En junio de 1937, el P. Ledokowsky se dirigió a los directores de las Congregaciones marianas del mundo entero, mandándoles temas para conferencias, círculos de estudio, etc., sobre la persecución religiosa en España, acompañando pruebas fielmente recogidas de los «crímenes marxistas». De los crímenes y de los sacerdotes asesinados por los «cruzados», ni una palabra. Más tarde este mismo señor enviaba una Circular a los directores de revistas jesuíticas de todo el mundo, que tienen una difusión importantísima y cuentan con millones de lectores. He aquí el texto de esta Circular, en la que encontramos el principal objetivo perseguido:

«Reverendo padre en Cristo: La Pastoral Colectiva que el Episcopado español dirige a los obispos de todo el mundo acaba de ser publicada con ocasión de la guerra y de la profunda conmoción que agita a España. En este documento, del cual le será enviado un ejemplar, han sido recogidos los hechos principales por testigos irrecusables. En la guerra de España, lo que se juega es la vida misma o la ruina de la fe cristiana y los fundamentos de todo orden social. Sobre ella han sido propagadas informaciones no sólo falsas, sino perjudiciales a los intereses católicos. Y esto por parte de los enemigos de la Iglesia y, a veces, por desgracia, por algunos católicos lamentablemente engañados.»

«Por eso me ha parecido que sería servir a Dios si usted se dignara leer esta Pastoral y divulgar en lo posible sus enseñanzas… Los hombres de buena voluntad tendrán, desde ahora, un medio de conocer la verdad y de formarse una opinión exacta en un asunto de tan capital importancia…»

Fácil es comprender los resultados de esta Carta a favor de la «cruzada» en todo el mundo que obedece ciegamente las consignas jesuíticas.

Esto es todo lo que sabemos de las actividades del jesuitismo contra la República española, aunque ya es bastante. Así no es difícil adivinar lo que se hizo en la sombra. Quizá sería excesivo pedir a los jesuitas adoptar otra actitud y aceptar humildemente y con gratitud la gracia que Dios les hacía con esta prueba, aunque quizá merecida. Esto sería quizá, pedir un imposible a los hombres. Si así fuese, habría que llegar a la conclusión de que Dios impone imposibles y que San Ignacio pide a Dios para sus hijos una gracia, una prueba insoportable.

Conclusión realmente inaceptable para todo cristiano. No hay que confundir dificultad con imposibilidad. Ya hemos dicho antes que ser cristiano no es fácil ni cómodo. Pero aquello que nadie puede decir es que ser cristiano, buen cristiano, es imposible. Esto sería una horrible herejía.

Sea todo dicho con el perdón de los amigos jesuitas que vieron lúcidamente en la República el medio providencial, aunque trágico, para dar al Mundo Obrero aquellos derechos que la monarquía le había negado sistemáticamente.