La costumbre de la infamia

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‘Ustedes, los escritores europeos, que disfrutaban de la libertad, qué poca solidaridad tuvieron con nosotros, qué poca ayuda nos dieron’. Algunos bajaban la cabeza o miraban hacia otro lado para no ver aquel chato dedo acusatorio. Ésa ha sido la actitud de una parte de la intelectualidad occidental hacia los sufrimientos de las víctimas de los regímenes comunistas.

He olvidado con los años el nombre y la cara de aquel escritor ruso pero me acuerdo siempre de sus manos. Eran unas manos grandes, mucho más toscas que su cara, con los dedos chatos, con unas uñas aplastadas y como cuarteadas, rotas, crecidas con dificultad, las del índice y el corazón de la mano derecha muy amarillas de nicotina. En las palmas de las manos y en las plantas de los pies están escritas las vidas de la gente, me contó una vez un forense. En las manos de aquel escritor ruso, ex soviético, al que yo conocí en un congreso de literatura en Portugal, estaba escrita de manera indeleble una biografía de hospitales psiquiátricos y campos de castigo. Era un coloquio internacional del que tampoco recuerdo nada, salvo las manos de aquel escritor, salvo el dedo índice que por un momento se apartó del humo del cigarrillo para señalar en dirección de los colegas occidentales que compartíamos con él una mesa redonda, y que le habíamos escuchado en silencio mientras contaba su historia de persecución. «Qué poco tenemos que agradecerles a ustedes», nos dijo, el dedo amarillo de nicotina tan fijo como la mirada de los ojos muy claros. «Ustedes, los escritores europeos, que disfrutaban de la libertad, qué poca solidaridad tuvieron con nosotros, qué poca ayuda nos dieron».


Algunos bajaban la cabeza o miraban hacia otro lado para no ver aquel chato dedo acusatorio. Ésa ha sido la actitud de una parte de la intelectualidad occidental hacia los sufrimientos de las víctimas de los regímenes comunistas. Mirar para otro lado, callar por miedo a que lo acusen incómodamente a uno de cómplice de la reacción. Al fin y al cabo hay causas mucho más seguras que garantizan sin riesgo la vanidad de sentirse solidario, el certificado irrefutable de progresismo que le permite a uno la impunidad moral, aparte de un cierto número de beneficios prácticos que tampoco son desdeñables. Ya se sabe el peligro que se corre cuando se atreve uno a no marcar el paso de la ortodoxia, tan querida entre quienes al parecer tienen por oficio la libertad de la imaginación y la rebeldía del pensamiento. Hay, por lo tanto, quien calla y otorga, quien firma estratégicamente algunos manifiestos, quien tal vez llega a darse cuenta de ciertos horrores pero elige callar «para no favorecer al enemigo», no sea que alguien diga que se ha vuelto de derechas. Hay, en una gran parte de la izquierda democrática europea y americana, una resistencia sorda a aceptar que la opresión y el crimen cometidos en nombre de la justicia son tan repulsivos como los que se cometen en nombre de la superioridad racial. Basta que una dictadura se proclame de izquierdas para que sus abusos merezcan la indulgencia de quienes nunca correrán el peligro de sufrirlos, del mismo modo que un grupo terrorista que asegure luchar por la liberación de un pueblo oprimido despertará la emoción romántica de anglosajones y escandinavos llenos de buenas intenciones, capaces de llorar por el desamparo de un gato abandonado, pero fríos como pedernal ante la sangre de una víctima humana.


Intelectuales. A principios de los años sesenta, cuando el admirable documentalista y director de fotografía Néstor Almendros se exilió de Cuba y regresó a la Barcelona en la que había nacido, y en la que estaban sus amigos españoles, descubrió que para casi todos ellos se había convertido en un apestado. Se rebelaban contra la dictadura de Franco, pero sospechaban de él porque había huido de la dictadura de Fidel Castro; algunos de ellos eran homosexuales, pero cuando Néstor Almendros les contaba la persecución de los homosexuales en Cuba preferían no darle crédito. Como Castro se declaraba antiimperialista, criticar su tiranía era convertirse en cómplice del imperialismo. Señoritos burgueses de Barcelona se ungían de legitimidad revolucionaria negándose a aceptar que Néstor Almendros pudiera tener razón. Lo que contaba, lo que había sufrido, no merecía ningún crédito. Si era preciso se podría recurrir a la calumnia.


Éste es el grado siguiente de la infamia: hay quien calla, y hay quien levanta la voz, pero no en defensa de la justicia o de la libertad, sino para calumniar a los que han huido, a los disidentes, a los que cometieron el delito de desear para sí mismos y para su país lo mismo que disfrutan aquellos que les niegan la dignidad, el derecho a ser escuchados. Es una antigua técnica soviética. André Gide estuvo en la URSS en 1936, invitado con todos los honores, para leer el discurso funerario en el entierro de Máximo Gorki. Había sido hasta entonces un simpatizante sincero de la revolución. Pero en aquel viaje en el que las autoridades lo trataban con la pompa con que se recibe a un magnate extranjero empezó a observar cosas que lo inquietaban, que empezaron a sembrarle dudas, que le provocaban la alarma de contradecir sus convicciones más queridas. Otros veían y prefirieron callar, embriagados por ese licor tan irresistible para los intelectuales y los artistas, el halago a su vanidad de los gerifaltes de una tiranía. Pero André Gide volvió a Francia y se atrevió a contar lo que había visto, lo que no había podido ni querido ignorar, la pobreza horrenda, la desigualdad restablecida en beneficio de los jerarcas del partido comunista, la desoladora uniformidad de un país en el que el miedo apagaba las voces y bajaba las cabezas. Y a partir de entonces se convirtió en objeto de los peores insultos, en los que nunca faltaban las referencias groseras a su homosexualidad, que sería una prueba añadida de su decadentismo. André Gide llevaba muchos años muerto y Pablo Neruda lo seguía insultando en sus memorias, haciendo bromas sobre su «corydoncito».


Ahora un disidente cubano ha muerto después de una larga huelga de hambre y los papeles han vuelto a repetirse. A unos les ha tocado el oficio de callar, de modo que no hubo información sobre la huelga de hambre de Orlando Zapata, que reclamaba el derecho a la dignidad poniendo en juego lo único que le queda a uno en una tiranía, su vida. Y a otros, en el reparto habitual de la infamia, les ha tocado ejercer la calumnia. A Margarete Buber-Neumann también la calumniaron intelectuales europeos de conciencia limpia cuando después de sobrevivir a los campos de Stalin y a los campos de Hitler escribió un libro de memorias lleno de claridad y coraje explicando la inhumanidad idéntica de las dos tiranías. Mientras tantos estábamos callados, o no nos enterábamos, el actor Guillermo Toledo eligió para sí mismo el papel que sin duda considerará más ilustre, el de insultar a un perseguido desde la cima de su privilegio, el de llamar traidor y terrorista a un pobre hombre que jamás pudo tener ni una fracción del bienestar ni de la libertad que el señor Toledo y los que le jalean disfrutan sin peligro. Yo pensaba que ser de izquierdas era estar a favor de la igualdad justiciera de los seres humanos, del derecho de cada uno a vivir soberanamente su vida. No imaginaba que duraría tanto la costumbre estalinista de injuriar a los perseguidos y a los asesinados.