Editorial
La postura tradicional de la Iglesia católica sobre la relación entre la ciencia y la fe es que entre ambas no solo no hay contraposición sino que existe complementariedad y, por tanto, debe haber una buena relación. En efecto, solo existe una verdad sobre cada ser y acontecimiento existentes, que son, además, reflejos del único Dios. A dicha verdad nos aproximamos gradual y cooperativamente debido a la naturaleza histórica, solidaria y limitada del ser humano. Para conocer esa verdad, los dos instrumentos fundamentales que Dios nos ha concedido son la fe y la razón, las cuales tienen sus propios objetos y métodos. No pueden contradecirse, porque ambas provienen del mismo autor y porque las dos nos acercan a la misma y única verdad de los seres y de los acontecimientos. Pensar que son opuestas o, simplemente, indiferentes la una a la otra sería declarar un fallo en su origen (Dios), en su agente (el hombre) o en su objeto (la realidad). La ciencia, como forma de razón (razón experimental), no se opone a la fe, como tampoco la razón científica agota la razón, como demuestran la filosofía y la teología.
Esto no significa que la ciencia (o la filosofía o la teología) y la fe sean intercambiables, que la una pueda sustituir a la otra. La postura católica defiende una legítima autonomía o respeto por el método y la especificidad de cada una de ellas, siguiendo la máxima cristológica del Concilio de Calcedonia (451): dos realidades distintas, inconfundibles pero inseparables. En este desarrollo armónico, la fe tiene primacía sobre la razón porque es la más grande de las potencias humanas, la más universal (está al alcance de todos, a diferencia de la ciencia experimental) y la que mejor aclara la verdad de lo que existe porque es recibida directamente de Dios. Por tanto, cuanto más se desarrolle la verdadera ciencia, en armonía con otras formas de razón, más se profundizará la fe. Y cuanto más radicalicemos la vida creyente –cuanto más vayamos a su raíz–, más contribuiremos al progreso científico.
De hecho, el desarrollo de la ciencia experimental tiene sus bases en los principios teológico-filosóficos cristianos de la Edad Media que, a su vez, los tenían en la fe. ¿Cómo fue entonces que una cultura católica, impulsora de la ciencia en sana armonía con el conocimiento teológico, se fue desplazando del centro del mundo científico llegando a ser acusada de ser su peor –y hasta violenta– enemiga y, en consecuencia, privada de su derecho a seguir contribuyendo a su desarrollo? La explicación más difundida –la leyenda negra de la que es epítome la versión más difundida del «caso Galileo»– es que la propia evolución científica mostró su incompatibilidad con los «dogmas» católicos de raíz teológica y, por ello, fue condenada por la Iglesia. Es una explicación falsa. Jamás la Iglesia se ha separado de la ciencia, aunque se quiera ocultar, como demuestran el silenciamiento de las aportaciones científicas de la Escuela de Salamanca en el siglo XVI o la expulsión de los jesuitas en el S. XVIII cuando iban a la cabeza de la ciencia del momento.
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La deriva, en cambio, se inicia por un grave error teológico. Lutero y sus seguidores creen que la fe es más auténtica si es ciega y, por tanto, sin vínculos (de ningún tipo) con la razón, dando pie de esta manera a un dualismo teológico, epistemológico y existencial conocido como «principio de la doble verdad». Este falso principio, sostiene que sobre la misma cosa o acontecimiento puede haber dos verdades distintas y hasta contradictorias, una la que dicta la fe (que sería subjetiva y relativa) y otra la que afirma la ciencia (que –dicen– es objetiva). Este principio fue muy útil al nuevo imperialismo capitalista que emerge a partir del siglo XVI, pues le ofreció una forma de contrarrestar a la Iglesia católica, que por razones teológicas y morales se oponía al préstamo con interés y a la lógica de la acumulación capitalista. El dualismo protestante y el capitalismo que lo rentabiliza se extienden a casi todas las naciones terminando por impregnar también a las católicas.
El error de los teólogos luteranos condujo luego –sobre todo durante la Ilustración– al cientifismo, la creencia de que la verdad solo puede lograrse mediante el método científico y, con ello, al abandono de la fe (paradójicamente, también de la luterana). Era una consecuencia lógica: fe y razón se implican mutuamente y sin una la otra queda huérfana y tarde o temprano pierde pie; aunque la fe fue la primera en caer, también la ciencia se ha visto afectada en su inteligibilidad. No obstante, la Iglesia ha continuado sus aportaciones científicas a lo largo de la historia pese a la leyenda negra.
Por todo ello, no cabe duda de que uno de los mayores retos para la evangelización es romper con este modelo dualista y cientifista de raíz protestante-capitalista-ilustrada y retomar con creatividad la armonía entre fe y ciencia con todas sus dificultades y consecuencias.