Justicia, no limosna

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Occidente necesita los recursos naturales (coltan, hierro, uranio, petróleo, bauxita, oro, diamantes, pesca, madera, mano de obra barata…) que le permitan mantener su nivel de vida y para conseguirlos suele servirse, principalmente, de dos medios: la violencia y la bandera humanitaria.

Dice Dambisa Moyo que «no ha habido nunca un país en el mundo que haya alcanzado un crecimiento constante y haya reducido la pobreza de manera significativa con las herramientas de la ayuda internacional externa". Simplemente, no ha ocurrido jamás. Por eso, seguimos impulsando una estrategia sin muestras evidentes de haber funcionado en alguna parte del mundo. Y lo que sí tenemos son años que prueban que la estrategia de ayuda no funciona.

En los últimos años, esta economista, nacida en Zambia y doctorada en Harvard, se ha hecho un nombre poniendo en entredicho la ayuda internacional que recibe África.

Bajo el epígrafe de «ayuda internacional» o «ayuda al desarrollo», normalmente, se engloba todo el dinero u otros medios tanto económicos, técnicos o militares proporcionados por un país a otro con el propósito de ayuda y reconstrucción, de rehabilitación económica o para la defensa mutua. Esta es una definición clásica y muy discutible porque también engloba la ayuda militar o policial (como es el caso de la externalización de las fronteras), que no olvidemos, muchas veces pasan como ayuda al desarrollo. Pero a mí me gusta utilizarla porque pone de manifiesto que con «ayuda internacional» nos referimos a todo un conjunto de intereses que, en algunos casos, poco tienen que ver con aliviar la pobreza o favorecer el desarrollo de los pueblos. También ilumina la realidad de que muchas veces esa ayuda no alcanza a los más necesitados.

Todo lo que pienso sobre este tema lo expongo en mi libro, así que aquí solo comento el núcleo de mi reflexión. Lo primero que siempre me gusta aclarar es que no critico ni a los cooperantes ni a las ONG (que creo están desarrollando un papel imprescindible sobre el terreno), sino al sistema de ayuda al desarrollo. El modelo vigente en la actualidad, es utilizado por los países occidentales para mantener a África donde está, para que no cambie nada y, así, seguir garantizando el acceso de gobiernos y compañías del Primer mundo a las materias primas que atesora el continente.

Occidente necesita los recursos naturales (coltan, hierro, uranio, petróleo, bauxita, oro, diamantes, pesca, madera, mano de obra barata…) que le permitan mantener su nivel de vida y para conseguirlos suele servirse, principalmente, de dos medios. El primero implica el uso de la violencia y se fundamenta en provocar guerras y revoluciones (como sucedió en Sierra Leona y ocurre en la actualidad el de la República Democrática del Congo) o intervenir directamente bajo la bandera de la ayuda humanitaria (caso de Costa de Marfil o Libia). El segundo es más pacífico y consiste en asegurarse gobiernos amigos que le permitan saquear las materias primas; para ello utiliza la ayuda internacional: proyectos de desarrollo que muchas veces no llegan a los beneficiarios (y se cierran los ojos, interesadamente, ante ello), imposición de sistemas económicos y de gobierno que favorecen el control del país por parte de las potencias extranjeras…

Las ONG se encuentran atrapadas en medio a este entramado. Su auge y desarrollo, a partir de los años 80 del siglo pasado, coincide con la expansión del neoliberalismo económico y político en el mundo. Los propios gobiernos y multinacionales que crean pobreza, migración, desempleo, frustración de gran parte de la juventud, violación de los Derechos Humanos, degradación del medio ambiente, violencia…, han financiado, y financian, a muchas de ellas, para mitigar los desaguisados que causan sus políticas en el Sur.

Todos los que trabajamos sobre el terreno, más de una vez nos hemos sorprendido, a nosotros mismos, justificando nuestra intervención con el que podríamos llamar «el síndrome de Robin Hood», esto es, tomar de los ricos para ayudar a los pobres. Recibir dinero de los que crean las situaciones en las que viven millones de mujeres y hombres en África, para ayudarlos a salir de ese estado. Evidentemente, nada se logra con este método.

Además, esta convivencia con los verdugos ha hecho que la mayoría de las ONG pierdan su capacidad de crítica y denuncia, porque nadie muerde la mano que le da de comer. Así, poco a poco, inconscientemente, guiadas por la buena voluntad de querer ayudar a los que más lo necesitan, se han ido convirtiendo en parte imprescindible del engranaje diseñado para someter y oprimir a África. Para lo cual, han tenido que traicionar muchos de sus principios y mirar hacia otro lado al toparse con las injusticias patrocinadas, en la mayoría de los casos, por sus propios donantes.

Pero, la práctica totalidad de las ONG son cada día más conscientes de que hay que cambiar el sistema y, hace años que han empezado a trabajar desde abajo, con las personas del lugar, escuchando sus necesidades y sus deseos y optimizando los recursos que ya existen sobre el terreno.

Todavía queda mucho camino por recorrer. Las ONG tienen que pensar menos en su supervivencia y en la preservación de sus privilegios y más en las necesidades reales de las gentes con las que trabajan, aunque ello suponga renunciar a muchas ayudas y subvenciones. La buena voluntad, por sí sola, no basta, hay que implicarse, de forma activa, en el cambio de las estructuras, tanto internas como externas, que oprimen y esclavizan al continente africano.

Pienso que eso sería lo mejor que le podría ocurrir a África, ya que tanta ayuda recibida la ha convertido en un continente dependiente. Hoy día, África necesita justicia, no caridad. Para ello, es necesario que las ONG recuperen, plenamente, su capacidad de denuncia y se conviertan en plataformas desde las cuales los propios africanos puedan hacer oír su voz y reclamar lo que, por justicia, les corresponde.

No serán los cincuenta mil millones de dólares que África recibe cada año, como ayuda al desarrollo, lo que la saque de su situación actual, sino el establecimiento de un orden mundial más justo para todos, en el cual, los propios africanos, y no los que venimos de fuera, decidan qué papel quieren jugar.