Cuando la miseria aprieta y la guerra revienta todas las costuras de la cordura, no hay convenciones ni tratados que resistan. Así ha sido en la República Democrática de Congo hasta ayer mismo, y en gran medida lo sigue siendo. Picapedreros, porteadores, pastores… o soldados.
El Congo: infierno perfecto para los niños
El Congo sigue siendo un infierno perfecto para los niños: paraíso de la explotación infantil y de los niños soldados. La alternativa del diablo.
Picapedreros como Janette, de diez años, que gana 1.600 francos congoleños (dos euros) al mes por hacer los pedruscos añicos en Kinshasa, la capital. Porteadores como Gasana, de cinco años, que entre Bukavu y Uvira, al este, suele llevar sobre la cabeza cargas de 14 ladrillos macizos y por cada 300 transportados del secadero a la carretera recibe 25 francos congoleños (unos cuatro céntimos de euro). O las armas: dos formas de explotación. Unos 33.000 niños fueron reclutados -muchos por la fuerza- para pelear en las dos guerras encadenadas que entre 1996 y 2002 han causado casi cuatro millones de muertos en este país olvidado. Niños como Isaac, de 15 años, que en un centro de desmovilización de Bukavu, junto al lago Kivu, dice: «Cuando sea mayor seré soldado».
Con una población que ronda los 60 millones de almas, la RDC ocupa el noveno lugar en el cuadro de mortalidad de niños que no superan los cinco años: de cada mil nacidos mueren 205. Con una esperanza de vida que no roza la cincuentena, el 41 por ciento de la población no ha recibido ninguna formación:el 42 por ciento sólo primeras letras, poco más del 15 por ciento ha pisado el instituto y un 0,7 por ciento logrado un título universitario.
Primera guerra mundial africana
En 2003, cuando se puso fin a un conflicto bautizado como la primera guerra mundial africana, la RDC fue, junto a Costa de Marfil y Liberia, el país donde más niños fueron reclutados. Y las campañas contra la esclavitud infantil se siguen estrellando contra la renta per cápita del antiguo Zaire: 100 dólares anuales (el de Sierra Leona, que en los informes anuales publicados por el Programa de la ONU para el Desarrollo lleva varios años como farolillo rojo, es de 150 dólares).
Según el recuento de Unicef, por lo que respecta al trabajo de menores (entre cinco y 14 años), el 28 por ciento de los infantes congoleños se ve obligado a trabajar. Una cifra que, sin embargo, no es la peor de África: lejos del 65 por ciento en Níger, el 60 por ciento en Ghana, Chad, Burkina Faso y Sierra Leona, con sueldos ínfimos que apenas palían su miseria.
Kingabwa es uno de los muchos barrios de chabolas de Kinshasa: barro, basura, hojalata y enfermedades. Sin un mal dispensario, en el distrito de Bribano se construye la primera escuela: 460 niños va a poder aprender las primeras letras a partir del otoño.
A tres «manzanas» de donde la sucinta cuadrilla de carpinteros y albañiles levanta paredes, junto al número 11 de la Avenue Frontière, al pie del terraplén de un afluente del Congo por el que suben piraguas cargadas de arena, un puñado de niños de entre 5 y 14 años desmenuzan, sentados en el suelo, pedruscos con piedras. dicen que les pagan 1.000 francos al mes (menos de un euro y medio) por trabajar desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. La jefa del pelotón picapedrero, la única que maneja un martillo, se llama Janette, y recibe 600 francos más que el resto. Otra colega diminuta, opera con un trozo de hierro. el resto, con piedras más grandes que sus dedos, estrellan piedra contra piedra. Diema, encargada de la explotación, dice que gana 15.000 francos mensuales y si no venden su escoria a la escuela que a un tiro de piedra levanta
España es porque «no producen lo bastante». No son competitivos.
En La Haya, a miles de kilómetros del Congo, la Corte Penal Internacional acaba de abrir su primer proceso por crímenes de gue-rra contra Thomas Lubanda, ex jefe guerrillero en Ituri, en el oriente congoleño, acusado de reclutar «kadogos» (pequeños combatientes).
Activos y dinámicos
Niños como los 114 que acoge el Centro de Tránsito y Orientación para ex niños soldados de Kivu Sur, en el centro de Bukavu. Desde que abrió sus puertas en 2002, han desmovilizado a 1.003 niños cuenta su director, Kwamiso Mulumka: «Muchos son activos y dinámicos, solían ocupar posiciones en el frente. Aunque a veces surgen peleas, la convivencia es pacífica entre antiguos adversarios. Nuestro papel, además de facilitar su integración, es ponerles en contacto con sus familias. Vienen de forma voluntaria, y pueden entrar y salir. No están encerrados. No es una cárcel. Pero saben que a las siete se cierra la puerta. No se les castiga. Están obligados a ayudar en la cocina, limpiar, acarrear agua…». Se levantan a las seis y se acuestan a las nueve de la noche, reciben clases y dos comidas, pero no desayuno.
Aunque la mayoría son muchachos -entre los 14 y los 17 años- hay también alguna chica, como Janette. Ruandesa de 17 años, con su bebé Pascal en brazos, lo único que quiere es regresar a su país. Tiene miedo. Los «kadogos» congoleños la maltratan. No recuerda cuándo empezó todo, dónde combatió. No quiere recordarlo, y menos ante extraños. El padre de Pascal se llama Rudomoru y sigue en la selva. No ha sido desmovilizado.
«La guerra no es un juego»
Junto a un cartel que reza «la guerra no es un juego de niños», Isaac (pelo al cero, sonríe enfundado en una camiseta de Pokemon) tenía diez años cuando le reclutaron. Ahora tiene 15. Tras un breve entrenamiento. se sumó a los mai-mai, «protegidos por agua hechizada». Cuando sea mayor quiere ser soldado. «No dejaré que nadie abuse de mí». No tiene padres. pero sí tres hermanos que viven con otros parientes y con los que volverá. Medard confiesa 17 años y procede de la lejana provincia de Ecuador, donde aprendió el español que chapurrea con «cascos azules» uruguayos. No añora la vida en la selva y cuando regrese a la vida civil quiere ser carpintero. «En la guerra, matas para defenderte. No tenía miedo. Pensaba que si tenía que morir, moriría».
No le parece bien que se use a niños para la guerra: «Los soldados deben haber sido entrenados para combatir». En la parte baja de la finca, junto a los sembrados, se levantan tres sencillas aulas de tablones. Noé Mushengezi, profesor de francés y una paciencia ostensible, dice que «no es fácil educar a los niños soldados». Pasan poco tiempo en sus manos. Muestra las cartulinas que han recibido de niños canadienses, suizos, americanos… No hay cifras exactas de cuántos niños combatieron en el Congo, se estima que 33.000, de los que más de 17.000 han sido desmovilizados.
Los ladrillos aparecen maravillosamente ordenados en el arcén, que no se distingue apenas de las carretera en sí, porque la pista jamás conoció el sabor del alquitrán, todo es pista, tierra más o menos roja, aunque no tanto como la arcilla de los ladrillos que cuecen en la selva, a la orilla del camino entre Bukavu y Uvira, del lago Kivu al Tanganica. Junto a la aldea de Hogola, niños de cinco años en adelante aparecen caminando por senderos de selva cargados con pilas de 16 ladrillos sobre la cabeza, que apenas protegen con un rodete, rodillo o mullido trenzado con rafia. Agans Kasila, confiesa once años Gasana, cinco. Otro, que prefiere velar su nombre, seis.
Niñas de no más de 15 años
Pero hay niñas de no más de 15 años que transportan a la espalda, ayudadas con un saco y una cinta tensa sobre la frente sudorosa, hasta 45 ladrillos macizos. El último tramo hasta la carretera, para colmo, es un empinado terraplén. Por su trabajo, que desempeñan, como los picapedreros de Kinshasa, desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, cobran migajas de euro cada cuatro días.
El encargado, Sankara, no tiene empacho en facilitar el balance «empresarial»: por fabricar 100 ladrillos se pagan 250 francos congoleños (menos de medio euro). Sankara admite que vende unos 600 ladrillos al día, y que por cada 1.000 gana unos 14 euros. En muchos casos, quien los fabrica se encarga de transportarlos, aunque las cifras de esta economía a pequeña escala parecen más que dudosas. Hace calor a la una de la tarde en la hermosa carretera entre árboles. Los muros de ladrillos de vivísima arcilla roja forman una hermoso contraste con el verdor de la vegetación circundante. A los niños no les gustan las preguntas ni las fotos. Uno hace como si boxeara, defendiéndose con los puños desnudos de quien le roba el rostro sin pagar nada a cambio.